Ambrosio estaba en su casa de chapas, cuidando a la nietita de un año que dormía en su catre.
Sobrio, andaba de ceño fruncido y despaciosamente. Forraba el piso con hojas de diarios. Un bidón de kerosene escondido debajo de la pileta de lavar, como la ropa sucia esperaba turno.
Su mujer y su hija ya habían salido. Las dos estaban de guardia ese domingo gris, en sus respectivos lugares de trabajo.
Ambrosio estaba desolado y dolorido, porque su mujer lo maltrataba, lo insultaba y lo echaba constantemente por borracho e inservible.
Muchas noches durmió por ahí, en algún recoveco para protegerse del frío, sobre todo el que se siente después que pasa la borrachera.
Hoy estaba solo y despacio hacía su trabajo. El sueño de la nietita no llegaba a su corazón que tenía el orgullo herido.
Estaba cercando con diarios la cuna cuando intempestivamente entró su hijo. Ambrosio se incorporó, su rostro desencajado. Sostenía unas hojas en las manos que ahora temblaban, pero antes de darse cuenta realmente de algo, su hijo lo tomó del cuello, y con fuerza animal lo obligó a llevar la cabeza hacia atrás hasta casi ahogarlo. No lo soltó y no pararon los improperios. Los pies trastabillaban en la marcha. Trató de pedir perdón pero un tirón brutal le impidió hablar. El furibundo jaleo despertó a la niña que se había incorporado en la cuna algo chica para ella y lloraba aterrorizada. Su padre la levantó con el brazo libre y la dejó en el suelo. Quedó allí, estática, ahogándose en su llanto.
El hombre joven fue hacia un cajón en su pieza arrastrando al padre, sacó el revólver y lo escondió debajo de su campera corta. No paró, siguió hacia la puerta, traspasó el pedazo de madera empujándolo. Una mano grande, crispada, donde entraban el cuello de la camisa, pelos, piel y huesos. Así, tal como cuando lo agarró de improviso, aprontando la fechoría.
Los habitantes del rancherío dormían. Un joven esquelético soñaba el sueño de la pasta diabólica, las gallinas picoteaban la tierra rasa y algún cuzco ya había andado los primeros pasos de la mañana. En el trayecto macabro, el joven recogió un fierro poderoso que encontró en el camino de salida. Descargó en su padre un golpe que le desacomodó la marcha, pero un tirón más ceñido, de fuerza bruta, lo enderezó al instante.
Llegaron al rancho, como le decían a lo que quedaba de una casita de ladrillos viejos, que se caían solos. Habían robado sus puertas y ventanas, todos los agujeros dejaban entrar la luz, demasiada.
Soltó a su padre de un empellón que lo dejó tendido en el suelo recubierto de pasto. Instantáneamente disparó el revólver. Sin asco, sin titubear. Un solo tiro en la cabeza desplomó del todo aquel cuerpo que ya sabía de su último domingo. |