En el adjetivo clásico del paisano era “hombre macanudo” don Bento Velásquez, oriundo de los pagos de Cerro Chato.
Andaba por los setenta y cinco años, había cruzado sus espaldas el látigo de la vida campesina. Formado en la cultura casi nula de la emancipación heroica de nuestros primeros años de paz en la despoblada campaña sanducera, era duro para el frío, cauto en el trabajo y sosegado ante el dolor.
Lo empecé a conocer cuando yo aún era una niña; primero no me llamó la atención, tiraba a indio, cabello “crin de caballo”, boca esparcida y amplia (como su corazón), bigote anchuroso y poblado; ojos semejantes a los del gato, semihundidos, mirada indagadora que siempre asomaba por debajo de sus cejas, como asomaba su alma para quien lo conociese por debajo de su semblante, de su imagen y su presencia criolla, vulgar de “viejo feo”. Cara chica, de tez bayano y, en la frente pequeña se pechaban las arrugas; ¿representarían quizás los muchos reveses de su vida?, o tal vez las distintas apariencias de su alma. Caminaba derecho, ni ligero ni despacio: dos aspectos de su vida, recta o no,”a la ligera” pero tampoco tarda, como esas existencias que no se apresuran ni se adelantan al porvenir, pero nunca se sientan a esperar “que Dios los lleve”. Y por lo mismo paulatinamente marchan al compás de la vida segura y fructífera en el servicio, en el bien y en la humildad. Caminaba mucho y cuando se disponía a salir no esperaba que lo llevasen, echaba su maleta al hombro y marchaba. Llegaba cansado si, pero llegaba, nunca se quedó en el camino, había aprendido a caminar. De trecho en trecho se paraba contra un árbol, se agarraba del alambre y miraba lejos, como quien piensa, reflexiona y sabe levantar en paz la frente.
Poco a poco mi existencia de niña, que primero lo había mirado como un “viejito feo” empezó a crecer y el paisano se transformó en un hombre bueno, de esos hombres auténticos que rara vez se encuentran en el camino de la existencia. Amigo de mi padre a menudo lo teníamos por casa, nos empezamos acostumbrar a su presencia, prolija, limpia; acendrado para su alma, lo era también para su cuerpo. Hacía cuentos en el fogón o en la cocina, le gustaba traer a la rueda personajes mestizos o de épocas de antaño, tratando siempre de recordar sus nombres con el de su parentela próxima y el año, cuando había hecho conocimiento con algunos de ellos. Era ahí cuando hacía alarde de una gran memoria, llegando a aburrir; hasta cinco minutos solía estar con la mano un tanto abierta, elástica, aguda, apuntando firme hacia el cielo, los dedos algo desparramados y como pidiendo al Creador, memoria. La cabeza para el otro lado, hacia abajo, mirando de perfil la tierra, o bien el dedo, fuerte, sólido, clavado horizontalmente en la sien apuntándola para el más pronto y seguro recuerdo.
Cuando mi padre enfermó mi madre supo repentinamente la noticia de su internación y era preciso que fuese de inmediato. Íbamos a quedar solas, mis hermanas y yo (ese era nuestro gran problema).
Pero Don Bento enterado cargó su maleta al hombro; hizo las tres leguas que separaban a su pueblo y a las dos de la tarde llegó a nuestra casa.
-Supe de la internación de Don Donato y que doña Lidia iba a tener que ir, por eso vine, para que no se quedaran solas.
Después fue preciso que marchásemos también nosotras y en nuestra casa quedó don “Bento viejo” para mi padre; para nosotras “el abuelo Bento”.
Tres meses duró la enfermedad de mi padre, y los tres meses estuvo cuidando el campo, las gallinas, los perros, y los guachos. Se convirtió en cocinero, fregador de ollas y barrendero; trabajos que a su alma de sacerdote no lo achicaron ni aburrieron.
Casi sin saberlo don Bento tenía mucho, muchísimo de apóstol, de fraile humilde que todo daba por amor al prójimo. Era el único propósito de su vida, hacer el bien, para eso había nacido y envejecido. Ni gloria humana ni renombre ambicionó su vida., tenía algo de Nazareno. Y como se dijo un día de Jesús, se podrá decir de don Bento: pasó su vida haciendo el bien.
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