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13 de junio, 2012: Dime qué es lo que quieres y te diré qué es lo que no te voy a dar
de "70 km. /h - Crónicas de un trayecto"

Mario Sarabí
revistahipoetica@paysandu.com

 

Puede que se piense que éstas, en realidad, más que las crónicas de un trayecto, son bocetos rápidos de mis pensamientos. Tal vez, sí. Para poder contemplar y sopesar la naturaleza, pasmarme ante sus colores y formas e intentar describir lo que veo y siento, necesito estar de muy buen humor, rebozar de un ánimo infantil, luminoso. Cuando no se dan esas premisas, aplasto mi mirada en la ruta, oscura, vacilante, y pienso. Nada más pienso. Mi armonía (llamémosle: espiritual) es frágil, endeble, propensa a enfermedades súbitas, estornuda y sufre, chilla y se hace un bollo de puntas entrelazadas, enredadas, que luego es muy difícil de desenmarañar. Mi alegría (llamémosle, también: espiritual) depende siempre de esa armonía, la copia, se hace eco de sus caprichos y, a veces, incluso, adopta una autonomía misteriosa y dirige sus propios actos. Por ejemplo, explota, solita, ajena a todos los demás sentimientos y, cuando uno comienza a sentir el cosquilleo, muere; en seguida, nos aborda la ruindad y la cara expresa la congoja sepulcral por el cadáver. Por esas mismas razones, no es ordinario que ande con expresión de goce y, menos aún, que lo manifieste a viva voz. Siempre tengo que escuchar que me digan: Amadeo, por qué esa cara de perro/ Amadeo, por qué no ríes/ Amadeo, por qué no hablas… Qué podría contestarles, cómo podría explicarles. Para los demás no soy más que un baldío espinoso e insondable. El camino corto para buscar un entendimiento sería desgajar la primera capa de dolores (como una cebolla) y decirles que lo demás es igual, pero cada vez más apretado y profundo. No entenderían. Nada. Aun si reventara en cólera y gritara: me aplauden lo que ejerzo por obligación; me retribuyen por cumplir toscas responsabilidades; dicen que soy útil porque coreo las monadas… en contrapartida, a nadie le interesa lo que hago con absoluta pasión y amor. Haciendo esas cosas, las que hago con el mayor de mis esmeros, no le “sirvo” a nadie. Si dejara de hacerlas, si las quemara, nadie me recriminaría. Es claro, no estoy inaugurando nada con este discurso. Si Vincent Van Gogh hubiese quemado todas sus telas en vida, a nadie le habría importado. A veces, también, pienso que el equivocado soy yo por intentar hacer lo que nadie me pide. No sé. Lo que si me atrevo a decir es que creo que el mundo (¿Dios?) es demasiado banal y embrutecido; si no fuera así, creería que se están burlando de mí.

Amadeo Pastor

 

Mario Sarabí

revistahipoetica@paysandu.com

 

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