Hermann Hesse
por Sergio Schvarz
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Sabemos que entre nosotros, hace tiempo, anduvo Hermann Hesse (1877-1962), premio nóbel en 1946 y prolífico escritor con más de cuarenta libros (novelas, relatos, poemarios y meditaciones). Conocemos de su pacifismo durante las guerras mundiales, de su inclinación orientalista, así como sus experiencias pictográficas de sesgo expresionista. Fue un escolar conflictivo y expulsado de varias instituciones, con un intento de suicidio; luego mecánico en una fábrica de relojes y aprendiz de librero (“con los libros tenía más y mejores relaciones”), hasta que realiza varios viajes y éstos le abren al conocimiento del mundo. Con la publicación de su novela Peter Camezind, en 1904, se dedica de lleno a la escritura, ya que pasa a vivir de sus escritos. * * * ¡Cómo no recordar la prosa, esa poética prosa, llena de ensueños, del Hermann Hesse de nuestra adolescencia! ¡Cómo no tenerlo presente, hoy día, en que tanta falta nos hace! Yo recordaré (y pediré vuestro permiso para hablar en primera persona), y lo recordaré por siempre, y para siempre, el angustioso momento –pero supremo momento- en que leí El lobo estepario. ¡Fue un terremoto en mi corazón y en mi conciencia! Aún me persigue, cuando pienso en ese libro, el sabor agridulce del personaje, ese hombre solitario, desapegado, en un mundo decadente y falto de alegría, falto de esperanza, injusto y cruel, sin sentido. Con dieciséis años yo sentía que ese mundo, como si se hubiera calcado en éste, el de hoy, aunque con más ímpetu y frenesí, era terrible, impiadoso, asesino, y buscaba, por todas partes, afuera pero también adentro de mí, el amor, la paz, la bondad humana, el sentirse y ser realizados conforme a deseo. Vuelvo a lo del principio, a la sorpresa que significó Hermann Hesse en mis años de adolescencia, a la sorpresa y al descubrimiento. Y lo hago la primera persona, sabrán disculparme. Tenía dieciséis años, estaba en el primer semestre de la preparatoria en México (mis padres estaban exiliados), y había decidido que, ante todo y por encima de todo, lo que yo quería ser era ser escritor. Había entrado de lleno en la literatura y podría decir que mi lema era “dentro de la literatura todo, fuera de ella nada”. Tenía un amigo argentino (aún lo es, aunque no lo he visto en los últimos treinta años) con el que compartíamos las noches de lectura y charlas en la buhardilla de su casa, ante un termo de café que tomábamos hasta la última gota y cigarrillos que se acumulaban hechos ceniza. Nuestras lecturas se referían a tres temas: la literatura, en especial la del “boom” latinoamericano de los sesenta y la ciencia ficción; el psicoanálisis, principalmente freudiano; y el marxismo, como método para interpretar y transformar a la sociedad. Veíamos que las cosas que pasaban en el mundo distaban mucho de ser justas; veíamos, y nos indignábamos, con las injusticias sociales que sucedían (y que aún siguen sucediendo y que nos siguen indignando). A su vez, estábamos descubriendo nuestros cuerpos y nuestras mentes, y para ello el psicoanálisis nos venía como anillo al dedo, desmitificando ciertos mitos o tabúes, e intentando redescubrirnos, abrirnos a todas las sensaciones. También, es justo decirlo, quizá descubrimos que no éramos tan buenos como pensábamos, y ese descubrimiento nos llenó de aflicción. Y la literatura fue parte importante del descubrir la vida “en todas las cosas”. Y ahí llegó Hermann Hesse con su lobo estepario y su crítica a lo burgués, y nos cambió para siempre. La obra en sí (licantropismo).- El lobo estepario (1927), es sin duda la obra más original de este escritor. Tanta importancia tuvo, no sólo a nivel personal, sino literario, que aún hoy sigue siendo leída y sigue maravillando a sus lectores. Hace poco leí, asombrado, un comentario sobre que no se debería dejar leer esa obra a los adolescentes, porque contenía cosas muy poco “decorosas” sobre la moral. Así que, a pesar de que en esta etapa de mi vida intento leer cosas nuevas, o que no he leído, me dispuse a leer nuevamente esta novela. Quería saber qué sensación nueva me producía, o bien reconocer lo que me había impresionado de esa obra. Recién en la última parte del libro pude recordar el sentimiento que me había provocado, y fue de sorpresa, porque este mismo sentimiento me recorrió, como si fuera electricidad por el cuerpo, particularmente cuando el personaje central abre una de las puertas de ese teatro mágico en el que todo va a confluir, especialmente la segunda puerta, cuyo cartel reza “Instrucciones para la reconstrucción de la personalidad”. Es probable, y digo sólo la probabilidad, que lo que esté haciendo ahora sea la reconstrucción de mi propia personalidad (ensayo literario al fin pero también ensayo sicológico), y lo anoto como un elemento más a tener en cuenta. Pero quizá sea mejor hablar de la obra misma, de ese mundo mitad humano y mitad licantrópico, allí expresado. Empezamos por el principio, que sucede en “días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad”, con la necesidad de sentir “por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores”. Enseguida nos previene que odia a la burguesía aunque vive como un burgués. “Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente”, dice. En contraste, afirma: “Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza, decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario, por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía”. Un poco extensa la cita, pero no por ello deja de ser fundamental, en donde el desorden de su interior se corresponde con el “desorden social” exterior, esa disciplina mediocre, aparentemente ordenada y “limpia”, pero falsa. Suceden luego hechos extraños cuando “con fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la niebla”; recuerda aspectos de los años olvidados de su juventud, y comprende, de golpe, la verdad: “entonces es verdad que estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento”; se da cuenta, en suma, de su soledad. Y con ese estado de ánimo surgen las primeras inscripciones mágicas que están sobre una puerta imaginaria y que anuncian: “Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. No para cualquiera”. Intenta abrir la puerta pero no puede. Surge un nuevo llamado “con un par de letras luminosas de colores sobre el espejo de asfalto”: “Sólo para locos”. Como si su pensamiento se hiciera presente en todas las cosas. Va a una taberna que frecuenta, y se dedica a observar lo que lo rodea (y de paso a sí mismo, como si estuviera viéndose desde otro punto de vista): “De cada uno de ellos tiraba hacia aquí una nostalgia, un desengaño, una necesidad de compensación; el casado buscaba la atmósfera de su época de soltero, el viejo funcionario, la reminiscencia de sus años de estudiante; todos ellos eran bastante taciturnos, y todos eran bebedores y preferían, lo mismo que yo, estar aquí sentados ante medio litro de vino de Alsacia a oír una orquesta de señoritas”. Todo esto se mezcla en sus pensamientos, al punto de comprender que “años marchitos se habían interpuesto entre…”, entre su juventud y los anhelos y los sueños de juventud, y el hombre que es hoy, aquejado de dolores, desilusionado, envuelto en el manto de la soledad: “Soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que se mueven las estrellas”. El suceso desencadenante de la historia es el anuncio luminoso, que ahora se completa en el estandarte que lleva, surgido desde una bocacalle: “un solitario que se recogía tarde, con paso cansino, vestido de blusa azul y con una gorra en la cabeza; sobre los hombros llevaba un palo con un anuncio y delante del vientre, sujeto por una correa, un cajón abierto, como suelen llevarlos los vendedores en las ferias”, y entonces: “Se quedó parado y sostuvo el asta un poco más derecha; en aquel momento pude leer letras vacilantes e inseguras: VELADA ANARQUISTA TFATRO MÁGICO ENTRADA NO PARA CUAL... Intenta hablar con ese hombre, quiere una explicación, que le indique algo, y al final éste le da un folleto: es el Tractat del lobo estepario. No para cualquiera. El Tractat del lobo estepario es, ni más ni menos, el desarrollo completo de la idea sobre que la personalidad de cada uno está compuesta de muchas partes. El lobo estepario no es a un tiempo hombre o a otro tiempo lobo, y entendamos la parte animal de su personalidad como la que critica todo, la que se burla hasta de sí mismo, la que niega el acceso posible a la felicidad, y tiene, a veces, aparición en uno o en otro extremo, bien definido; su vida oscila entre esos extremos, y aún sobre otros estados de ánimo (que él identifica con otro tipo de animales y vale decir otros estados psíquicos). El folleto mismo dice, en el comienzo: “Érase una vez un individuo, de nombre Harry, llamado el lobo estepario. Andaba en dos pies, llevaba vestidos y era un hombre, pero en el fondo era, en verdad, un lobo estepario. Había aprendido mucho de lo que las personas con buen entendimiento pueden aprender, y era un hombre bastante inteligente. Pero lo que no había aprendido era una cosa: a estar satisfecho de sí mismo y de su vida”, como si ese fuera el objetivo de la vida, y nos agrega, intencionadamente: “Que discutan los inteligentes acerca de si era en realidad un lobo, si en alguna ocasión, acaso antes de su nacimiento ya, había sido convertido por arte de encantamiento de lobo en hombre, o si había nacido desde luego hombre, pero dotado del alma de un lobo estepario y poseído o dominado por ella, o por último, si esta creencia de ser un lobo no era más que un producto de su imaginación o de un estado patológico”. Es hombre (distinguido, inteligente, original) y lobo (espontáneo, salvaje, indómito, peligroso y violento) a la vez, quiero resaltarlo, porque he aquí el meollo del asunto, y “a nuestro lobo estepario ocurría, como a todos los seres mixtos, que, en cuanto a su sentimiento, vivía naturalmente unas veces como lobo, otras como hombre; pero que cuando era lobo, el hombre en su interior estaba siempre en acecho, observando, enjuiciando y criticando, y en las épocas en que era hombre, hacía el lobo otro tanto”, interviniendo entonces la duplicidad y la discordia. ¿No nos suena conocido esto? ¿No habréis sentido, lector, alguna vez esa sensación de que hay alguien más dentro de nosotros que nos mira actuar y nos juzga sin piedad? ¿El yo interno? Y entre esa especie de hombres, masticaba la idea: “…ha surgido el pensamiento peligroso y horrible de que acaso toda la vida humana no sea sino un tremendo error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza”, y sin embargo a esta desilusión une este párrafo que nos da alguna esperanza: “Pero también entre ellos es donde ha surgido la otra idea de que el hombre acaso no sea sólo un animal medio razonable, sino un hijo de los dioses y destinado a la inmortalidad”. Y ese hombre, que “nunca hizo nada bueno en las horas antes de mediodía”, tiene algo de lo que pocos se pueden jactar: “No se vendió nunca por dinero ni por comodidades, nunca a mujeres ni a poderosos; más de cien veces tiró y apartó de sí lo que a los ojos de todo el mundo constituía sus excelencias y ventajas, para conservar en cambio su libertad”, y ésta, toda su virtud, es también su destino. Sabe, lo ha podido comprobar, que “…todo hombre fuerte alcanza indefectiblemente aquello que va buscando con verdadero ahínco”. Sólo basta desearlo, y llegará. Sin embargo, el lobo estepario tiene un perfil suicida, ese desencanto le hará desear la navaja de afeitar como medio para terminar lo que es sufrimiento. El perfil suicida no significa, nos advierte, que efectivamente lo haga, el sólo deseo calma al doliente. Pero, con todo, fija que al llegar a los cincuenta años ha de decidir si ha de suicidarse o no. Permítanme explicar, con sus propias palabras, la relación del lobo estepario con lo burgués, porque es lo que permea dicha obra, esa es la constatación (libre) del tiempo que le tocó vivir y el origen de todo el desencanto y la desilusión en cuanto a especie humana. Dice: “Se sentía en absoluto como individualidad aislada, ya como ser extraño y enfermizo anacoreta, ya como hipernormal, como un individuo de disposiciones geniales y elevado sobre las pequeñas normas de la vida corriente. Consciente, despreciaba al hombre burgués y tenía a orgullo no serlo. Esto no obstante, vivía en muchos aspectos de un modo enteramente burgués; tenía dinero en el Banco y ayudaba a parientes pobres, es verdad que se vestía sin atildamiento, pero con decencia y para no llamar la atención; procuraba vivir en buena paz con la Policía, con el recaudador de contribuciones y otros poderes parecidos”. Y agrega, sincerándose: “Pero, además, lo atraía también un fuerte y secreto afán constante hacia el mundo de la pequeña burguesía, hacia las tranquilas y decentes casas de familia, con jardinillos limpios, escaleras relucientes y toda su modesta atmósfera de orden y de pulcritud. Le gustaba tener sus pequeños vicios y sus extravagancias, sentirse extraburgués, como ente raro o como genio, pero no habitaba ni vivía nunca, por decirlo así, en los suburbios de la vida, donde no hay burguesía ya. Ni estaba en su elemento entre los hombres violentos y de excepción, ni entre los criminales y mal avenidos con la ley, sino que se quedaba siempre viviendo en los dominios de la burguesía, con cuyos hábitos, normas y ambiente no dejaba de estar en relación, aunque fuera antagónica y rebelde. Además, se había criado en una educación de pequeña burguesía y había conservado desde entonces una multitud de conceptos y rutinas. Teóricamente no tenía nada contra la prostitución, pero hubiera sido incapaz de tomar en serio personalmente a una prostituta y de considerarla realmente como su igual. Al acusado de delitos políticos, al revolucionario o al inductor espiritual perseguido por el Estado y por la sociedad podía estimar como a un hermano, pero con un ladrón, salteador o asesino no hubiese sabido qué hacerse, como no fuera compadecerlos de un modo un tanto burgués”. Y lacónicamente, concluye que: “De esta manera reconocía y afirmaba siempre con una mitad de su ser y de su actividad, lo que con la otra mitad negaba y combatía”. Así, entonces, “el burgués no estima nada tanto como al yo (claro que un yo desarrollado sólo rudimentariamente)”, nos aclara el concepto, y por ende él se debe ubicar en sentido contrario. El doble múltiple y su impacto.- Entonces tenemos que el lobo estepario funciona de modo dialéctico, como unidad de contrarios. El yo no como unidad, sino como multitud de duplicidades, de polos opuestos (el doble múltiple, como esos espejos que multiplican nuestra imagen en una serie que parece infinita), “el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos”, nos lo explica el tratado de una forma convincente. Hay que saber, también, que “en el principio de las cosas no hay sencillez ni inocencia”, y sabrá que en lugar de estrechar su mundo, de simplificar su alma, tendrá que acoger cada vez más mundo, tendrá que acoger a la postre al mundo entero en su alma dolorosamente ensanchada “para llegar acaso algún día al fin, al descanso”. Es por ello que el lobo estepario debe salir de sí mismo, transformarse, pero no en hombre, sino en otra cosa distinta, vivir de repente una vida extraña, nunca pensada, vivir una vida de ensueño, enriquecedora y estimulante. Ese yo vuelve a desdoblarse y al encontrarse con la mujer, Armanda, que es su igual y por eso podrá entenderlo, acepta su compañía que sabe que lo volverá otro, otro distinto del que fue y del que es. Ya no tiene lugar entre los mortales, entre la gente común; mantener un diálogo con un profesor antiguo, y con el que había tenido cierta relación de amistad, es algo insufrible, porque en el fondo está el descrédito que le costó haberse opuesto a la primera guerra, y en esto puede rastrearse su propia experiencia y el origen del dolor. Claramente nos dice, al respecto: “Yo fui durante la guerra enemigo de ésta, y después, cuando se presentó ocasión, prediqué tranquilidad, paciencia, humanidad y autocrítica y combatí la instigación nacionalista que cada día se iba haciendo más aguda, más necia y más descarada” (y sirva esto como una nueva exhortación a los impulsos nacionalistas de hoy día); y como premio de esa paz tan ansiada, calabazas, como se dice, y todas esas muertes de inocentes que no pudieron escapar, y además nos argumenta, con justeza: “pero con tales verdades como la de que todos tenemos que morir en plazo breve y, por tanto, que todo es igual y nada merece la pena, con esto se hace uno la vida superficial y tonta. ¿Es que hemos de prescindir de todo, de renunciar a todo espíritu, a todo afán, a toda humanidad, dejar que siga triunfando la ambición y el dinero y aguardar la próxima movilización tomando un vaso de cerveza?”. [Esa pregunta la pregunta. Pregunta que nos pregunta, a su vez, y que nos repregunta y hasta nos representa. “Me impactó haberla leído a los dieciséis años”, se entromete la primera persona, aún lo impacta como un golpe de viento humanista.] Después, está la mujer, Armanda, que le enseña a bailar el jazz y lo introduce en ese nuevo mundo donde aparece un saxofonista, llamado Pablo, un latino que habla varios idiomas (aunque sólo unas pocas palabras en cada uno de ellos), y que es un amigo de ella y que en realidad va a tener una importancia capital para el desarrollo de la historia del lobo estepario y de su intento de terminar con él. Por eso, por su importancia, veamos cómo describe al personaje: “…alguna vez salía aplaudiendo de pronto durante el número o se permitía otras expresiones de entusiasmo; soltaba algunas palabras cantadas en voz alta, como «¡hooo, ho, ho, halo!». Pero por lo demás no estaba evidentemente en el mundo más que para ser bello, gustar a las mujeres, llevar los cuellos y corbatas de última moda y también muchas sortijas en los dedos”. Es que, en definitiva, parece que hubiera gente que nada en la superficie de la vida, para no preocuparse de lo que no entiende por qué sucede. E incluso para la música tiene una teoría el lobo estepario, y esa música de jazz, impura y púdica, por contraposición a la música clásica, al Mozart tan ansiado, realza su desconocimiento de otras cosas, porque la música hay que tocarla y oírla, para sentirla. No vale la teoría musical de una obra si nunca se la ha escuchado: no se sabrá cómo suena. Y esa Armanda, con toda su experiencia de vida, puede confiarle que: “El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida, no ha de ser un hombre como tú ni como yo. El que en lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos...”. Y por eso todo lo que dice ella, en la taberna pero después también, cuando le de clases de baile y lo arrastre a la pasión, es como el espejo de lo que piensa el lobo estepario, pero desde otro punto de vista, es un punto de vista complementario. Dice Armanda por si aún no se ha explicado bien: “Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte”. [La idea de la muerte, por supuesto, recorrerá la obra de principio a fin, no es necesario abundar en ello, es su consecuencia natural.] Obviamente llega al placer sensual, con otra mujer que está en el mismo ambiente que Armanda, y se entrega a él, con voluptuosidad, y le parece vivir algo que tenía olvidado, se siente más ligero, y más seguro, está viviendo una buena temporada, por lo menos hasta que llegue el famoso baile de máscaras, que es para eso que ella ha preparado todo, las clases de baile, las palabras sobre las verdades del mundo y las que ha descubierto al ir viviendo, las sensaciones y la inutilidad de todo, porque al final vendrá la muerte (y, como dijera el poeta Cesare Pavese: “tendrá tus ojos”). El usar una máscara da otra dimensión a la personalidad, quizá pueda ser útil o necesario esconderse de quien realmente es, porque no se está conforme. El complejo de Máscara o “Persona” en C.G. Jung, “es el resultado de la interacción entre el individuo y el ambiente en el cual se desempeña. Básicamente, el conflicto de la Máscara está entre el ser o el parecer y por otra parte entre la aceptación o el rechazo”. Por ello, quizá, a pesar que el lobo estepario va a ese baile de máscaras, ese baile de carnaval, no se disfraza. Va como él mismo, como él es. A un tiempo lo que ve en el baile le agrada y otras lo ve con sumo desagrado, al punto de casi irse cuando alguien le dice que vaya al subsuelo, donde está el baile infernal en el que Armanda estará allí, vestida con un disfraz que ha mantenido en secreto todo el tiempo, y se le podrá entregar entera, y luego él deberá matarla, como una forma de liberarla de la prisión de sus propias ideas. [Sólo una vez fui a un baile de disfraces, quiero decir: disfrazado. Con diecinueve años. Permitidme dejar que se cuele la primera persona, nuevamente, y será la última, y se podrá decir que ese día –esa noche, mejor dicho- fui otro, quizá quien realmente era, y que aún sigo siendo (es de esperar que algo quede de todo lo que fui durante ese periodo de mi juventud). Allí conocí a una muchacha de mi edad, de la que me enamoré perdidamente, sin remedio. En mi caso, creo que ese disfraz ocultó mi timidez, mi indecisión, y me aventuré sin pensar, siguiendo simplemente el impulso del sentimiento, dejando que las sensaciones me arropasen y me envolviesen.] De la misma manera, el lobo estepario de estar molesto pasa a animarse, a ser parte de la fiesta, a sentirse casi como en casa aunque el ambiente, dice, era febril. Conoce “la embriaguez de la comunidad en una fiesta, el secreto de la pérdida de la personalidad entre la multitud”, y baila hasta encontrar a Armanda… transformado en Armando, un amigo de su niñez (él le ha hablado alguna vez de ese amigo, que de alguna manera era una especie de ideal de sí mismo). Las máscaras se superponen, una y otra vez. Pablo, el saxofonista, al ver la contagiosa actitud de Harry, el lobo estepario, toca con toda su alma, y a pesar de que la música se va apagando en los otros salones, y que ya el día parece estar despuntando, en el salón infernal sigue la música, repitiendo sin cesar una melodía de jazz que estaba de moda. Vuelve a transformarse Armanda en mujer y baila hasta que todo termina, en un éxtasis total. Las puertas (para entrar y salir).- Se acerca el final, ustedes lo habrán notado, viene la escena, o mejor dicho las cuatro escenas finales, que es lo que sucede en el teatro mágico, donde se desencadenará su personalidad. Para poder acceder al conocimiento que lo liberará de toda atadura y lo volverá al inicio, a la pureza, al centro de su personalidad, a aquello que está ahí más allá de él, a lo arquetípico. Pablo, que es el guía en esta parte del viaje, le suministra drogas. Esas drogas no son para confundirlo, sino que funcionan como un elemento liberador de la cárcel del yo. Deja la imagen del lobo estepario dentro de un espejo enorme, que llega hasta el techo, y entonces entrará en cuatro puertas de las muchas que hay dispuestas en ese teatrito, cada una con un letrero diferente. “Mi teatrito tiene tantas puertas de palcos como queráis: diez, o ciento, o mil, y de cada puerta os espera lo que vosotros vayáis buscando precisamente”, nos advierte. Estas son las puertas: 1) Lucha entre los hombres y las máquinas: “Por las calles corrían los automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas (...) Por todas partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados, retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser, de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques, praderas, pastos, arroyos y marismas”. Una aventura cinegética que vale por sí sola, donde se dedican a hacer tiro al blanco con los conductores que circulan por una ruta, matándolos y haciendo que se destruyan los automóviles. 2) Instrucciones para la reconstrucción de la personalidad. Resultado garantizado. Al entrar encuentra a un hombre sentado, quien le indica que juegue al ajedrez pero con sus figuras, es decir “Las figuras en las que ha visto usted descomponerse su llamada personalidad”. Y luego nos cuenta, como si eso le hubiera pasado a otro, aunque era él, el lobo estepario, en sus múltiples formas: “Me puso un espejo delante de la cara, otra vez vi allí la unidad de mi persona descompuesta en muchos yos, su número parecía haber aumentado más. Pero las figuras eran ahora muy pequeñas, aproximadamente como figuras manejables de ajedrez, y el jugador, con sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las puso en el suelo junto al tablero. Luego habló como el hombre que repite un discurso o una lección dicha muchas veces: -La idea equivocada y funesta de que el hombre sea una unidad permanente, le es a usted conocida. También sabe que el hombre consta de una multitud de almas, de muchísimos yos. Descomponer en estas numerosas figuras la aparente unidad de la persona se tiene por locura, la ciencia ha inventado para ello el nombre de esquizofrenia”. La originalidad del juego exige una explicación entusiasta (a mis dieciséis años me pareció magnífico): “Al que ha experimentado la descomposición de su yo le enseñamos que los trozos pueden acoplarse siempre en el orden que se quiera, y que con ellos se logra una ilimitada diversidad del juego de la vida. Lo mismo que los poetas crean un drama con un puñado de figuras, así construimos nosotros con las figuras de nuestros yos separados constantemente grupos nuevos, con distintos juegos y perspectivas, con situaciones eternamente renovadas”. Con una docena de figuras que han salido de la propia personalidad de nuestro personaje, crea un sinnúmero de combinaciones: “mis figuras, todos los ancianos, jóvenes, niños y mujeres, todas las piececillas alegres y las tristes, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas; las ordenó con rapidez sobre el tablero formando una combinación, en la que aquéllas se reunían al punto en grupos y familias, en juegos y en luchas, en amistades y en bandos enemigos, reflejando al mundo en miniatura”. 3) Maravillosa doma del lobo estepario, leyó en un nuevo cartel, y antes de entrar pensó: “Una pluralidad de sentimientos excitó dentro de mí esta inscripción; toda clase de angustias y de violencias de mi vida anterior, de la abandonada realidad, me oprimieron el corazón”. Y allí conoce todo el horror de su propia situación, un domador que doma a un lobo y le hace realizar actos de grotesca dependencia y sumisión ante el hombre: “El hombre aquel, mi maldita caricatura, había amaestrado a su lobo ciertamente de una manera portentosa. El animal obedecía atentamente a toda orden, reaccionaba como un perro a todo grito y zumbido de látigo, caía de rodillas, se hacía el muerto, imitaba a las personas, llevaba en sus fauces, obediente y gracioso, un panecillo, un huevo, un pedazo de carne, una cestita; es más, tenía que cogerle del suelo al domador el látigo que aquél había dejado caer y llevárselo en la boca, moviendo el rabo a la par con una zalamería insoportable”. Y luego, sin ninguna pausa que dé respiro: “Le pusieron delante un conejo y luego un cordero blanco, y aunque es verdad que enseñaba los dientes y se le caía la baba con ávido temblor, no osó, sin embargo, tocar a ninguno de los animales”. Y por supuesto que el horror vendrá en la réplica, cuando el lobo dome al hombre y le haga realizar los actos más impropios, los que provocan una reacción de asco y de dolor: “El domador, parecido a Harry, puso de pronto su látigo con una reverencia a los pies del lobo y empezó a temblar, a encogerse y a adquirir un aspecto miserable, igual que antes la bestia. Pero el lobo se relamía riendo, el espasmo y la hipocresía se esfumaron, su mirada brillaba, todo su cuerpo adquirió vigor y floreció en su recuperada fiereza. Y ahora era el lobo el que mandaba, y el hombre tenía que obedecer”. No creo necesario decirles todas las cosas que le obligó a hacer, baste saber que el lobo, en el papel de domador, “acomodaba su fantasía a toda humillación y a toda perversidad”. Como consecuencia sale poco menos que corriendo, trastabillando, aturdido, desalentado. 4) El último de los carteles, decía “Todas las muchachas son tuyas”, y le resultó que no había realmente nada tan codiciable como esto, y entonces se entrega a recrear todos los momentos en que estuvo enamorado, se reencuentra con todas las muchachas y mujeres que deseó, “a las que en otro tiempo amé todo un verano, un mes entero, un día”, y por ese camino nuestro personaje dice: “Volví a querer a todas las muchachas a las que había querido antaño en mi juventud, pero a cada una de ellas podía inspirar amor, a todas podía darles algo, de todas y cada una podía recibir una dádiva. Deseos, sueños y posibilidades, que antes solamente en mi fantasía habían vivido, eran ahora realidad y tomaron vida”. Sale de allí, satisfecho, como si hubiera aprendido una gran lección de vida, pero un poco mareado por ello. “Inconscientemente leí el letrero más cercano y me horroricé. Cómo se mata por amor. decía allí. Con un rápido estremecimiento se alzó por un segundo dentro de mí la imagen de un recuerdo: Armanda junto a la mesa de un restaurante, abstraída un momento del vino y de los manjares y perdida en un diálogo sin fondo, con una terrible serenidad en la mirada, cuando me dijo que sólo iba a hacer que me enamorara de ella, para ser muerta por mi mano”. Busca con desesperación las figuras de ajedrez (que había guardado en un bolsillo para poder jugar) pero en vez de ello surge un puñal, y tras esa constatación, que le sorprende como un designio terrible del que no puede escapar, surge Mozart, su tan amado, y habla con él, se burla de él, de otros músicos, deja depositar frases como ésta: “la vida es siempre terrible. Nosotros no tenemos la culpa y somos responsables, sin embargo. Se nace y ya es uno culpable”, lo cual nos llevaría a la teoría del destino prefijado de las cosas. El lobo estepario sucumbe ante la desfachatez de ese Mozart de salón, dentro del salón de los inmortales, y pierde el conocimiento. * * * Todo lo que sucede dentro de esas cuatro puertas, tendrán que convenir conmigo que es algo totalmente fuera de serie, es realmente un teatro mágico, con una tendencia un poco anarquista, digamos, y totalmente renovadora y removedora de sensaciones. La idea de esta novela, escrita de un modo un poco barroco, con muchas metáforas e imágenes para explicar esas sensaciones distintas y un clima un tanto experimental (y más para la época de su aparición), con frases que se alargan y conceptos muy precisos, se compone, a su vez, de varias capas que terminan englobando un todo, que es Harry, el lobo estepario. Cada una de ellas aislada no es nada, apenas fragmentos sueltos de un sueño sin sentido, pero juntas forman al personaje, le hacen cobrar vida y encima nos da lecciones morales sobre nuestro tiempo. No es extraño que haya quien se sienta “incómodo” con la lectura de esta obra: es poco convencional, relata hechos oscuros, nos tironea el interior y bucea en nuestro yo como si éste estuviera distraído, nos habla sobre uniones de parejas que no son las socialmente aceptadas pero acaecen mucho más de la cuenta, y todo ello ocurre en esa especie de submundo de lo que calculamos que serán “los años locos” de entreguerras. Está ese afán de “hablar de todo”, hasta de lo que no se debe hablar, aunque no sea políticamente correcto y más allá de eso. La verdad, ¡ah!, la verdad es siempre revolucionaria, quizá por eso las mentiras, aunque sea una sola, duelen tanto. Luego, desfilarán, una a una, todas las figuras de su vida, desfiguradas, distorsionadas. Y si es que tiene que matar, lo hará porque debe matar lo viejo para que lo nuevo venga a él y por medio de él a nosotros. Y si tiene que vivir, sólo será en la risa. Esa, y no otra, es la locura del lobo estepario. |
Hermann Hesse en 'Un mundo feliz'
(1982) 02 abr 1982 Programa dedicado al escritor alemán Herman Hesse, Premio Nobel de Literatura en 1946, que falleció el 9 de agosto de 1962. |
03-02-2012 Herman Hesse.Herman Hesse. Programa de televisión. Fecha de emisión: 03-02-2012 Duración: 17' 27'' Herman Hesse nacido en Alemania en 1877, recibió el premio Nobel de Literatura en el año 1946. Está considerado como uno de los mayores prosistas en lengua alemana del siglo XX. Entre sus obras figuran: Bajo las ruedas, Sidharta, Demian, El lobo estepario, El viaje a Oriente, Lecturas para minutos, Mi credo y Juego de Abalorios; éste último libro constituye una especie de síntesis de las filosofías occidentales y orientales. Intervienen: María Teresa Román. Profesora de Filosofía de la UNED; Diego Sánchez Meca, Catedrático de Filosofía Contemporánea de la UNED. Producción y realización: CEMAV Para saber más: |
Sergio Schvarz
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