Manera de esperar a Menéndez cuento de Jorge Sclavo [1]
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El General Franceschi sofocó la rebelión. Los principales dirigentes obreros, campesinos y estudiantiles fueron ejecutados. Un par de miles, con menores responsabilidades, solamente encarcelados. Eso sí, con trato muy duro. Por eso llamó tanto la atención aquello de que hubiese dejado con vida a Menéndez, el principal cabecilla de la Revolución de Julio. El General tampoco dio explicaciones de ello. Por otra parte no tenía a quién dárselas ni tampoco quién se las demandase. El Parlamento había sido disuelto hacía una década y todavía de mucho más atrás aún databa aquella censura a toda información. Por supuesto, hubo todo tipo de rumores más o menos oficiales, chismes populares, interpretaciones políticas y hasta sicoanalíticas. No faltó quien dijese que Menéndez era un traidor infiltrado que guió al movimiento revolucionario hasta donde quiso el General para que luego éste pudiese reprimirlo y adueñarse totalmente del poder. Otros, no tan radicales, opinaban que Menéndez había hecho exactamente eso, pero no de mala fe ni en connivencia con Franceschi. Algunos añadían otro matiz, tampoco muy sutil, a mi juicio. El de que Menéndez sabía que Franceschi lo estaba utilizando pero que a último momento "al impulso de las fuerzas populares ciertos regimientos como el de Valle al Norte y Rinconada al Sur se unirían a los Revolucionarios". Esto lo transcribo de un boletín que se reparte en esa feria semi-clandestina que Ud. visitó, donde bajo la tolerancia oficial, aún hoy, es posible comprar souvenirs de la Revolución de Julio. Claro que también se dice, y a Ud. se lo deben haber dicho -como a los periodistas todo les sirve y allá pueden publicarlo- las historias desde que Menéndez era hijo natural de Franceschi (que por otra parte, tuvo muchos, se dice que hasta de mujeres violadas en la lucha) o que en sus lejanos tiempos de teniente, al mando del General, le salvó la vida a éste cuando la insurrección armada de los mineros en el ‘35. Lo cierto de todo esto es lo que Ud. sabe: Menéndez no está muerto y el General hoy se auto recluyó. Y no sé si es verdad que el General está tan loco como dicen por ahí algunos de sus viejos colaboradores. Menéndez desde siempre, desde que cayó disfrazado de soldado en un prostíbulo de la capital, está recluido en la Fortaleza de Valle. ¿Las condiciones me pregunta? Solo y en una estrecha celda de 3 por 2. Recibe comida, no muy buena, pero comida al fin, lo qué demuestra que el General nunca tuvo la intención de ejecutarlo. Un guardia, cada día, pasa su mano por una pequeña ventana, y se la deja. En la celda, sin ventanas, hay un camastro, un balde donde hace sus necesidades, otro donde se higieniza, un espejo donde Menéndez ve cómo pasa el tiempo y un revólver con una sola bala para que se mate. Y allí ¿vé? para mí, está la explicación de todo. Y por eso le digo que son mentiras o errores todas esas cosas que Uds. han publicado por ahí. Franceschi tuvo miedo de hacer de Menéndez un santo, un ídolo, un mártir si lo mataba. No se olvidó de lo que había llegado a representar Menéndez para este pueblo pobre, sufrido y temeroso. Así que, mejor dejarle esa tentación del suicidio, ese animal rabioso del revólver dispuesto a morderlo ni bien el otro se descuidase y enfermase de desaliento. A ese Menéndez-santo no le hubiese sido posible contenerlo, en tanto el cobarde Menéndez-suicida desaparecería en la memoria del pueblo, mucho más frágil al sentirse desamparada de su conductor. Con lo que no contó el General, ni siquiera la única vez que lo visitó en la Fortaleza de Valle y lo encontró a Menéndez, barbudo, flaco y dormido fue con que éste cada noche (aunque le debía ser difícil saber cuando lo era, entre aquellas 4 paredes blancas eternamente iluminadas por potentes focos blancos) cada noche Menéndez quitaba la única bala del Smith and Wesson calibre 45 y lo armaba y desarmaba hasta la última pieza. Lo cierto es que durante todos estos años las cosas no fueron fáciles, tampoco para el General. Y allí viene todo eso que Ud. y los otros colegas suyos extranjeros como Ud., no saben o no supieron advertir. Durante todos estos años el general Franceschi murió muchas veces. Sé que a Ud. le puede parecer raro, que se le ocurre otra de las tantas historias que inventamos por aquí. Y le digo inventamos porque yo también lo he hecho. Ud. no sabe lo que es la desesperación y el miedo. Y sobre todo la necesidad de una esperanza para sobrevivir la diaria pelea de conservar la conciencia y su alarma. Sí, Mr. Cheever, durante estos años el General Augusto N. Franceschi murió muchas veces. La primera de ellas fue cuando inauguró un complejo hotelero. Ud. debe haberse enterado porque se hizo con capitales de inversionistas extranjeros, de su país, creo, o por lo menos se dijo así. Estaba leyendo su discurso junto a la piscina cuando la humilde bala de un rifle 22 que apenas hubiese podido servir para matar una perdiz le penetró en la sien y lo arrojó al agua donde se aprestaba a hacer su número musical un grupo femenino de ballet acuático. La segunda fue al bajar la palanca que habilitaba una fábrica de repuestos para tractores. La explosión fue impresionante. El brazo del general fue a dar contra, la alambrada electrificada de la fábrica y lanzó un olor repugnante que duró días y días. Hasta el mismo, supongo, debió sentirse que sus ojos saltaban de sus cuencas como tapones de botella. Después, sus muertes fueron más frecuentes, menos trágicas, a veces también por cotidianas. El general había anulado el water de su residencia y hacía sus necesidades en una letrina exterior luego que una mano emergió del aparato sanitario y le sacó las tripas para afuera. Cuando firmaba una propuesta de su ministro de Finanzas para regular impuestos la pluma fuente explotó y le dejó ciego. El general intentó salir del edificio y, creyendo que lo hacía por una puerta, salió volando por una ventana. Sus sesos reventados dejaron en las baldosas del patio una mancha indeleble que el General jamás pudo olvidar. De allí, en adelante comenzó a recluirse, no visitó ministerios, ni congresos, ni inauguraciones. Aún así, murió intoxicado por una cazuela de pulpo y, arrastrándose hasta la cocina en un último vómito, acertó en un certero hachazo a decapitar al cocinero. La revancha fue luego, cuando la cabeza degollada a manos de su barbero rodó por la recámara donde el General había comenzado a enclaustrarse cada día más frecuentemente. Desde entonces dejó crecer su barba. Ya ni en su pulso tenía confianza. La última vez que Franceschi hizo aparición en público, no sé si eso Uds. lo saben, fue precisamente con motivo del fusilamiento de ese pobre barbero que dejó como única herencia a este mundo su mirada atónita ante ese absurdo que es la muerte de todo hombre, y sobre todo, la de uno mismo ordenada por otro. Contó Franceschi —estas dicen que fueron sus últimas palabras antes de encerrarse en su recámara— que luego que el capitán ordenó al pelotón de soldados disparar sobre el confundido barbero y éstos lo hicieron, se dieron vuelta luego para disparar a su vez sobre el General. Su cuerpo se llenó de plomo y el patio de sangre. Allí mismo, sangrante, todo él, ordenó ejecutar al capitán, al pelotón y a todos quienes habían asistido. Dicen quienes lo vieron -y quienes no, igual lo comentan, Ud. sabe mejor que yo lo que son estas cosas- que fue un espectáculo estremecedor. Sobre todo, porque muchos de los soldados del pelotón de fusilamiento eran casi niños. Pienso que el General, en su desequilibrio, llegó a percibir lo grotesco y salvaje de todo eso, porque, desde entonces, jamás volvió a salir, ni concedió una entrevista, ni nada de eso. Por eso le digo. No insista. No lo recibirá. Ya van muchos como Ud. que tratan de acercársele. El General vive encerrado en su cuarto, Ha tapiado puertas y ventanas. Un soldado, por un agujero que le han hecho a la puerta, le pasa agua y la exigua comida qué aún tolera. A través de la íntima rendija por donde se filtra la luz de unos potentes focos eternamente encendidos, que el General ha hecho instalar, dicen algunos que han logrado verlo, barbudo, en su cama. A su lado hay un par de baldes y, sobre la única mesa, tiene un Smith and Wesson calibre 45. Yo pienso que es para esperar a Menéndez. Y le digo más, no creo en ésa patraña de que en el cargador tiene una sola bala. Eso es todo lo que le puedo decir Mr. Cheever. [1] El autor: Jorge Sclavo 1º. de octubre de 1936, Montevideo. Narrador, adaptador, actor, autor y director teatral, traductor, letrista, libretista de radio y TV, humorista, antologista, crítico de cine y jazz. 1er. Premio Feria Nacional de Libros y Grabados (1966, Jurado: J.C. Onetti, Armonía Sommers, J.C. Álvarez) por UN LUGAR PARA PIÑEIRO. ler. Premio Ministerio de Educación y Cultura a la mejor novela editada en 1972: PRIMER CIELO, PRIMERA TIERRA. El cuento que hoy publicamos es inédito. |
cuento de Jorge Sclavo
Publicado, originalmente, en: Jaque Revista Semanario - Montevideo, 22 al 29 de Junio de 1984. Año I. N° 28
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3071
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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