No había nadie

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

No había nadie para hablar, uno podía cruzarse con mil personas y ni siquiera saludarlas. O no ver sus rostros. O no saber qué decirles. O estar ensimismado y no levantar la cabeza. Pero para hablar, para comunicarse, diálogo paciente escucha, no había nadie.

Entonces, como no hay nadie (lo contrario sería decir “sí hay todos”), Rodolfo Puey, con sus treinta y siete años a cuestas, va a un café caliente, sentándose a una mesa de madera que parece tener mil años y el trabajo notorio de ejércitos de polillas o termitas, beberlo sin azúcar mientras ve el movimiento de la gente y calcula si es posible que exista un patrón estadístico para el pasaje de las personas en un determinado punto y la relación de los que vienen y de los que van (en este país son más los que mueren que los nacen, son más los que se van que los que vienen, o que vuelven), en esta esquina más o menos céntrica. Para comunicarse escribe No había nadie, y por un instante ni él existía, puesto que se había olvidado hasta de sí mismo.

Pero él, reflexionando, ya era uno (número con el que comienzan las cuentas), y entonces podía conversar consigo mismo, mas esto no era novedad, era más un hábito instituido desde el primer pestañeo del día. Están los sueños, también, en los que el profundo interior dialoga con nosotros. Y está el mozo con la segunda taza de café, la radio desgranando noticias truculentas como el encuentro de tumbas colectivas de gente desaparecida, el ruido de platos que alguien lava, el paso de los circunstantes hacia el baño o al teléfono público instalado en el fondo del local. Pero con ninguno de ellos puede hablar. Desdobla otra servilleta y continúa escribiendo. “Quince mil en los últimos años”, dicen en la radio. A pesar de todos los que andan en la vuelta, no hay nadie, y él con la urgencia de decir algo que cree que es importante.

Cae la tarde y se levanta, como desde adentro de la tierra, la noche. Frío y viento en las calles por las que camina, cabizbajo, empañándosele los lentes, tropezando por las baldosas flojas o por la falta de las mismas, desnivel del terreno. La mano que sostiene el cigarro está helada y cambia el vicio de mano. Pensar que en todo el día de hoy apenas ha intercambiado doce palabras a lo sumo, tres frases y un gracias distraído. Se diría que es un día especial y por eso todo este asunto, pero no, es un jueves cualquiera y mañana deberá ir a la oficina, como siempre.

Al llegar a su apartamento entra con cuidado, enciende las luces y se queda quieto, escuchando. Tiene en la punta de la lengua todo lo que quiere decir, pero no puede hilvanarlo. Vuelve a escuchar, conteniendo la respiración, pero no, en su casa ya no hay nadie para hablar.

 

Sergio Schvarz
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