150 años de la novela colombiana

María – de Jorge Isaac (1867)

por Sergio Schvarz

sergiosamschvarz@gmail.com

 

La casa silenciosa

“Nada, ni un aire, ni un suspiro, el silencio. Y después, el vacío, la nada”.

 

¿Cómo no creer que Jorge Isaac (1837-1895), él mismo, escribiera desde su dolor personal, desde la pérdida? Y allí nos muestra entonces el pedazo de terreno que es su tierra natal, su terruño, y la hacienda que se perderá irremisiblemente tras las primeras escaramuzas y batallas de la eterna guerra entre liberales y conservadores; perderá, en suma, todo lo que había sido parte de él. Jorge Isaac es el autor de esta novela romántica, a quien luego de ello (en la vida real), lo persiguió la pobreza hasta el final, y lo alcanzó. Sólo María -recuperada finalmente tras la derrota- puede cantarle al amor, con ecos y reverberaciones, hasta el final también de su vida. Esa es su manera, la de Jorge Isaac, romanticismo barroco y costumbrista, su modo de ser narrativo; novela de las inaugurales de la nacionalidad colombiana (junto a Manuela, de José Eugenio Díaz Castro, y en Eustaquio Palacios con El alférez real, que es una novela histórica y romántica. También podríamos incluir a Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre, de 1886, que cumplió el año pasado ciento cincuenta años de haber sido publicada, novela costumbrista y romántica aunque en sentido negativo, ya que el personaje, que pertenece a la clase alta, no puede tener un amor con una campesina -represión moral familiar instituida como costumbre inalienable-, a pesar del deseo y el supremo deseo inalcanzable). Novela inaugural y a la vez hecha para perdurar, para recuperar el recuerdo y el ideal, y así ser transmitida. Porque después de perder lo más importante, lo sustancial a la vida, lo que es la esencia y el sustento, vive aún una vieja llama dentro de él gracias al recuerdo. Allí, el drama desatado en “su” territorio, y el cierto paralelismo a la obra como parte incluso de su propia vida, que se confunden en ella, lo muestra por entero. Pero no sólo es eso, aunque con eso es bastante. El tono realista, resaltado en el timbre descriptivo de la naturaleza y de las personas en sus estados naturales, nos da otra significación de la novela, otra preocupación, otro derrotero que, por supuesto, no es contradictorio sino complementario, logrando una superposición de motivos temáticos.

Antes de entrar de lleno, diremos sintéticamente algunos puntos importantes en torno a la novela. Está basada en experiencias autobiográficas, es decir que hay mucho que le ha pasado al autor, directamente. Esto está expresado, más que nada en torno al escenario natural, rural, en torno a la zona conocida como valle del Cauca, pero también a lo que serán después los movimientos por toda la zona, por las sierras (el valle es una meseta entre dos cordilleras, la Cordillera Occidental y la Cordillera Central de los Andes, atravesada de sur a norte por el río Cauca, zona de plantación de caña de azúcar, café y tabaco). Es el ejemplo paradigmático, el ejemplo clásico, de una novela romántica y costumbrista, de tono elegíaco (triste y lastimoso; lastimero) que narra la historia de un romance altamente melancólico, de un amor intenso. María, el verdadero personaje central de la obra, es la auténtica expresión del ideal romántico, casto y puro. La veta costumbrista, muy común a la época referida (segunda mitad de siglo XIX), se nos ofrece en el sentimiento sobre el paisaje, haciendo que éste hable por sí mismo, como por ejemplo en los viajes por el río con los boga (de una de las tribus que hubo en la zona y que  sobrevive a pesar de todo). También tendrá una muestra social, nos hablará, y nos mostrará, la esclavitud y las formas de explotación, pero también una corriente de afinidad por nuevas ideas o por dar cumplimiento a nuevas formas de producción, más justas o menos penosas. Desde el punto de vista formal, los recursos que utiliza se tratan de buen modo. Metáforas precisas, hablar por símil o comparación, estableciendo contrastes, personificación (dar características humanas a objetos o animales), descripciones minuciosas de lugares y de personas, así como de escenarios y situaciones. El tiempo, aunque es una recreación del mismo, puesto que está contando un recuerdo de algo que ya sucedió, corre en sentido cronológico, con una secuencia lógica; nudo firme y desenlace en este caso fatal.

 

I. Niñez o Antes del viaje

 Ya desde los dos primeros capítulos nos da, en síntesis, la pauta de todo lo que va a suceder. Esos dos capítulos iniciales funcionan a modo de resumen de toda la obra, o, para decirlo de otro modo, la novela se desarrollará en el espacio de tiempo entre el primero y el segundo capítulo, entre la anunciación de ese primer amor entre Efraín y María, y la imposibilidad de consumar ese mismo amor por la muerte de María. Podemos decirlo de otra manera, incluso: el proceso de la muerte es, justamente, lo que se desarrollará en la novela, no sólo de la heroína, sino la que se expresa en la situación social -la esclavitud o la guerra-, en la política -entre liberales y conservadores-, religiosa al ser expresada en mandamientos contradictorios y ambivalentes, o la económica en una zona particular (el valle del Cauca), y con el ello el morir de toda una época y la incertidumbre de lo que vendrá.

Era niño -nos dice Jorge Isaac en su puesto de narrador- cuando lo alejaron de la casa paterna para principiar en sus estudios colegiales; o sea para que, en definitiva, dejara de ser niño y comenzara, diera comienzo, a vivir eso que se llama o es la vida de uno, lo que la integra y forma parte individual e indisociable de uno mismo, su contenido total, su verdadera identidad. Además, como premio a su conducta o como el curso y el discurso de una veleidad paterna, irá al mejor colegio de la República, en Bogotá, “famoso” en todo el país en aquel tiempo. Hay ciertos estudios críticos, y estudiosos, sobre su obra, que ubicarán con precisión el año en que se desarrolla y desenvuelve la novela, el año preciso que marca una etapa de la historia del país colombiano, en los inicios mismos de su independencia (aunque la independencia se festeja el 20 de julio, en este caso  con el Acta de la Revolución, o el Acta de Independencia de Santa Fe de 1810 que aún reconocía al rey español, recién se oficializó en 1873, y además hubo otras actas de independencia, como la que se promulgó en la ciudad de Tunje el 9 de diciembre de 1811, Mompox el 6 de agosto de 1810 y en Cartagena de Indias el 11 de noviembre de 1811, que sí buscaron una real independencia de España), es en 1851 el año en que se desarrolla la misma (la novela será publicada en 1867) por referencias más o menos obvias (el colegio se fundará ese año, por ejemplo). El personaje, ese niño, judío converso, de origen inglés (como Jorge Isaac mismo), será Efraín. María tendrá la misma condición o composición religiosa y/o racial, y antes fue nombrada como Esther, al que el padre, al morir, dejó como encargo a la familia de Efraín.

Está dejando de ser niño, hemos dicho, o ha empezado a hacerlo, cuando una de sus hermanas le dice, sin expresar “una sola palabra cariñosa” (que usará como contraste con la explicación de esa actitud y su desenvolvimiento expresivo: “los sollozos embargaban la voz” al momento de hacer la acción, y agregando datos, además, hablando en primera persona, y ubicando, de paso, que esto que leemos es un recuerdo de otros tiempos, o de algo que sucedió hace algún tiempo; le dice algo que ha de ser singular, “cortó de mi cabeza unos cabellos” (el apropiarse de algo que contuviera su esencia o tomar la personalidad del otro). Ese mechón -que será debidamente guardado, pensamos de antemano, es decir antes que suceda en el texto, porque la idea que se expresa parece tomar ese rumbo- será celosamente conservado para el recuerdo, aunque doloroso recuerdo después de todo y el único modo de comprobar su “paso por la vida”. Ya hay una hondura psicológica, desde el inicio mismo, ese llorar, ese “me dormí llorando”, como dice el personaje desde el inicio, en su tercer párrafo, y lo que viene, preconfigurando lo que vendrá y el conflicto. Un modo de decir que no será fácil lo leído (la dificultad es sentimental, puede afectar nuestros propios sentimientos en la medida que nos identifiquemos con el sentir del primer amor, o de un amor muy intenso), y no será fácil, tampoco, la escritura de la misma, parece decirnos, casi como si fuera una confesión. Experimenté, dice, “un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después”. Y enseguida hablará de María, porque es de ella de quien quiere contar la historia -suponemos por la manera que se hace presente-, pero es ella en función de él, de Efraín, al punto de que puede recordar todo lo que ha pasado y ponerlo en limpio, pasarlo en limpio, por ella: “María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrojada a la mía, helada por la primera sensación de dolor”. Esa humildad es la que tendrá todo el tiempo, y en la que se sostendrá.

Habrá de hacer el primer viaje, a la capital; habrá que partir. Y cuando vuelve la vista, antes de perder por completo esa posible y última visión posible, dándole la vuelta “a una de las colinas de la   vereda”, y más precisamente a esa en particular, “en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados”, -quizá porque ese era el límite, o al menos el límite de lo visible (lo demás eran intuido); lo que estaba más allá era otra cosa, el fin del valle, lo inseguro, el miedo o el temor a lo incierto-, cuando vuelva la vista verá a María “bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre”. (Los “viajeros deseados” no es más que el deseo de aventura de Efraín pero también de todos quienes viven en la zona, lo que hay más allá siempre inquiere nuestra curiosidad.)

En el segundo capítulo, prontamente iniciará informándonos con puntualidad: “Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle”. Y surgirá el deseo, aún sin saberlo del todo, de María. “Cuando en un salón de baile inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras de sí esencias desconocidas, entonces caemos en una postración celestial”, dirá expresivamente y como una fijación, quizá obsesiva, por el amor, o por ese sentimiento recuperado del amor. Volverá a esa visión de la casa, la última, que lo persigue hasta en sueños (y donde está ella), “Antes de ponerse el sol ya había visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres”, que es un claro ejemplo del uso metafórico (y barroco) narrativo, y finalmente evidencia con seguridad: “Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía a las hermanas que había dejado niñas, María estaba de pie ante mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún al sonreír a mi primera impresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna”. Podrán decir que ya no se escribe así, con tantas vueltas, pero el autor nos va deslizando varias ideas que serán trabajadas durante el texto. Y lo primero será la descripción del objeto de su amor, al modo del romanticismo.

Nos dice, con poesía: “...sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron solo un instante el arco simétrico de su linda dentadura. Llevaba... la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual solo se descubría parte del corpiño y de la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura le ocultaba el seno hasta la base de la garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina”. Esa calidad de reina es la que, para él, tendrá su amada. Para establecer contrastes, de modo de reafirmar la visión anterior, nos da una imagen cotidiana de los esclavos: “Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padre Nuestro, y sus amos completamos la oración” (ese “completamos” lo incluye a él como amo) (la esclavitud se abolió oficialmente el 1 de enero de 1852, eso es otro dato que permite ubicar el tiempo “real” de la novela). Y María, a pesar de los cambios físicos sufridos, sigue siendo la misma: al tomarle la mano dirá que “abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael” (las “vírgenes” que pinta Rafael, muchas de las cuales están acompañadas de niños o bebés de pecho, son, cuando menos, angelicales y, obviamente, puras).

Efraín reiniciará el viaje, esta vez irá a Europa, porque ha de ser médico (pero no podrá curar su propia herida) por una decisión paterna que adquiere un carácter de irrevocable e impostergable: “me manifestó casi con pesar que se veía en el caso de sacrificar su bienestar a favor mío, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina”. Esa notificación del viaje, que lo separará de María, lo dejará con cierta tristeza. Y una vez en su cuarto, puede ver más claro. “Allí estaban las flores recogidas por ella para mí. Las ajé con mis besos; quise aspirar de una vez todos sus aromas, buscando en ellos los de los vestidos de María; bañélas con mis lágrimas... ¡Ah! ¡Los que no habéis llorado de felicidad así, llorad de desesperación si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar ya!”, y esto es central, porque a pesar de todo lo que pueda pasar después, lo bueno o lo malo, ese es el momento para amar y ser amada, el momento y la intensidad, de cuando un amor lo es todo, absolutamente, y no importa para nada lo que suceda después. Esos son amores que se concentran en sí mismos, se bastan mutuamente y giran uno en torno a la órbita del otro, como si fueran dos planetas con la misma fuerza de atracción de gravedad. Es la felicidad, muchas veces dolorosa, del amor. Y ese objeto (literario) del deseo, esa María que apenas ha ido dejando de ser niña, tiene una historia, de abandono por circunstancias de la muerte. Primero será el padre, Salomón, quien es primo y amigo del padre de Efraín: “Después de algunos años de separación volvieron a verse, pues, los dos amigos. Ya era viudo Salomón. Sara, su esposa, le había dejado una niña, que tenía a la sazón tres años. Mi padre lo encontró desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces su nueva religión (también es judío converso) le dio consuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los parientes para salvarlo. Instó a Salomón para que le diera su hija, a fin de educarla a nuestro lado, y se atrevió a proponerle que la haría cristiana”, y a esto acepta el padre.

A pesar de que es un poco extenso, quiero transcribir un párrafo que considero fundamental, donde explica el asunto religioso (y moral) de la situación dada. Habla el padre de María: “Es  verdad que solamente mi hija me ha impedido emprender un viaje a la India, que mejoraría mi espíritu y remediaría mi pobreza; también ha sido ella mi único consuelo después de la muerte de Sara; pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre. Si el cristianismo da en las desgracias supremas el alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi hija dejándola judía. No lo digas a nuestros parientes; pero cuando llegue a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester por el de María. Esto decía el infeliz impresionado profundamente”. Hay que recordar que la Inquisición fue abolida por España en 1834, y aún se veía con malos ojos a los que tenían sangre judía. Pero lo esencial es que Salomón le deja la hija por la penuria económica y por estar devastado emocionalmente tras la pérdida de su esposa. Efraín la conocerá tras el viaje de su padre: “Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente”. Cuatro años después se enteran, mediante una carta de Kingston,  de la muerte del padre de María, y el padre de Efraín, con dolor, expresa lo que es un resumen exquisito de la vida de Salomón: “Sus cenizas debían descansar en tierra extraña, sin que los vientos del océano, en cuyas playas retozó siendo niño, cuya inmensidad cruzó joven y ardiente, vengan a barrer sobre la losa de su sepulcro las flores secas de los aromos y el polvo de los años”. Es la muerte, pero también la soledad, la de quien muere pero también la de quien queda vivo. En ese momento, ella “tenía siete años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, suelta y jugueteando sobre su cintura fina y movible; los ojos parleros, el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces: tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna...”, como si fuera una hermana menor, y es por eso que duda (aunque el parentesco sea lejano, o aunque algo de locura se filtra en esa supuesta hermandad.

El comienzo del viaje será descrito con detalle exquisito: “Los resplandores que delineaban hacia el Oriente las cúspides de la cordillera central, doraban en semicírculos sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas de las otras para alejarse y desaparecer. Las verdes pampas y bosques frondosos del valle, se veían como al través de un vidrio azulado, y en medio de ellos algunas cabañas blancas, humaredas de los montes recién quemados elevándose en espiral y alguna vez las revueltas de un río. La cordillera de Occidente, con sus pliegues y senos, semejaba mantos de terciopelo azul oscuro suspendido de sus centros por manos de genios velados por las nieblas. Al frente de mi ventana, los rosales y follajes de los árboles del huerto parecían temer las primeras brisas que vendrían a derramar el rocío que brillaba en sus hojas y flores. Todo me pareció triste”. Esa tristeza, esa melancolía, ejemplo de narración costumbrista y sentimiento del paisaje (lo que sugiere es el mismo estado de ánimo que tiene el personaje, le es trasvasado), es la de una huida, en este caso hacia adelante, porque es el porvenir, el futuro (su futuro de médico) lo que va a buscar, quizá sin saber que en esa búsqueda podrá perder todo o parte de su pasado. La descripción de ese momento continúa así: “...Las garzas abandonaban sus dormideros, formando en su vuelo líneas ondulantes que plateaba el sol, como cintas abandonadas al capricho del viento. Bandadas numerosas de loros se levantaban de los guaduales (especie de bambú muy alto y grueso) para dirigirse a los maizales vecinos, y el diostedé saludaba el día con su canto triste y monótono desde el corazón de la sierra”. La palabra “abandono”, dos veces en este párrafo, designan la característica con la que se siente el personaje: se abandona a la contemplación de su terruño, de modo de tener una memoria visual que lo acompañe en su peregrinar, y se abandona también a la suerte, a que sea lo que Dios quiera, a abandonar todo lo que quiere pero sólo porque no hay más remedio, porque el destino -sea lo que sea éste- así lo quiso. El canto triste del pájaro de nombre tan curioso, diostedé (ave del orden de las trepadoras, que tiene el pico de gran tamaño, amarillo, con rayas negras y plumaje negro con manchas amarillas), es su propio canto. Estos ejemplos denotan una especie de barroquismo como desarrollaría Alejo Carpentier (en Los pasos perdidos, por ejemplo), un barroco costumbrista y sobrecargado de metáforas y adjetivación, además de una personificación de las cosas, hasta establecer un estado de ánimo en los objetos. Veamos, dice: “¿Qué había allí de María en las sombras húmedas, en la brisa que movía los follajes, en el rumor del río?”, y él mismo se contesta: “Era que veía el Edén pero faltaba ella”, porque es claro que para Efraín no hay nada más excelso, y perfecto, que María y su amor por ella, pero también el amor tranquilo (y puro e inocente) de María para con él: “Entonces, yo recogeré todos los días las flores más lindas”, que serán para él, como un tributo al amor.

Ese formidable amor tranquilo, las dudas y las reacciones irritables de Efraín, tendrá su contrapeso (¿para equilibrar la balanza?) en lo que, es obvio, sucederá (porque si no para qué todas las páginas que faltan). Y algo ha sucedido, es inevitable, ya hay una voz de alarma, aunque sea una voz retrospectiva que, por el lugar que se le da en el texto, en la primera parte, capítulo XII, manifiesta nuevamente la singularidad de todo el suceso (que es la de la novela) : “y su acento, sin dejar de tener aquella música que le era peculiar, se hacía lento y profundo al pronunciar palabras suavemente articuladas, que en vano probaría yo a recordar hoy: porque no he vuelto a oírlas, porque pronunciadas por otros labios no son las mismas, y escritas en estas páginas parecerían sin sentido. Pertenecen a otro idioma, del cual hace algunos años no viene a mi memoria ni una frase”. La primera parte de esa frase nos habla de algo que podríamos catalogar casi de mágico, ella habla de una forma exquisita, dulce, perfecta; y en la segunda parte nos previene que nunca, nunca, nunca más ha vuelto a oír esas palabras, y la entonación, la sugestión, el arrullo de su voz. Hasta es probable, entonces, que nunca más vuelva a oírlas. Porque las palabras del amor, que a veces trasladadas literalmente puedan ser triviales, en el momento mismo en que son dichas, siendo la situación propicia y siendo el estado del corazón adecuado, lo pueden todo, transforman la vida.

Y luego, siguen los anuncios, aunque todavía por elipses.  “Una tarde, tarde como las de mi país, engalanada con nubes color violeta y lampos de oro pálido, bella como María, bella y transitoria como fue esta para mí...” leen el episodio de Atala, donde ella y su hermana “oían brotar de mis labios toda aquella melancolía aglomerada por el poeta para «hacer llorar al mundo»”, y aún  dirá, entonces, “Mi alma y la de María, no sólo estaban conmovidas por esa lectura: estaban abrumadas por el presentimiento”, y ese presentimiento lo tenemos por peligroso y abrumador. Y será cierto, porque tres días después su hermana le refiere que María “había sufrido un ataque nervioso” y de pronto la palabra terrible de su enfermedad nos enseña la misericordia, y, sobre todo, la triste serenidad del alma de Efraín ante la certeza de que su amada morirá joven. Es la epilepsia, en su caso hereditaria, ya que su madre padeció (y murió por) el mismo mal. Si algo asombra, es esa serenidad que embarga el alma de nuestro héroe, aún sabiendo que ella morirá (en esa época no existía tratamiento eficaz contra la enfermedad). Y a pesar de que ella se restablece casi completamente, y de seguir un régimen “para evitar la repetición del acceso”, cosa que hace sentir un “alivio indecible” a Efraín “al oírle (al médico) asegurar que no había peligro alguno”, él sabe, en su fuero íntimo, que María terminará su existencia en alguno de esos accesos. Mientras tanto, él redobla el cariño del que hasta entonces le había profesado.

Restablecido el orden natural de las cosas, Efraín ayuda al padre y continúa relacionándose con María, recibe visitas de vecinos y hace, a su vez, visitas. Justamente en una visita a Emigdio, honrado y campechano amigo, ve a un negrito “medio desnudo, pasa monas (quiere decir de color rubio o bermejo), con un brazo seco y lleno de cicatrices”. Le pregunta qué le ha pasado, y éste le refiere un accidente al meter caña al trapiche (el trapiche es una especie de molino para extraer el jugo, en este caso de la caña de azúcar), y hace el siguiente comentario, síntesis del pensamiento esclavista que ve en los negros (así como con los indígenas) a algo menos que humanos: “No sirve ya sino para cuidar los caballos”. Un momento antes, Emigdio da la ración a los negros, como se le da ración a los animales. Pero ese trato era lo común en esa época, y al ser puesto de manifiesto nos hace entender que el escritor, al modo liberal, estaba en contra de la esclavitud, aunque no lo dice abiertamente (teme por acciones legales o personales en su contra).

El sigue aferrado a ese amor, y cada muestra de devoción completa aumentará la calidad de ese amor, y será mayor su arrobamiento. Todo se verá distinto, “en su sonrisa había tanta dulzura -dice en una de las ocasiones en que charlan entre ellos- y tan amorosa languidez en su mirada, que ya había ella desaparecido y aún la veía mi alma”; todo será profundo e imprimirá una sensación perdurable que se adhiere a todo su ser. Todo será auténtico, y real.

Allá por la página 82, tenemos un ejemplo absoluto de personificación animal. Se trata de la cacería de un tigre que andaba haciendo estragos por la zona. La cabeza del animal queda, como exhibiéndose, en el comedor. Dice: “Paróse al ver la cabeza; erizado el cogote y espinazo, dio un cauto rodeo para acercarse al fin a olfatearla. Recorrió la casa a galope, y volviendo al comedor se puso a aullar: no me hallaba, y acaso le avisaba su instinto que yo había corrido peligro”. Si bien la reacción es la de un animal, la última parte de la frase adquiere otra dimensión, ya que pone, en ese aullido, la desesperación del perro por la falta de su dueño. Todo ese tiempo, hasta que él deba partir, es de visitas y experiencias alrededor de donde vive, todo lo que conforma ese valle. Un poco más adelante uno de sus amigos del colegio, Carlos, pretenderá a María, y Efraín no podrá negarse a su flirteo, advertido por su padre que la decisión está en otras manos.

Veamos la descripción que hace de él. “Durante ese tiempo sus patillas habían mejorado y la negrura de ellas hacía contraste con sus mejillas sonrosadas; su boca conservaba la frescura que siempre la había hecho admirable; la cabellera, abundante y medio crespa, sombreaba su tersa frente, de ordinario serena como la de un rostro de porcelana. Decididamente era un buen mozo”. Nada hará en contra de este pretendido pretendiente porque sabe ya, está seguro por ciertos indicios, que ella y él están hechos el uno para el otro, y por ello debe alejarse un poco de ella, darle espacio, para que ella decida libremente.

Pero basta verla, aunque más no fuera un instante, para sentirse prendado hasta la locura: “Estaba más bella que nunca, así ligeramente pálida. Llevaba un traje de gasa negra profusamente salpicado de uvillas azules, cuya falda, cayendo desde la cintura en numerosísimos pliegues, susurraba, cuando ella andaba, tan quedo como las brisas de la noche en los rosales de mi ventana”.

¿Cuánto ha cambiado el mundo desde entonces? Es decir, desde 1850 aproximadamente en que fue escrita esta novela fermental. ¿El amor, como sentimiento, es otro? La educación, y su importancia, ¿ha decrecido, o ha aumentado? “Seis años ha vivido como estudiante, y le faltan por vivir así (de buena manera, casi como un rey, sin faltarle nada gracias al padre y a su posición social) otros cinco años cuando menos”. Además, y como hecho curioso, la negativa de María a la pretensión de Carlos, hace que Efraín no advierta ahora la belleza de la naturaleza circundante, de esto puede deducirse que la belleza, o la fealdad, de la naturaleza es inherente a lo humano, es ajeno a él, pero sólo por sus ojos se ve y se aprecia. “Era pintoresco el sitio; pero decididamente Carlos veía en él, menos que en cualquiera otro, la hermosura de los árboles y los bejucos florecidos que se bañaban en la espuma, como guirnaldas desatadas por el viento”; y por contraste, nos ofrece esta visión de la plenitud: “El sol, al acabar de ocultarse, teñía las colinas, los bosques y las corrientes con resplandores color de topacio, con esa luz apacible y misteriosa que llaman los campesinos “el sol de los venados”, sin duda porque a tal hora salen estos habitantes de las espesuras a buscar pastos en los pajonales de las altas cuchillas o al pie de los magüeyes que crecen entre las grietas de los peñascos”. Pero al final él se sincera con Carlos y le cuenta de ese amor irrestricto y de la enfermedad de su amada. Y muestra su determinación a toda prueba, a pesar de la pregunta que, como un disparo al corazón, le hace su amigo: “¿Y vas a pasar quizá la mitad de tu vida sentado sobre su tumba? Esas palabras lo hacen estremecer pero no de espanto, sino de dolor.

II. Adolescencia o La preparación

En esos diálogos permanentes entre los dos enamorados, hay momentos de suma poesía. Veamos dos de ellos: “Entonces sus ojos, adormecidos con el sueño del alma, no huían de los míos”. Esto viene del tiempo de la mutua y general esperanza y confianza en sí mismos. O este otro: “hasta que vinieron los días en que se mezclaron tantas veces nuestras lágrimas”, eso por la inminente partida que llegará cuando menos lo piensen, ya que el tiempo parecerá ir más de prisa, como si todo pudiese ocurrir de modo que ya otra vez Efraín esté aquí, nuevamente, ya convertido en médico, y dispuesto, ahora sí, al amor. Como debería ser, y como -ya lo sabemos- no podrá ser.

Sin querer abusar de ustedes, quisiera citar un párrafo, algo extenso, que es una especie de resumen de la historia de una vida a nivel de las sensaciones. Sensaciones verdaderamente auténticas, sentida, hasta el momento, por el propio personaje como si fuera una persona y sintiera realmente, en su propia piel; un resumen de la adolescencia deleitándose involuntariamente en las “castas visiones de amor”. Dice: “Aquellos momentos de olvido de mí mismo, cuando mi pensamiento se cernía sobre regiones que casi me eran desconocidas, momentos en que las palomas que estaban a la sombra de los naranjos agobiados de sus racimos de oro se arrullaban amorosas; cuando la voz de María, arrullo más dulce aún, llegaba a mis oídos, tenía un encanto inefable. La infancia, que en su insaciable curiosidad se asombra de cuanto la naturaleza ofrece de raro a sus miradas; la adolescencia, que adivinándolo todo se deleita involuntariamente con castas visiones de amor, presentimiento de una felicidad tantas veces esperada en vano; solo ellas saben traer aquellas horas no medidas, en las que el alma parece esforzarse por volver al cielo que aún no ha podido olvidar”. Y aclara, por si es necesario: “No eran las ramas de los rosales, a los que las olas del arroyo robaban leves pétalos para engalanarse fugitivas; no el vuelo majestuoso de las águilas negras sobre las cimas cercanas; no era eso lo veían mis ojos: era lo que ya no veré más... el mundo, como Adán pudo verlo en la primera mañana de su vida”, quizá porque Efraín ha comprendido, de un modo intuitivo, que después de María (de su probable muerte) nada será igual, ni él ni el mundo.

La felicidad de Braulio y Tránsito, que pronto habrán de casarse, entristece a María, porque sabe que pronto han de separarse. “Se iban apagando los arreboles que al ocultarse el sol había dejado sobre las sierras de Occidente; la luna, levantándose a nuestra espalda sobre las montañas de las que nos alejábamos, proyectaba las inquietas sombras de los sauces y enredaderas del comedor en los muros pálidamente iluminados”. Ese párrafo se complementa en éste: “Yo espiaba el rostro de María sin que ella lo notase, buscando los síntomas de su mal, a los cuales precedía siempre aquella melancolía que de súbito se había apoderado de ella”. Ambos párrafos refieren a una misma causa, la descripción primera es melancólica, casi nostálgica, y se relaciona con ese sentimiento en que cae ella, de pronto, como antesala de una nueva crisis de la enfermedad. Es por ello que Efraín sabe que todo lo que ha vivido no volverá más, salvo en el recuerdo: “Ya no volveré a admirar aquellos cantos, a respirar aquellos aromas, a contemplar aquellos paisajes llenos de luz, como en los días alegres de mi infancia y en los hermosos de mi adolescencia”.

No podrá faltar, contado por ella, por supuesto, el pájaro de mal agüero, el cuervo (al estilo Allan Poe): “Abrí la puerta y vi posada sobre una de las hojas de la ventana, que agitaba el viento, un ave negra y de tamaño como el de una paloma muy grande; dio un chillido que yo no había oído nunca, pareció encandilarse un momento con la luz que yo tenía en la mano, y la apagó pasando sobre mi cabeza a tiempo que iba a huir espantada”. Y luego sueña algo relacionado con esta imagen, pero no le dirá nada a él. Además, para que las cosas tengan su correspondencia, esto sucede a la misma hora en que él, Efraín, y su padre, leen una carta malhabida (que le anuncia pérdidas económicas, embustes de embusteros que se aprovechan de la bonhomía del padre), e incluso dice que “el ave negra era la misma que me había azotado las sienes durante la tempestad de la noche en que a María le repitió el acceso; la misma que, sobrecogido, había oído zumbar ya algunas veces sobre mi cabeza al esconderse el sol”, como si pudiese ser una y la misma, y algo más que un mero símbolo de la desgracia. Este embuste hace presa del padre, lo enferma, sufre de alta fiebre y delirios, quedando al borde mismo de la muerte o de la locura (que ya no se sabe qué es peor). Y a pesar de ello, nada podrá torcer la decisión tomada anteriormente del viaje a Europa.

“Descendí a las anchas vegas del río, donde acercándose a las llanuras es menos impetuoso: formando majestuosas curvas, al principio por en medio de colinas pulcramente alfombradas, de las que ruedan a unírsele torrentes espumosos, sigue luego acariciando los follajes de los carboneros y guayabales de la orilla, para ocultarse después bajo las últimas cintas montañosas, donde parece decir en murmullos sus últimos adioses a la soledad; y al fin, lejos, muy lejos, en la pampa azul, donde en aquel momento el sol, al esconderse, tornasolaba de púrpura y oro su raudal undoso” (que se mueve haciendo olas). Hay aquí poesía, sin duda, pero también “suena” como una despedida, hay allí tristeza y soledad. Y después de ese paseo es que habla con su padre, ya repuesto, y le pide que olvide el viaje y que lo deje ayudarle en la hacienda, pero su resolución “es irrevocable”.

El papel del médico que aparece en la novela, Mayn, citado con tanta insistencia (y urgencia), un oficio altamente valorado en la época, y que le confiere un destacado papel social en la sociedad colombiana y en general durante dicha época, hacen que él estudie, a petición del padre, justamente, medicina, como una oportunidad para que él se desarrolle pero también para ascender en la posición social, como si nos dijera que la hacienda podrá seguir marchando por su propia cuenta pero que es necesario, para el mundo del futuro (ese que será su hijo y los que hipotéticamente vendrán después), ese tipo de profesiones.

“La noche continuaba serena: los rosales inmóviles; en las copas de los árboles cercanos no se percibía un susurro, y solamente los sollozos del río turbaban aquella calma y silencio imponentes. Sobre los ropajes turquíes de las montañas blanqueaban algunas nubes desgarradas, como chales de gasa níveo que el viento hiciese ondear sobre la falda azul de una odalisca, y la bóveda diáfana del cielo se arqueaba sobre aquellas cumbres sin nombre, semejante a una urna convexa de cristal azulado incrustada de diamantes”. He aquí para destacar el río sollozando que “turbaban aquella calma” (la suya) y la mención de una urna con cierto lujo por los diamantes. Hasta en la más mínima existencia de las cosas está presente su temor a perderla, en una misma semejanza y poesía del movimiento incesante de las sencillas sensaciones recibidas. Y sobre todo la promesa, que ha de ser que, a la vuelta, y para siempre, “me ames siempre así”, como dice y sueña ella, tratando de que cuando se vaya se pueda ir lo más contento posible, que no sea la tristeza lo que le acompañe, sino la esperanza y la alegría del reencuentro.

Si es que puede haber un manifiesto del romanticismo, que en sí representa el individualismo, la libertad de creación y la expresión artística (más allá del Prefacio de Cromwell, de Víctor Hugo, verdadero manifiesto romántico donde plantea tres fases de la historia de las letras que obedecían al siguiente orden: 1) la oda que vive de lo ideal, 2) la epopeya de lo grandioso y 3) el drama de lo real; cuyos representantes son la Biblia, Homero y Shakespeare, respectivamente, o, para decirlo de otro modo: la verdad que se opone a la mentira, lo bello a lo grotesco y Dios al individuo), podría estar en el siguiente párrafo, extraído de la historia que cuenta sobre el origen de Feliciana, la esclava que tantas veces hiciera dormir a María y que es contada por ella misma (aquejada de hepatitis): “El rayo que rasga las nubes y cayendo sobre la copa del baobab lo despedaza, como tu planta deshace una de sus flores secas; las estrellas que, como las ágatas y perlas que bordan tus mantos de calín (?), tachonan el cielo; la luna, que te place contemplar en la soledad dejándote aprisionar entre mis manos; el sol que bruñó tu tez de azabache y da luz a tus ojos, el sol ante el cual el fuego de nuestros sacrificios es menor que el brillo de una luciérnaga; todas son obras de un solo Dios. Él no quiere que ame a otra mujer que a ti; él manda que te ame como a mí mismo; él quiere que yo ría si ríes, que llore si lloras, y que, en cambio de tus caricias, te defienda como a mi propia vida; que si mueres llore yo sobre tu tumba hasta que vaya a juntarme contigo más allá de las estrellas, donde me esperarás”.

En medio, como si hiciera falta o si fuera necesario, nos cuenta un “cuento africano” que, como en un espejo, es un relato sobre el amor y la separación a que se ven sujetos los padres de esa esclava moribunda, Sinar y Nay, pero también un alegato contra la esclavitud. El personaje de Feliciana opera como si hubiera sido una nana y su partida de este mundo un elemento de suma tristeza para los personajes. Dirá, en la página 190 y 191: “Eran las cinco de la tarde cuando hice que alejaran a Juan Angel del lecho de su madre. Aquellos ojos que tan hermosos habían sido, giraban amarillentos y ya sin luz en las órbitas ahuecadas; la nariz se le había perfilado; los labios, graciosos aunque ligeramente gruesos, retostados ahora por la fiebre, dejaban ver los dientes que ya no humedecían; con las manos crispadas y yertas sostenía sobre el pecho un crucifijo y se esforzaba en vano por pronunciar el nombre de Jesús, que yo (Efraín) le repetía, nombre del único que podía devolverle a su esposo” (vendido como esclavo en lugar desconocido). Y luego dirá que “hacía una hora que había anochecido cuando expiró”.

En todo el relato hay mucha inocencia de los personajes principales, hay poca o nula presencia de pensamientos ofensivos, incapacidad de odiar. Hay momentos en que nada de lo que pueda parecer que algo ha salido fuera de lo que viene siendo el “cauce principal” en el que sucede uno tras otro desastre, pueda esquivar el golpe que le será dado -y que siempre estuvo reservado para él-. Es el destino, fijado de antemano, así como, según cuenta, la salvación del venadito de morir tiene su contraparte en la muerte de la venado madre; el que impide, con su acción, que el venadito pueda ser alcanzado por una bala de escopeta -saca la bala-, es la misma acción que matará a su madre; de esa dualidad nace el infortunio.

El lenguaje es coloquial, costumbrista, como muestra este diálogo:

-Dios me lo guarde, compadrito -me dijo el viejo cuando estuvo cerca-. Si no me empecino a gritarle se me escabulle.

-A su casa iba, compadre

-No me lo diga. ¡Y yo que por poco no salgo de estas selvas, dándome forma de topar esa maneta indina que ya se volvió a horrar! (pág. 207)

Como es una novela romántica, nos presenta otras situaciones similares, parejas a punto de casarse o en esas tentativas del amor: Tiburcio y Salomé, Tránsito y Braulio (este es un amigo baqueano de Efraín, que será un apoyo hasta el final), un hermano de este último y una tal Lucía. Todos estos “casos”, que tienen un final feliz, es lo que debería ocurrir para esta relación tan particular entre Efraín y María, y funciona aquí como muestra de lo que podría ser la recompensa para Efraín si la enfermedad, y luego la muerte, no se entrometiera en el camino. En esa relación tan intensa, ella está pendiente de cuáles puedan ser las “necesidades” de él, y de satisfacerlo en lo posible o, en el peor de los casos reparar con afecto lo que ha sido dañado involuntariamente por el tiempo, por el vacío o la falta momentánea (y lo contrario a efectuar una aproximación única, una apropiación suya solamente, más bien ayudando para que su presencia estuviera donde otros necesitaban de su ayuda o consejo): “Temía ella siempre que mi hermana y mi madre pudiesen creerla causa de que se entibiase mi afecto hacia los dos, y procuraba recompensarles con el suyo lo que del mío les había quitado” (pág. 226).

“Los rayos lívidos del sol, que se ocultaba tras las montañas de Mulaló, medio esbozado por nubes cenicientas fileteadas de oro, jugaban con las luengas sombras de los sauces, cuyos verdes penachos acariciaba el viento”, (pág. 227) es otro trozo de la poesía lánguida de la naturaleza o bien inspirada en ella y que nos trasluce el estado de ánimo del personaje.

Hay unas líneas, dichas por ella, que bien podría ser el nudo de la novela, el conflicto principal: “Dime, dime qué debo hacer para que estos años pasen. Tú durante ellos no vas a estar viendo todo esto. Dedicado al estudio, viendo países nuevos, olvidarás muchas cosas horas enteras; y yo nada podré olvidar... Me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme”. La queja de ella no es a que tenga que esperarlo, lo haría con gusto si vuelve pronto, pero cree que él podrá ir olvidándola al  ver cosas nuevas. Pero claro, todo sucederá porque así tiene que ser, como ha sido convenientemente anunciado. Quizá uno pueda estar tentado a que algo distinto suceda y salve a la pareja. Por eso su retirada es tan dolorosa: “Mi corazón iba dando un adiós a cada uno de estos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba”, casi como si nunca más los pudiera ver, y verdaderamente nunca más los podrá ver con esos ojos. Habrá que olvidarse de todo, o hacer que se olvida, como modo de seguir: “Si las que derramo aún (las lágrimas), al recordar los días que precedieron a mi viaje, pudieran servir para mojar mi pluma al historiarlos; si fuera posible a mi mente, tan sólo por una vez, por un instante siquiera, sorprender a mi corazón todo lo doloroso de su secreto para revelarlo, las líneas que voy a trazar serían bellas para los que mucho han llorado, pero acaso funestas para mí”, señala, y luego precisa la definición: “No nos es dable deleitarnos por siempre con un pesar amado; como las de dolor, las horas de placer se van” (pág. 236). Y luego, o antes, en la proximidad del viaje, la retrospectiva: “porque así volvía a verla tan bella y ruborosa como en las primeras tardes de nuestros paseos después de mi regreso (del colegio); pensativa y callada, como solía quedarse cuando le hacía mis primeras confidencias, en las cuales casi nada se habían dicho nuestros labios y tanto nuestras miradas y sonrisas; confiándome con voz queda y temblorosa los secretos infantiles de su castísimo amor; menos tímidos al fin sus ojos ante los míos para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía...” (pág. 237).

La despedida entre ellos, entonces, será altamente emotiva (y lacrimosa): “Sobre el altar irradiaban su resplandor amarillento dos luces. María, sentada en la alfombra, sobre la cual resaltaba el blanco de su ropaje, dio un débil grito al sentirme, volviendo a dejar caer la cabeza destrenzada sobre el asiento en que la tenía reclinada cuando entré. Ocultándome así el rostro, alzó la mano derecha para que yo la tomase; medio arrodillado la bañé en lágrimas y la cubrí de caricias, mas al ponerme en pie, como temerosa de que me alejase ya, se levantó de súbito para asirse sollozante de mi cuello” (pag. 238), y agrega, como síntesis del impacto que él ha recibido, de una forma contundente: “Mi corazón había guardado para aquel momento casi todas sus penas”. Por lo menos las más importantes, agregaría.

III.- Juventud o El retorno de la huida

Dos semanas después de haber llegado a Londres, recibe correspondencia de la familia. Entre ellas una carta de María, a la que se apresura a oler el perfume “demasiado conocido para mí de la mano que la había escrito”. Uno de los fragmentos más significativos dice: “Todo está como lo dejaste, porque mamá y yo hemos querido que esté así. Las últimas flores que puse en tu mesa han ido cayendo marchitas ya en el fondo del florero; ya no se ve una sola (el paso del tiempo); los asientos en los mismos sitios; los libros como estaban, y abierto sobre la mesa el último en que leíste; tu traje de caza donde lo colgaste al volver de la montaña la última vez; el almanaque del estante mostrando siempre ese 30 de enero ¡ay! tan temido, tan espantoso, ¡y ya pasado! Ahora mismo las ramas florecidas de los rosales de tu ventana entran como a buscarte y tiemblan al abrazarlas yo diciéndoles que volverás”. Todo permanece quieto, en suspenso, para no alterar nada y que a su regreso todo esté en su lugar. Quizá lo único que no puede permanecer ajeno al paso del tiempo son las flores, que tienen su propio ciclo vital. Y las flores son, en esta novela, casi como si fueran un personaje, por la importancia que tienen, así como ella recoge las más hermosas para ponerlas en el cuarto de él, la fragancia de esas flores se identifican con ella, al punto de ser casi lo mismo. Si tenemos en cuenta un aspecto sicológico (o psicoanalítico), la flor podemos asociarla al amor pero también a la virginidad (lo contrario es la desfloración, justamente), y con ello puede estarnos diciendo que ella esperará a que él vuelva y se casen, todo según las normas religiosas de ambos. Pero en esa carta (y sospechamos que también en las otras cartas que escribirá) María exige una prueba constante del amor, o una prueba de la constancia de su amor: “Pero después de tu llegada a Londres vas a contármelo todo: me describirás minuciosamente tu habitación, sus muebles, sus adornos; me dirás qué haces todos los días, cómo pasas las noches, a qué horas estudias, en cuáles descansas, cómo son tus paseos y en qué ratos piensas más en tu María”. Esa exigencia es doble, por un lado el hecho de que le escriba contándole esas cosas es para satisfacer su propia curiosidad, pero también para que le escriba a ella, que no la olvide, que mantenga un contacto más allá del océano que hay entre ellos.

Otra muestra, extensa pero precisa, de personificación animal (en este caso de la tristeza): “Ni Mayo (el perro) te olvida. Al día siguiente de tu marcha recorría desesperado la casa y el huerto buscándote. Se fue a la montaña, y a la oración, cuando volvió, se puso a aullar sentado en el cerrito de la subida. Lo vi después acostado a la puerta de tu cuarto; se la abrí y entró lleno de gusto; pero no encontrándote después de haber husmeado por todas partes, se me acercó otra vez triste, y parecía preguntarme por ti con los ojos, a los que sólo les faltaba llorar, y al nombrarte yo levantó la cabeza como si fuera a verte entrar. ¡Pobre! Se figura que te escondes de él como hacías algunas veces para impacientarlo, y entra a todos los cuartos andando paso a paso y sin hacer el menor ruido, esperando sorprenderte”. Por traslación ella también deambulará por los cuartos y hasta es posible que encuentre referencias suyas en los más recónditos lugares y esto hará vibrar sus cuerdas íntimas.

Pasará el tiempo hasta que poco más de un año después recibe una carta de María que revela la dura verdad de las cosas: “Vente, ven pronto, o me moriré sin decirte adiós. Al fin me consienten que te confiese la verdad: hace un año que me mata, hora por hora, esta enfermedad de que la dicha me curó por unos días. Si no se hubiera interrumpido esta felicidad, habría vivido para ti”. Es la única ocasión en que parece deslizarse una recriminación, ya que al haberse apartado de ella pareciera desencadenarse el proceso de su enfermedad. Efraín parte dos horas después de haber leído esto, ya que sabe que, quizá, la única posibilidad de salvación está en su regreso. “Mi padre decía lo que yo había sabido ya demasiado cruelmente. Los médicos tenían solo una esperanza de salvar a María: la que les hacía conservar mi regreso. Ante esa necesidad mi padre no vacilaba: ordenaba mi marcha precipitada, y se disculpaba por no haberla dispuesto antes”. Y como un aviso (al que nos tiene acostumbrados), dice: “La luna, grande y en su plenitud, descendía ya al ocaso, y al aparecer bajo las negras nubes que la habían ocultad, bañó las selvas distantes, los manglares de la ribera y la mar tersa y callada con resplandores trémulos y rojizos, como los que esparcen los blandones de un féretro sobre el pavimento de mármol y los muros de una sala mortuoria”. Féretro, mármol, sala mortuoria: elementos de su pensamiento; aviso de la muerte inminente.

Y en esa carrera para intentar detener lo que ya nada podrá detener, yendo río arriba con dos bogas, hay tiempo todavía para el bunde (elemento costumbrista), ritmo musical ancestral propio de los nativos de América, en especial del Chocó colombiano (el bunde tiene carácter de canción lúdica y difiere, en grado menor, de la forma de canto empleado en los velorios de los niños. Es, por tanto, una expresión de los ritos fúnebres). Este canto tiene algo de los cantos de los negros en Ecué-yamba-ó, y dice de él: “Aquel cantar armonizaba dolorosamente con la naturaleza que nos rodeaba; los tardos ecos de esas selvas inmensas repetían sus acentos quejumbrosos, lentos y profundos”. También en Guimaraes Rosa, en su obra Gran Sertão, Veredas, parece haber un eco similar, como cuando Jorge Isaac dice, en la página 252: “De allí para adelante las selvas de las riberas fueron ganando en majestad y galanura: los grupos de palmeras se hicieron más frecuentes; veíase la pambil de recta columna manchada de púrpura; la milpesos frondosa, brindando en sus raíces el delicioso fruto; la chontadura y la gualte; distinguiéndose entre todas las chonta de flexible tallo e inquieto plumaje, por aquello de coqueto y virginal que recuerda talles seductores y esquivos. Las más con sus racimos medio defendidos aún por la concha que los había abrigado, todas con sus penachos color de oro, parecían con sus rumores dar la bienvenida a un amigo  no olvidado. Pero aún faltaban allí las bejucadas, de rojos festones; las trepadoras, de frágiles y lindas flores; las sedosas larvas y los aterciopelados musgos de los peñascos. El naguare y el piáunde, como reyes de la selva, empinaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto: la mar lejana”.

Se va acercando hacia el destino, y por más prisa que haya aún debe cumplir algunas etapas: “Bastábanme ya cinco días de viaje para volver a tenerla en mis brazos y devolverle toda la vida que mi ausencia le había robado. Mi voz, mis caricias, mis ojos, que tan dulcemente habían sabido conmoverla en otros días ¿no serían capaces de disputársela al dolor y a la muerte? Aquel amor ante el cual la ciencia se consideraba impotente, el cual la ciencia llamaba en su auxilio, debía poderlo todo”. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Si esa esperanza fuera absurda o irracional?

 Entonces, para significar la rudeza de la naturaleza y la concisión del lenguaje, puede decirnos: “El sol no desmentía ser de verano”, o, si no, puede mostrarnos el cambio del paisaje y hasta el cambio de estación: “Los bosques iban teniendo, a medida que nos alejábamos de la costa, toda aquella majestad, galanura, diversidad de tintas y abundancia de aromas que hacen de las selvas del interior un conjunto indescriptible. Mas el reino vegetal imperaba casi solo; oíase muy de tarde en tarde y a lo lejos el canto del paují; muy rara pareja de panchanas atravesaba a veces por encima de las montañas casi perpendiculares que encajonaban la vega; y alguna primavera volaba furtivamente bajo las bóvedas oscuras formadas por los guabos apiñados o por los cañaverales, chontas, nacederos y chiperos, sobre los cuales mecían las guadua sus arqueados plumajes. El martínpescador, única ave acuática que habita aquellas riberas, rozaba por rareza los remansos con sus alas, o se hundía en ellos para sacar en el pico algún pececillo plateado”. Es la contemplación de la naturaleza, la compenetración, una muestra, también, de naturismo, una descripción costumbrista, con términos locales.

Así, esa vuelta se va haciendo en etapas (desde el puerto hasta la hacienda serán ocho jornadas, que jalonan el final de la novela), subiendo el río, a contracorriente, y apenas llega a un punto da la orden de partir de inmediato, sin descanso, hasta llegar al valle del Cauca. “Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, llegué al alto de las Cruces. Apeéme para pisar aquel suelo desde donde dije adiós para mi mal a la tierra nativa. Volví a ver ese valle del Cauca, país tan bello como desventurado ya... Tantas veces había soñado divisarlo desde aquella montaña, que después de tenerlo delante con toda su esplendidez, miraba a mi alrededor para convencerme de que en tal momento no era juguete de un sueño. Mi corazón palpitaba aceleradamente como si presintiese que pronto iba a reclinarse sobre él la cabeza de María, y mis oídos ansiaban recoger en el viento una  voz perdida de ella. Fijos estaban mis ojos sobre las colinas iluminadas al pie de la sierra distante, donde blanqueaba la casa de mis padres”.

El desenlace está cerca, él lo presiente, y cuando falta apenas una última jornada, el guía le dice que “la familia está en Cali”, y, lo más increíble, “que la señorita seguía muy mala”. El sospecha que le están ocultando la verdad, porque debe ser terrible, quizá ya esté muerta o le falta poco para ello. Sin embargo, piensa que “quien aquello crió no puede destruir aún a la más bella de sus criaturas y lo que Él ha querido que yo más ame. Y sofocaba de nuevo en mi pecho los sollozos que me ahogaban, porque Efraín no puede resignarse a la muerte de su amada. Pero al llegar, al fin, la madre le dirá la noticia infausta, el comentario es preciso: “Algo como la hoja fina de un puñal penetró en mi cerebro: les faltó a mis ojos luz y a mi pecho aire. Era la muerte que me hería... Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir? Y el golpe, claro, lo tumba y lo deja postrado en una cama: “Me fue imposible darme cuenta de lo que por mí había pasado, una noche cuando desperté en un lecho rodeado de personas y objetos que casi no podía distinguir. Una lámpara velada, cuya luz hacía más opaca las cortinas de la cama, difundía por la silenciosa habitación una claridad indecisa. Intenté en vano incorporarme; llamé, y sentí que estrechaban una de mis manos; torné a llamar, y el nombre que débilmente pronunciaba tuvo por respuesta un sollozo. Volvíme hacia el lado de donde éste había salido y reconocí a mi madre, cuya mirada anhelosa y llena de lágrimas estaba fija en mi rostro. Me hizo casi en secreto y con su voz más suave muchas preguntas para cerciorarse de si estaba aliviado”.

Dos meses duró su estupor, hasta que Emma, su hermana, le confidencia las postreras amarguras de su final. Le dejará todo lo que tiene para él, como para que recuerde, para que no olvide -como si pudiese olvidar-. “Quiero dejarle cuanto yo poseo y le ha sido amable -dirá María a su hermana-. Pondrás en el cofrecito en que tengo sus cartas y las flores secas, este guardapelo donde están sus cabellos y los de mi madre; esta sortija que uso en mis manos en vísperas de su viaje; y en mi delantal azul envolverás mis trenzas...”, y endulzando la tristeza, María agregará: “No te aflijas así -continuó acercando su mejilla fría a la de mi hermana-; yo no podría ya ser su esposa... Dios quiere librarlo del dolor de hallarme como estoy, del trance de verme expirar”, como una forma para que Efraín retuviera en su memoria el rostro vivo de su amada. Morirá, y en él esa muerte lo será todo: “¡Muerta! ¡Muerta sin haber exhalado una queja!”, y lo será todo, sin remedio, sin que él pueda despedirse, como si la muerte fuera más soportable si hubiera llegado a tiempo, como si pudiera ocultar que, efectivamente,”había en su rostro algo de sublime resignación” (pág. 272).

Volverá a Europa, ¡qué otra cosa puede hacer!, pero antes irá a su casa, recorrerá las habitaciones, el cuarto de María, aspirará el perfume que aún queda de ella y ello lo hará casi enloquecer de dolor, querrá morirse o podría aceptar cualquier clase de pacto con tal de recobrarla, aunque sabe que no puede, ya nunca más... “Una hora después... ¡Dios mío!, tú lo sabes, yo había recorrido el huerto llamándola, pidiéndosela a los follajes que nos habían dado sombra, y al desierto que en sus ecos solamente me devolvía su nombre. A orillas del abismo cubierto por los rosales, en cuyo fondo informe y oscuro blanqueaban las nieblas y tronaba el río, un pensamiento criminal estancó por un instante mis lágrimas y enfrió mi frente...”, pensará en la muerte, pero en la suya, como medio de ir a su encuentro. Busca el consuelo, la ayuda: “Como el ave impelida por el huracán a las pampas abrasadas intenta en vano sesgar su vuelo hacia el umbroso bosque nativo, y, ajados ya los plumajes, regresa a él después de la tormenta, y busca inútilmente el nido de sus amores revoloteando en torno del árbol destrozado, así mi alma abatida va en las horas de mi sueño a vagar en torno del que fue el hogar de mis padres”.

No faltará, por supuesto, el sueño postrero: “Soñé que María era ya mi esposa; este castísimo delirio había sido y debía continuar siendo el único deleite de mi alma”, porque ya nada más podría haber para su felicidad. Y veamos un poco qué sueña, porque es revelador de su verdadera intimidad: “vestía un traje blanco y vaporoso, y llevaba un delantal azul como si hubiese sido formado de un jirón de cielo: era aquel delantal que tantas veces le ayudé a llenar de flores, y que ella sabía atar tan linda y descuidadamente a su cintura inquieta: aquel en que había yo encontrado envueltos sus cabellos... Entreabrió cuidadosamente la puerta de mi cuarto, y procurando no hacer el más leve ruido con sus ropajes, se arrodilló sobre la alfombra, al pie del sofá; después de mirarme medio sonriente, cual si temiera que mi sueño fuese fingido, tocó mi frente con sus labios, suaves como el terciopelo de los lirios del Páez; menos temerosa ya de mi engaño, dejóme aspirar un momento su aliento tibio y fragante; pero entonces esperé inútilmente que oprimiera mis labios con los suyos: sentóse en la alfombra y mientras leía algunas de las páginas dispersas en ella, tenía sobre la mejilla una de mis manos, que pendía sobre los almohadones; sintiendo ella animada esa mano, volvió hacia mí su mirada llena de amor, sonriendo como ella sólo podía sonreír; atraje sobre mi pecho su cabeza, y reclinada así buscaba mis ojos mientras le orlaba yo la frente con sus trenzas sedosas o aspiraba con deleite su perfume de albahaca”. Sin embargo un grito interrumpe el sueño y  la realidad irrumpe “como si aquel instante hubiese sido un siglo de dicha”, y dirá, de forma algo brutal: “mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo de su belleza, única verdad de mi sueño”.

El último capítulo, el LXV, nos muestra el final propiamente dicho. Empieza así: “En la tarde de ese día, durante el cual había visitado yo todos los sitios que me eran queridos, y que no debía volver a ver, me preparaba para emprender viaje a la ciudad, pasando por el cementerio de la parroquia, donde estaba la tumba de María”. Luego sigue contándonos: “A pocas cuadras de la casa me detuve antes de emprender la bajada, a ver una vez más aquella mansión querida y sus contornos. De las horas de felicidad que en ella había pasado, sólo llevaba conmigo el recuerdo; de María, los dones que me había dejado al borde de la tumba”, es el recuerdo, doloroso, pero que tendrá que sobrellevar, no como una carga sino que, con el pasar del tiempo (que cura todos los males o los vuelve, con la muerte, irrelevantes), pueda trascender el dolor y ver lo que hubo de hermoso y feliz.

También allí vuelve a la personificación animal, como método paradigmático: “Llegó Mayo, entonces fatigado, y se detuvo a la orilla del torrente que nos separaba: dos veces intentó vadearlo y en ambas hubo de retroceder; sentóse sobre el césped y aulló tan lastimosamente como si sus alaridos tuviesen algo de humano; como si con ellos quisiera recordarme cuánto me había amado, y reconvenirme porque lo abandonaba en su vejez”. Todo lo que más quiere, muere, como si hubiera sido un castigo divino: “Había ya montado, y Braulio (ese amigo incondicional que estará en todo momento) estrechaba en sus manos una de las mías, cuando el revuelo de un ave que al pasar sobre nuestras cabezas dio un graznido siniestro y conocido para mí, interrumpió nuestra despedida; la vi volar hacia la cruz de hierro (la que corresponde a la tumba de María), y posada en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto”.

* * *

Al final de la obra, hay un vocabulario con palabras y expresiones coloquiales, algunas de ellas bastante curiosas e, incluso, hasta lindas. Por ejemplo: alfandoque (es un instrumento musical), y en ese sentido hay varios instrumentos que son tradicionales en esa zona, como ser el carángano (hace las veces de un bajo), la carrasca (que es una especie de matraca), castruera (semeja a una flauta), o la marimba. Otras palabras de orden local: bambué (es un sapo de gran tamaño y canto ronco), cangalla (persona o animal enflaquecido), cansera (perder tiempo), catanga (canasta para la pesca), congola (pipa para fumar), fufú (caldo sustancioso), Hu turutas (exclamación de impaciencia o desaprobación), o quingo (zigzag, línea quebrada).

Hay, también, en esta obra, una cosa peculiar en esconder los nombres verdaderos por la inicial y unos asteriscos, tanto para algunos nombres personales o de las haciendas. Se dice que esto se hacía para evitar posibles juicios. Además, expresamente, la zona conocida como Valle del Cauca, ya desde los tiempos de la independencia, era bastante conflictiva, ya que era una zona rica, de muchas haciendas, oscilando siempre entre los liberales y conservadores. Es posible que esta particularidad haya trascendido los tiempos, reavivándose, en su intensidad, en los últimos cincuenta años de conflictos: guerrilla, militarismo, paramilitares en conjunción con el narcotráfico, y por otro lado la miseria de vastos sectores de la sociedad colombiana. Colombia no ha conocido la paz sino sólo por breves momentos, y en esta novela, de las primigenias, de las augurales, la violencia (la lucha y la defensa por las armas de las ideas) tiene aquí, de alguna manera, su comienzo.

Quizá por ello sea tan difícil lograr que la paz se instale definitivamente en Colombia, mas debemos intentarlo, por las futuras Marías.

Jorge Isaacs: el creador en todas sus facetas

Publicado el 4 ago. 2017

Simposio Jorge Isaacs: El creador en todas sus facetas “La luna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo profundo sobre las crestas altísimas de los montes, iluminaba las faldas selvosas, blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido solamente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma.” María, fragmento capítulo XII / Jorge Isaacs La profesora e investigadora María Teresa Cristina, posiblemente la mayor experta sobre la obra de Jorge Isaacs, en conjunto con la Universidad del Valle y la Universidad Externado, emprendió la labor titánica de recopilar la obra completa del autor de María. En este vídeo, enmarcado en la X Feria del Libro del pacífico celebrada en el año 2005, momento en que se lanzó el primer tomo de la colección, y guiados por la marimba y los versos de Isaacs, escuchamos las voces de múltiples expertos que reflexionan acerca de la importancia que representa el trabajo realizado por Cristina. Jorge Isaacs, además de escritor fue prolífico en labores tan diversas como político y empresario. Conocemos, entonces, acerca de las diversas facetas de un autor tan interesante como injustamente olvidado. Rescatar su obra es casi una redención por nuestra parte; conocerla, estudiarla, apreciarla y profundizar en sus significados y valores es el mensaje que nos brindan expertos como María Teresa Cristina. Título: Simposio Jorge Isaacs: El creador en todas sus facetas Clave: Literatura. Jorge Isaacs. Simposio Jorge Isaacs. Arte. Libros Investigación y Dirección: Darío Henao Restrepo. Entrevista: María Teresa Cristina – Iván Restrepo Ramos. Realización: Patricia Lasso Buitrago Producción: Facultad de Humanidades – Universidad del Valle Año de edición y emisión: 2005 Duración: 16’43” UN PROGRAMA DE: AUTORIDAD NACIONAL DE TELEVISIÓN, FONDO PARA EL DESARROLLO DE LA TELEVISIÓN PÚBLICA Y UNIVERSIDAD DEL VALLE.

 

Conferencia sobre la obra de Jorge Isaacs

Emitido en directo el 16 abr. 2015

El 17 de abril se cumplen 120 años de la muerte de Jorge Isaacs y para rendirle un homenaje el Instituto Caro y Cuervo presenta la conferencia “La modernidad indeseada: una visión del siglo XIX colombiano a la luz de la obra de Jorge Isaacs”, a  cargo de  Erna Von der Walde quien ha sido profesora de la  Maestría en Literatura y Cultura del Seminario Andrés Bello del Instituto Caro y Cuervo. La conferencia se realiza el  Jueves 16 de Abril en el Auditorio Ignacio Chaves Cuevas de la Casa de Cuervo (calle 10 # 4-69) a las 5 p.m. Entrada libre. Temática de la conferencia “La tradición crítica de la obra de Jorge Isaacs  ha sido elogiosa de su producción literaria pero poco generosa con su carrera política. Y no sin fundamento, pues su obra política resulta ser mucho menos convincente y poderosa. En esta charla quiero hacerle un homenaje al autor de María a través de una reflexión sobre la época que le tocó vivir y la forma como se procesa esa realidad en su obra literaria. Mi propuesta es que la obra de Isaacs nos ilustra, no a través de polémicas, sino de afectos, algunas de las profundas contradicciones del lento proceso de modernización de Colombia.”                                     

Erna Von der Walde   Jorge Ricardo Isaacs nació en Cali el 1° de abril de 1837. Su padre era un ciudadano inglés George Henry Isaacs Adolfus y su madre fue la colombiana Manuela Ferrer Scarpetta, hija de un militar catalán. Su padre fue propietario de tres haciendas en la región vallecaucana:   "La Manuelita", "Santa Rita" y "El Paraíso".En esta última hacienda ubicada en las vecindades de Buga, se desarrolló La Maria, obra que inmortalizó a Jorge Isaacs y  narra la historia de amor  de María y su primo Efraín, fue  publicada en el año de 1867 convirtiéndose en una de las novelas más leídas en Colombia. El escritor murió en Ibagué el 17 de abril de 1895, y entre sus últimas peticiones pidió ser enterrado en la ciudad de Medellín.   Erna Von der Walde ha sido profesora de la Maestría en Estudios Culturales y de la Maestría en Literatura en la Universidad Javeriana y profesora asistente del departamento de Español y Portugués de la Universidad de Nueva York. También ha sido profesora de la Maestría en Literatura y Cultura del Instituto Caro y Cuervo.  Conferencia Erna Von der Walde “La modernidad indeseada: una visión del siglo XIX colombiano a la luz de la obra de Jorge Isaacs” Abril 16 (jueves) de 2015 – 5:00 p.m. Auditorio Ignacio Chaves Cuevas – Instituto Caro y Cuervo. Calle 10 N.° 4-69 Transmisión por streaming: www.caroycuervo.gov.co

 

Sergio Schvarz
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