Churrinche
Cuento de Serafín J. García

Llamábanle así por la pechera roja de su única camisa, hecha con restos de franelas usadas. Era menudo, paliducho, ágil como un relámpago y sensible como una cuerda de guitarra. Había en su vida sólo una cosa buena: la amistad del negro Bernabé. Y muchas, muchísimas malas: hambre, frío, trabajo excesivo, insultos, rebencazos. . .

Su más ardiente deseo era llegar a hombre pronto. Por eso parecíale que los días pasaban con una lentitud boyuna, insoportable. De haberle sido posible hubiera dado un salto en el tiempo. Un salto que lo arrancara de su niñez descolorida y triste, que lo librara de los procaces gritos y las bárbaras palizas del patrón.

Apenas fuese hombre, se echaría a rodar por los caminos. Trabajaría en cualquier cosa. Dormirla donde lo topase la noche. La perspectiva de sufrir penurias y calamidades no lo arredraba en lo más mínimo. ¡Con tal de andar a su antojo por el mundo!. . .

—Pior que aquí no viá pasar en ningún lao.

Irse era su obsesión. Con ella llenaba los escasos huecos libres de sus días y el refugio aliviador de sus noches. Irse a ver hombres y pagos nuevos. Sustraerse para siempre a la mirada aviesa y al implacable rebenque de don Mauricio; al hedor a estiércol del corral de ordeñe; al lanceteo nocturno de las pulgas, que le ponían todo el cuerpo overo de ronchones.

—Tiene que ser macanudo salir a correr mundo!

De pensarlo tan sólo hormigueábale la sangre, le ardían las pupilas almendradas, se le embarullaba de prisas el corazón.

Trabajaba a la par de los peones, indiazos taciturnos y sufridos, con cuyo cobre apagado contrastaban su carita de rasgos suaves, sus labios finos y enérgicos, el rubio pajizo de su cabellera.

Algunas veces aquellos hombres le hacían víctima de zafias jugarretas. Sin embargo, Churrinche no les guardaba rencor. Eran brutos, espinosos, zafados, pero en el fondo buenos. Mucho mejores por cierto que el patrón, un vejete remilgoso y mujeriego, que siempre andaba oliendo a cosméticos, y que no perdía ocasión de envolverlo en su rebenque plateado o asestarle en las costillas los ferrados tacones de sus botas de charol.

Ninguno de los peones, en cambio, le había puesto jamás la mano encima. Y no porque les faltara autorización para hacerlo. Al contrario. El propio don Mauricio les había dicho muchas veces que le calentaran el lomo si llegaban a pillarlo haciendo alguna diablura o haraganeando en el trabajo.

Churrinche era de exclusiva propiedad del patrón. Le pertenecía tan en absoluto como las vacas que llenaban los potreros de la estancia. Para eso había nacido en sus dominios y había comido sus charques y sus mazamorras.

El niño tenía padre y madre. Pero como si no los tuviera. Nació del encuentro fortuito de la sirvienta de la estancia y un húngaro “linyera”. Ella lavaba en el río las ropas de los señores. El llegaba desde el otro lado del horizonte con su pátina de misterio, su hatillo y su soledad.

Quién sabe qué palabras, qué gestos, buscó el amor para unir aquellas criaturas tan dispares. Lo cierto, lo hermoso, fue que logró esa unión. Después el hombre partió con su destino de nube; y la mujer, sembrada, cumplió el suyo de tierra. Así llegó a la vida Churrinche, estrella con raíces, miga de cielo con olor a yuyo humilde.

Tenía, pues, padre y madre como todos los niños. Pero un padre perdido en los caminos del mundo y una madre reventada por el trabajo, que ya no era otra cosa que un haz de piel y huesos arrumbado en una cama de hospital.

De tiempo en tiempo aparecía por la estancia Bernabé, un negro viejo que se ganaba la vida tocando el acordeón en los boliches y en los bailongos de las rancherías. Para Churrinche no había en el mundo otro hombre como aquel moreno de piernas cortas y arqueadas, mota tordilla y labios de riñón hendido, que hablaba en una jerga bilingüe, sabrosa y pintoresca .

—¿Qué tal, seu Churrinche? ¿Cómo vai indo vocé?

Y el negro viejo reía estrepitosamente, con una risa ancha y espumosa que le ponía en descubierto hasta la campanilla. Luego levantaba al gurí entre sus manazas de betún cuarteado y lo horquetaba sobre el mancarrón pachorriento, que proseguía tranqueando hasta el galpón.

Cuando las cosas habían rodado bien, traíale alguna golosina: confites con versito, avellanas o caramelos largos. Mientras Churrinche saboreaba a toda boca el regalo, el viejo metía sus dedos oscuros entre ia mata de cabellos rubios y proseguía riéndose sin motivo alguno, de puro bonachón nomás. Entre carcajada y carcajada, solía intercalar estas palabras simples, que eran sin embargo la máxima expresión de su ternura:

—¡Qué Churrinche, éste!.. .

Todo el capital de Bernabé lo constituían su tubiano y su acordeón. No tenía nada más. Ni rancho, ni mujer, ni hijos. Ni siquiera un mal poncho para apechugar heladas. Andaba siempre de un lado para otro, “pichuliando” con su música. En verano gustábale dormir a campo abierto, en la intimidad de los grillos trepidantes. Pero los inviernos lo obligaban a buscar la cercanía del hombre y el calor de los fogones de trashoguero cantor.

Churrinche lo admiraba porque era libre y andariego como el viento. Sentados en el galpón, sobre las hediondas pilas de cueros secos, platicaban contentos, olvidados de la mísera realidad de sus vidas. El niño sin amor se refugiaba en la bondad risueña del negro viejo, hondo de dulzura como las lechiguanas en otoño. ¡Qué distinto era Bernabé de los hombres con quienes él convivía! Aquel ébano plácido producíale una indefinible sensación. Algo que a la vez que suavizaba su alma volvíale propenso al llanto. Un llanto bueno, eso sí. Un llanto que le iba limpiando el pecho hasta dejárselo nuevo.

El negro, por su parte, encontraba en la cháchara inocente del gurí una especie de brecha para evadirse de sí mismo, un destino concreto y tangible para la ternura amontonada tras sus pupilas turbias. Churrinche era como una justificación de su vida sin objeto. Por aquel camino de pureza y gracia, él viajaba hasta la niñez que nunca tuvo. Había en las palabras del chiquillo una música que no podía darle su pobre acordeón desvencijado. Una música viva, fresca, clarificadora. Una música con rostro y corazón.

Sobre los cueros infectos, entre el pulular voraz del pulguerío, las dos puntas de la vida se nivelaban por el milagro de una fraternidad sin tiempo ni dimensión. Bernabé se abría en cataratas de blanca risa cándida, zumosa y dulzarrona como su corazón de macachín. Churrinche hacía pregunta tras pregunta. Quería saberlo todo: cómo eran los hombres que el moreno encontraba por esos caminos lejanos y desconocidos; por qué relumbraban tanto las piedras de los cerros que se erguían allá, del otro lado del río; cuánto se tardaba en llegar hasta el punto donde se tocan la tierra y el horizonte...

Bernabé se veía en figurillas para responder a tales interrogaciones. En su concepto, los hombres eran más buenos cuanto menos poseían.

—Os melhores sao aqueles que nao tem mais que o día e a noite. Eu entendo que a prata e a bondade nunca fizeron liga, menino.

Con las piedras sucedia algo parecido. Las que estaban más alto, más próximas al sol, eran las más bonitas y las que reverberaban a mayor distancia. En cambio las más útiles solían ser las oscuras y humildes, las que estaban hundidas en la tierra o desperdigadas entre la vegetación.

—O mesmo que a gente, rapaz. Cuanti mais rejucilan menos prestan. Si vocé precisa urna pra afiar a faca o pra dar faísca ao yesquero, tem que dir a campiarla entre as que estáo em baixo.

Lo de la juntura de tierra y horizonte ya era cosa de más difícil explicación:

—Y... Eu tenho pra mim que nao se chegg, nunca onde vocé diz. Vocé pega o cavallo e galopeia tudo o día, e a beira do ceo fica táo longe ao fim como ao principio da viagem. Volta a galopiar outro día enteiro, e ainda outro, e ná de acercarse. Entáo chega a pensar que nao existe o tal ceo; que e só um engano dos olhos.

—¡Pero eso no puede ser, don Bernabel! ¿Y ande es que vive Tata Dios, entonce’?

El negro se rascaba perplejo su escarchado moterio.

—¡Esa e qui e a questáo, mesmo!... Pra mim que ha de viver na imaginagáo de cada um de nós, seu Churrinche.

Al gurí no lo convencía semejante respuesta. Para ser cierto aquello, tendría que existir una inverosímil cantidad de Tatadioses. Además estaba el Paraíso, sitio que él no podía concebir fuera del cielo.

—¿Y entonce’ p’ande van los cristianos cuando mueren ?

—Pra baixo térra, rapaz.

Pero Churrinche no se conformaba con la pérdida de su cielo. Se 3o había imaginado lleno de estantes con frascos de golosinas, como las pulperías; de angelitos que asaban choclos reventones en la gran brasa del sol; de árboles que florecían maravillosos juguetes ; de santos venerables pero alegres, que tocaban noche y día sus acordeones de oro. Y presidiéndolo y observándolo todo, el Señor, un viejecito suave, dulce y cachaciento, al que la Virgen María tejiera con puritas hebras de luna un hermosísimo poncho, de cuyos flecos pendían estrellas siempre flamantes. Algunas veces, los angelitos más osados le birlaban con habilidad esas estrellas para jugárselas al chocolón. Y a su contacto se les ponían las manos luminosas, como si hubieran deshecho entre ellas un puñado de bichitos de luz.

Bien que se daba cuenta Tata Dios de tales escamoteos. Pero en lugar de enfadarse y reprender a, aquellos “propasaos”, reía buenamente de la travesura, con una hermosa y cantarína risa parecida a la de Bernabé, Una risa que hacía danzar graciosamente las dos puntas de su larguísima barba jazminera.

No, Churrinche no quería perder su cielo. Seguro que el negro viejo estaría empezando a chochear y por eso afirmaba semejante "bolaso”. ¡También, con la "camasada” de años que ya debía tener en la “cacunda”, el pobre!. ..

—Pero y si es verdá que no hay cielo, ¿en dónde se asujetan las estreyas?

—¡Agora sim que me amoló vocé! Eu estou por dicerle que si sao táo leves como pequenhas andarám boiando no ar, ñamáis, mesmo que as luces malas.

—Güeno, dígamé otra cosa, don Bernabel; ¿Y el infierno ande queda?

—Nao posso crer nessas historias que se contam do inferno, crianga. O único inferno que eu conhego e este mundo.

Aquéllo sí le parecía muy bien a Churrinche. En su opinión no hacían ninguna falta el diablo, ni sus fogatas supliciadoras, ni sus tachos de aceite hirviendo. Bastante se sufría en vida para tener que continuar sufriendo aún después de morir.

Descartado el infierno, podía justificarse la falta de paraíso. Pero, si de veras no existían uno ni otro, ¿por qué había iglesias y curas? ¿Por qué rezaba la gente?

Y el gurí seguía abrumando a Bernabé con sus preguntas, a veces pueriles, a veces desconcertantes, que el moreno bonachón se esforzaba en contestar entreverando idiomas y sacando a relucir conceptos pintorescos, cuyas raíces, más que en el cerebro, estaban en la intuición.

Pero las charlas no duraban, mucho tiempo. Cuando menos se esperaba, llegaba a cercenarlas la voz cortante, agria y vinosa del patrón.

—¡Churrinche! ¡Churrinche! ¡Caminá aquí muchachito'e porquería!

El gurí permanecía unos instantes alelado, como el pajarillo ante los ojos de la víbora que ha de engullirlo. Luego echaba a correr hacia su dueño, encogido, pequeñito, cual si de antemano procurara reducirse para atenuar la violencia de los rebencazos.

Un día llegó a la estancia el tubiano solo, arrastrando las sobadas riendas y con una tristeza casi humana en las pupilas mansas.

Los peones, con la certeza del drama, salieron en procura del cuerpo de Bernabé. Delante iba Churrinche, hinchada por el viento la camisita de pechera roja, insensibles los pies a las rosetas, saliéndosele por la garganta el angustiado corazón.

Lo encontraron a un costado del camino, casi oculto por el compacto chilcal.

—Un váido — dijo, como justificándose.

Pero todos comprendieron que el pobre negro viejo ya no daba más; que había llegado a la otra orilla de su borroso destino.

Las ganchudas manazas, casi paralizadas ya por el último frío, apretaban amorosamente contra el pecho el afónico acordeón.

Cuando Churrinche le echó los brazos al cuello, en un inútil empeño de sustraerlo a la muerte, todavía una sonrisa le aluzó el semblante y los ojos bonachones. Y con una voz apenas inteligible, que se asemejaba al susurro del viento entre el yuyerío, alcanzó a decir aún:

—Churrinche. .. meu filho... a cordiona e pra vocé.. . pra vocé sozinho. . .

Después se le quedó inmóvil la sonrisa en los morados labios entreabiertos. Y una plácida expresión de niño que se duerme le suavizó la cara enorme.

Churrinche lloró sobre su cuerpo hasta vaciarse de lágrimas. Parecíale que acababa de despeñarse de una altura inmensurable y que caía... caía... sin llegar nunca a tierra.

Había perdido, acaso para siempre, el verdadero cielo. Lo había perdido con aquel puñado de carne oscura que se le estaba enfriando entre los brazos.

Para poder desprenderlo del cadáver, tuvieron que arrastrarlo los consternados peones.

Cuento de Serafín J. García

De "Burbujas"
Biblioteca Rodó

Claudio García & Cia Editores - Montevideo - 1945

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/75434

 

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