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El malón blanco y la abuela Audelina |
Audelina Valle llora sin pudor cuando recuerda la escena. Son regueros que se pierden en los pliegues de su rostro cuarteado por los años y el andar en la cordillera. No sabemos qué hacer con ese sufrimiento que nos golpea duro en pleno corazón, cuando la encontramos junto al calor tibio de una cocina de leña, en casa de uno de sus hijos, tres días después de que fuera desalojada violentamente de su predio, en Cuesta del Ternero, por la policía. Y como no sabemos qué hacer con ese dolor de mujer, que nos cala hondo, nos adentramos, absortos, en sus palabras y en sus silencios, en un territorio misterioso del que no se vuelve indemne. Ahora no puedo comer, dice. Mis dientes estaban en una tacita rosada arriba de la mesa. Los dientes de arriba los juntaron debajo de un maitén donde los habían tirado los policías, los de abajo no aparecieron. Y sin los de abajo, los otros no sirven, me lastiman. Y ahora, así nomás estoy. Sin dientes. Me levanto temprano siempre, a las siete, siete y media. Los chicos hay que prepararlos para la escuela. El viernes yo los acompañé hasta la tranquerita y ellos salieron al camino para tomar el transporte escolar. Pero ví algo raro, los alambres de la tranquera estaban cortados y todo estaba caído. Nosotros siempre cerramos con candado. Me acerqué para ver mejor y entonces dos mujeres se bajan de una camioneta que no conozco y suben a los chicos y los llevan. Les grito que paren, pero ya se van y un reguero de camiones, camionetas y policías vienen atrás, entrando por la tranquera abierta. Son muchos. Mi hijo Manuel trabaja de albañil en el pueblo, él me los dejó encargados. Y los policías, en montón, se me vinieron encima. Dos mujeres vestidas de policía me agarraron de las manos y me sostuvieron sin dejarme mover. Un hombre de pelo gris, sin uniforme, daba órdenes y mandaba a los demás. Vinieron muchos policías y otros hombres, que decían que eran del municipio. Como hacía mucho frío les pedí que me dejaran entrar para ponerme unas medias, un abrigo. Pero no me dejaban. ¿Qué les voy a hacer? No soy criminal, les digo. Pero no me dejaban y yo tironeaba. Me dejaron entrar al fin. Pero siempre me agarraban como si fuera a lastimarlos. Así me tenían, pero pude ponerme unas medias y abrigarme. Ahora es puro silencio en la cocina en la que se cuela por la ventana el otoño con sol y colores de la cordillera. Pero el sol no nos ilumina, nos envuelve la niebla que nace en los ojos húmedos de la abuela, que recupera desde lo hondo un dolor infinito al recordar el momento en que los huincas se llevan, quién sabe a dónde, a sus dos nietitos de 13 y 9 años. Y pienso en el gran malón, cuando Roca y sus generales repartían los niños mapuches y tehuelches en los colegios salesianos y entre las familias de bien porteñas. Y pienso en el otro malón, el más reciente, el de Videla, cuando repartieron otros niños, cuyas madres y abuelas todavía los buscan con desesperación. Y pienso que es un dolor, el de las madres y abuelas, siempre igual, siempre el mismo, y ese dolor clama con desesperación justicia al cielo y exige reparación y castigo a los culpables, aquí, hoy, en esta tierra en que vivimos y que está bajo nuestra responsabilidad. La responsabilidad de todos los hombres y mujeres que la habitamos, sin distinción de raza o de color de piel, o de condición económica o cultural, como dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Los hombres que bajaron de las camionetas del Municipio empezaron a romper todo. Los corrales, las casitas. Desarmaban y metían los palos y las chapas en el camión. Yo me agarré con fuerza en la manija de la cocina. Me tironeaban. Yo no aflojaba. Vino una policía y me agarró fuerte del brazo y no podía conmigo. Después vino uno grandote y me tironeó del otro brazo. Ahí ya no pude y aflojé. Me dolía mucho y les decía que soltaran que yo no había hecho nada.¿ Por qué hacían eso?. Pero seguían. Me sacaron afuera de los brazos. Después me subieron a la camioneta y agarraron para El Bolsón. A mis nietos los habían llevado por el camino para el otro lado. Les pregunté dónde los habían llevado. A la escuela me dijeron. Pero yo no les creo, les dije. Desparramados por el predio de 24 hectáreas, que desde comienzos del siglo veinte ocupara Gumersindo Valle con autorización del Estado rionegrino, ya hay treinta policías dirigidos por la nueva comisaria Fierro, de El Bolsón, que ocupó el cargo hace un par de meses para “devolver la credibilidad y la armonía” a una comunidad enfrentada a una policía acusada en tribunales rionegrinos por múltiples actos de violencia, torturas y un asesinato en comisaría. Ahora a los uniformados se les suman una quincena de empleados municipales, dedicados a la tarea de demolición de todo lo que es vivienda y producción. Quien da las órdenes es un abogado barilochense contratado por los que iniciaron el juicio penal a los Valle. Los que se pretenden dueños nuevos del predio. Ahí, en medio de una nube de polvo, sudorosos y a plena adrenalina, corretean algunos policías detrás de los chanchos, subiendo entre varios, las chanchas, a punto de parir, al camión jaula que han contratado a un vecino. Se han escapado las gallinas y patos y hay quienes intentan encerrarlos de nuevo. Los uniformados han llegado sin autoridades judiciales, y sin aviso previo. Pero con una estrategia interinstitucional perfecta: hay abogado querellante, hay jefe y subjefe policial, hay secretario municipal, hay asistentes sociales del Centro de Ayuda Familiar (CAF), hay una camioneta de Bomberos Voluntarios, hay una Ambulancia. El Malón tiene cabeza y estrategia. La consigna es de ocupación y tierra arrasada. Si hay oposición de los pobladores, castigo. Para eso contamos con la protección de la Ley. La comunidad originaria es el enemigo que hay que aniquilar al parecer. Me llevaron a la comisaría, como delincuente me llevaron, cuenta Audelina. Yo nunca estuve presa. Nunca hice mal. Por qué harían eso conmigo, dice, y se adentra en su silencio. Mientras Audelina se descompone en la comisaría y es trasladada al Hospital y sus nietos deambulan en una camioneta del CAF, Manuel, su hijo, informado de la invasión policial, se hace presente en el predio para llegar a ver cómo destruyen la vivienda de su madre y cargan los escasos muebles en el camión de la municipalidad, arrean los animales al camión jaula y comienzan a derribar las otras viviendas de la comunidad. Decidí atrincherarme en la única casa que quedaba en pie, cuenta. Me agarré del marco de la puerta, no me dejaron entrar. Se me tiraron encima algunos policías. Como no me podían desprender me entraron a pegar garrotazos en todo el cuerpo hasta que aflojé. Y muestra las fotos donde se ve a varios policías sujetándolo en el suelo en pleno descampado. Allí se ven los restos de las viviendas destruidas, los cultivos pisoteados, el despliegue policial , los camiones municipales, el abogado querellante, los cerros boscosos de Cuesta del Ternero, testigos mudos, del avasallamiento inaudito. Después, entre varios, me arrastraron a la camioneta, continúa. Cuando me subieron abrí las piernas y me afirmé en la puerta con los pies para que no la pudieran cerrar. Entonces vino uno de los milicos y me agarró de los huevos y tuve que aflojarme. Así me encerraron. Mi hermana se acercó para ver adónde me llevaban y dos policías la agarraron de los brazos y la apartaron. Después mi sobrino menor, de dieciséis años, se plantó frente a la camioneta para no dejarlos ir y uno de los policías lo bajó de una trompada en la cara. Así me llevaron a la comisaría. Nunca nadie me presentó una orden del juez, nunca nadie me avisó que nos iban a desalojar. Maltrataron a mi madre que es mayor y se llevaron secuestrados a mis hijos. Perdí mis animalitos. Los ahorros que tenía mi mamá eran tres mil quinientos pesos que estaban dentro de la Biblia. ¿Dónde están? Y su mirada se pierde en la bronca y la impotencia. En el predio de la comunidad de Gumersindo Valle, en Cuesta del Ternero, días después del desalojo un piquete policial permanece vivaqueando alrededor de una parrilla donde se doran unos chorizos y unas hamburguesas, impidiendo el paso a toda persona u organización. Nosotros no fuimos los que tiramos abajo las casas, fueron los empleados municipales dicen los policías como defensa. Parece que se olvidaron de nosotros acá arriba, bromea uno de ellos. Estaremos hasta que venga el dueño, tal vez el fin de semana, y se haga cargo del lote. Con este violento operativo, con el que se expulsa a pobladores originarios de Cuesta del Ternero que ocupaban ese predio desde 1903, se trata de apañar desde el estado rionegrino (otra vez), a un pretendido dueño nuevo de las tierras, bajo cuyo patrocinio actuó el abogado y ordenó el Juez Ricardo Calcagno, subrogante de Gaimari Possi y actuó la policía y ordenó el Intendente de El Bolsón, Ricardo García, obviando todos ellos, incluído el Fiscal, que nunca se hizo presente, convenios internacionales como el 169 de la OIT, la Ley 26.160 que prohíbe los desalojos forzados de los campesinos y comunidades originarias, y la Constitución Nacional, que ampara con la Declaración Universal de los Derechos Humanos a todos los habitantes de nuestra país . Audelina, al atardecer, reencontrará a sus nietos en la casa de su nuera. Allí los depositaron finalmente las asistentes sociales del Centro de Ayuda Familiar de El Bolsón. Lo que no se podrá reencontrar durante mucho tiempo, es la sonrisa alegre en su rostro, por la enorme humillación que le han infligido a ella, a su comunidad, y a todos nosotros, los habitantes de la Comarca Andina, gratuitamente, las autoridades estatales de Río Negro. |
Julio Saquero Lois
El Pedregoso, 30 de marzo de 2012
jslois@gmail.com
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