La Tierra

entre Venus y Marte

Crónica de Carlos Sabat Ercasty

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XIV Nº 660 (Montevideo, 21 de marzo de 1943)

El sol ocupa un lugar casi central con respecto a la inmensa rueda de astros de la Vía Láctea. Desde allí gobierna el destino de sus hijos, los planetas. Mercurio, es el más próximo. Platón, descubierto no hace muchos años, entre el dos y el cinco de marzo de 1930, es el de órbita más externa. Cuatro de estos planetas, Mercurio, Venus. Tierra y Marte, pueden considerarse pequeños, con respecto a sus otros hermanos. Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Más todos ellos son pequeños si los comparamos con el poderoso cuerpo del Sol. Debemos aún recordar al enjambre de los planetoides. Giran estos pequeños mundos entre las órbitas de Marte y Júpiter. El diámetro del más voluminoso, Ceres, es sólo de ochocientos kilómetros. Fue descubierto por Piazzi, el primero da enero de 1801. La antigüedad, pues, los desconoció por completo. Tampoco supieron nada los antiguos de Urano y de Neptuno. Mirando William Herschel el cielo, en 1781, la casualidad le ofreció el descubrimiento de Urano. El de Neptuno, lo realizaron, independientemente. Leverrier y Urbain, en 1846, al estudiar el posible origen de ciertas perturbaciones de Urano.

¿Vale la pena insistir en el estudio del sistema solar? ¿En qué libro de astronomía no se ofrecen mil detalles físicos y matemáticos sobre el Sol y su familia planetaria? Los audaces números del hombre han apresado masas y volúmenes, diámetros y órbitas, armonías y perturbaciones. La geometría ha permitido objetivar la estructura y la dinámica del cosmos. La imaginación misma, ha ensanchado sus límites terrestres y ha tratado de configurar esos enormes conjuntos que contrastan con el microcosmos de nuestras células cerebrales, atentando una percepción de conjunto, de modo que el sistema de que formamos parte en nuestra condición de habitantes de la Tierra, se nos presente en su majestad, en su potencia, en su danza infinita, en su orden, en sus leyes inexorables y en su prodigiosa belleza.

Con todo, algunos números nos darán en cierta manera la sensación cuantitativa de nuestro sistema. Tomo cifras de un cuadro comparativo, no muy nuevo, pero sí muy ordenado. Mercurio dista del Sol, 57.479.590 kilómetros; la Tierra, 184.448.200; Neptuno, 4.462.826.000. Mercurio recorre su órbita en 87 días, 23 horas y 15 minutos; la Tierra, en 365 días, 6 horas, 9 minutos y 10 segundos; Neptuno, en 60181 días, 2 horas, y 43 minutos, es decir, en 165 años terrestres. Estas cifras escapan a nuestro poder perceptivo, burlan nuestras sensaciones. Nuestros sentidos son excesivamente terrestres, y hasta las grandes distancias de nuestro planeta sobrepasan las posibilidades de nuestra sensibilidad. Cuán extraordinario sería desplazarnos de la tierra, fugar a cierta distancia del sistema de que formamos parte, y desde lo alto, contemplar al Sol y a los planetas desenvolviendo sus vuelos gigantescos. Pero la vida humana, frente a ese vasto cuadro, se va empequeñeciendo a medida que pasamos a Marte, a Júpiter, a Urano y a Neptuno. Sería necesario vivir dos largas vidas para completar con los días del hombre los 165 años terrestres del año de Neptuno. La entrada a la astronomía deja a la vez una sensación de grandeza y de pequeñez. En la proporción que crecen las cifras del cosmos se reducen las nuestras. Nuestro mismo planeta, tan grande ante nuestros ojos, se reduce a proporciones vergonzosas. Sampson calculó el diámetro de Júpiter en 141.000.000 de metros, o sea, once veces el de nuestro planeta. Dentro de su enorme contorno, caben 1.400 tierras. ¿Y qué diríamos del Sol? Su volumen es nada menos que un millón trescientos un mil doscientas veces el de nuestra morada planetaria. Y bien merece esa grandeza soberana El reina. Su fuerza de atracción, proporcional a su masa, trescientas treinta y tres mil cuatrocientas treinta y dos veces superior a la de la Tierra, asegura el orden de su imperio. Ninguno de sus hijos puede escapar a su potencia. Se diría que los maneja con brazos impalpables y no les permite burlar la sabia proporción y la armonía equilibrada de sus números. Su elemento es el fuego. Su inteligencia es la luz. Su fecundidad es el calor. Sobre los rieles invisibles del éter corren sus energías. No descansa. Jamás el párpado cierra su ojo llameante. Nunca el sueño lo concede una tregua a su trabajo. Siembra todo el tiempo de su destino. Gira sobre sí mismo en veinticinco días. Mientras realiza su rotación, la Tierra lo va rodeando incesantemente con su órbita a razón descripta por muchos como una inmensa nebulosa, que Cantón ha representado en forma de espiral, dotada tal vez de un movimiento inmedible, del cual participamos como integrantes de la Galaxia. Nuestra mente flaquea. Es necesario refrenar nuestra imaginación. Un extraño estremecimiento cósmico nos eriza la sensibilidad. Imaginad el trazado geométrico de nuestro breve cuerpo en esa complejidad del dinamismo universal. ¿Nos moveríamos con tanta fiebre y desesperación sobre la tierra, si por nuestros nervios entrase en forma directa la percepción de eso laberinto de líneas que se desarrollan sin tregua para que se realice el drama infinito de la creación?

No vayamos por ahora tan lejos. ¿Entre las órbitas de qué planetas está comprendida la de nuestro mundo? Hacia un lado, Venus, y hacia el otro, Marte. ¡Cuántas reflexiones derivan de la curiosa vecindad de esos dos hermanos cósmicos de la Tierra! Venus y Marte. El amor y el odio. La dulzura y la guerra. La atracción y la discordia. La fecundidad y el exterminio. ¿Quién vence a quién en este eterno drama de los opuestos? Lucrecio, que amaba la sabia serenidad de la vida en las puras cumbres de la reflexión, invoca a la dulce Venus, madre de los romanos, a la Afrodita de las fecundas uniones, a la diosa que propaga en olas incesantes, las generaciones de los árboles, de los animales y de la especie humana. Considérala encantadora y mágica, sustentadora de los mundos en sus vuelos celestes. Es ella la que trae la belleza a la Tierra apasionada. Riza las cabelleras del mar La primavera preside su cortejo irreprochable. El ala del pájaro se estremece ante su influjo. El amor levanta sus himnos donde su belleza derrama su luz y su misterio. Por ella suspiran los ríos, ríen las brisas, se embriagan las selvas en su propia fragancia, los corazones arden en el ímpetu de sus deseos "y con estímulo deleitoso los siglos se propagan". Y si bien el poeta romano desdeñaba a los dioses y les despojaba de todo poder sobre el orden de la naturaleza, arrastrado por imprevisto fervor, se levanta en su canto al tono de la plegaria para pedirle: "Has entre tanto que los horrores militares duerman en la tierra y en el mar, y como tienes poder para conservar a los mortales paz tranquila, ya que el gran Marte que a su gusto rige las batallas suele quedar en tus brazos preso y de intenso amor herido, cuando sediento de contemplar tu albo pecho, inclinada la cabeza y embebecido en tus ojos en éxtasis prolongado tenga de tus labios pendiente su voluntad, y cuando desfallecido en tu regazo yazga y tu dulce persuasión le quebrante la ira, pídele que conceda a los romanos paz serena..." Descartadas las potencias divinas en las cuales no creía Lucrecio, vemos detrás del himno alegórico el duelo eterno del amor y del odio la terrible oposición que en la vida del hombre crean las fuerzas fecundas Y los fuerzas destructoras. Marte, el Ares de los griegos, es indomable, de tempestuoso corazón, fuerte, enceguecido por el brillo de las armas. Su destino es la herida, el chorro de la sangre, la muerte. Esgrime la lanza y el arco. Mueve el espanto en los pechos. Su voluntad es la violencia y su goce es la discordia. Su música es el choque feroz de las espadas. Su luz es el treinta kilómetros por segundo, velocidad que es, simultáneamente, de nuestro astro y de nuestro ser, vuelo vertiginoso que realizamos sin que nuestros nervios puedan estremecerse, pues les fue negada la sensación directa de los movimientos cósmicos. Para sorprendernos, pensemos en que tal velocidad representa 1.200 veces la de un tren a toda marcha. De tener el sentido de los movimientos astrales, ¿no acabaríamos por enloquecernos? ¿No es bastante con percibir nuestros movimientos o los del vehículo que nos arrastra? ¿Qué ocurriría si además sintiésemos la rotación y la traslación de la Tierra? Y por otra parte ¿no se mueve todo el sistema solar siguiendo en su viaje al Sol mismo? ¿No marcha éste hacia la constelación de Hércules, hacia el punto Apex. entre las estrellas "pl" y "mu" de aquel asterismo, desplazándose a razón de unos 8 kilómetros por segundo? ¡Qué laberinto para nuestra sensibilidad! ¡Qué complejos movimientos en distinto sentido! En un círculo sobre el eje de la Tierra; en una elipse, en torno del Sol; en un desplazamiento helicoidal, hacia el punto Apex. Y en último término, estamos, como lo dice Arrhenius, en el enigma de la Vía Láctea, con brillo del hierro y del bronce. Sus surcos sobre la tierra son los sepulcros. Y sus semillas son los cadáveres. La mitad del destino se desprende de su cólera. Su cetro es el coraje, y su imperio es la guerra. Crece del odio o de la justicia humillada. Incuba sus huracanes en el instinto y su ola es el galope de los corceles. Su razón es ser fuerte, y mueve en el puño del hombre el rayo de la ira. En el cielo Marte, ostenta entre la sombra su brillo purpúreo: sangre hecha astro! Los que contemplaron al rojo planeta, lo consideraron digno del bélico Dios, y se lo consagraron como emblema de su energía exterminadora.

He aquí, pues, a la Tierra girando y trasladándose eternamente entre el amor y la violencia. ¿Fue acaso un simple azar el que dispuso en un orden tan sabio los planetas? ¿Toda la historia del hombre no está simbolizada en esa vecindad de Venus y Marte? ¿Pudo Marte alguna vez vencer para siempre a Venus o ésta sojuzgar para siempre al dios guerrero? Ambos alternan en su predominio. En el universo todo es ritmo. La armonía es precedida y seguida por la discordia. Los más nobles corazones han querido afanosamente el imperio del amor, han pregonado su serna y fecunda belleza, promovieron en los corazones aquellos altos ideales que pudieron levantar la vida, al predominio del hombre sobre la naturaleza, a la conquista de las puras ideas, al imperio de la inteligencia sobre la tempestad de las pasiones. Pero por desconocidas y ocultas presiones de la violencia, la paz ubérrima encierra en sí misma los gérmenes de la violencia y del odio. El amor se fatiga, su ancho abrazo cede. Ares, adormecido sobre el dulce pecho de Afrodita, despierta enloquecido, y el rayo salta de su espada. La Tierra se empurpura con la sangre , de sus propios hijos. ¿Hasta cuándo este drama? Sabemos su horror. Nuestra mente tiene conciencia de tu propia locura. Y , no obstante, millones de hombres, enceguecidos, rugen en el combate.

Trágico es así nuestro mundo. Hierve su destino entre el choque de los opuestos. Todo intento del hombre hacia una reconciliación entre los elementos discordes, es

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como un vuelo en el Pegaso de las utopías. En el orden físico predomina el mismo desequilibrio. En las entrañas de la tierra batallan energías inmedibles. El fuego rompe su freno bajo las rocas, y el volcán derrite las piedras, crispa sus llamas en el aire, quiebra las ciudades, y la ola abrasadora corre detrás de la fuga del hombre. El mar se enardece bajo el látigo del viento. Las olas enloquecidas sacuden el pecho titánico de las islas, despedazan las naves y tragan la desesperación de los navegantes. El rayo trasmite su delirio a la selva. Crepitan las ramas y los troncos. Acorraladas, mueren las serpientes y las fieras. Mil años los árboles han erguido su vitalidad soberbia, pero el luego guerrero postra el orgullo de los pinos y de los quebrachos, y la obra de la vida yace ahora en el sueño gris de la ceniza. En armonía corren los ríos. El año los ha visto obedientes al límite de sus cauces. Mas la nube se deshace en copiosas lluvias. Las aguas hinchan los torrentes. Estos corren irrefrenables hacia los ríos. Crece el furor del líquido. La morada del hombre es arrancada de los cimientos. y el exterminio va detrás de la ola, como el león se desliza detrás de su presa. El gusano roe a la rosa, y el ave devora al gusano. Todo nuestro planeta es el escenario de los opuestos. Como lo es nuestra alma, donde las pasiones, los sentimientos, los impulsos, los instintos, las ideas mismas, no nos dan tregua. La unidad es un poema de la metafísica, y la armonía es un sueño de la disconformidad humana. Actor y espectador a la vez, el hombre es el testigo de la lucha eterna y es el más desesperado personaje del drama universal. Cuando quiere abandonar la batalla porque comprende el dolor de su destino, la sed lo impulsa de nuevo, y olvidado de la belleza de sus ideas, vuelve a poner en fila los leones que lleva escondidos en el misterio de su carne. No hay experiencia ni sabiduría que se sobreponga a la lucha del odio y del amor, de la luz y de la sombra, de la creación y de la destrucción. Cuando Marte cierra sus ojos, duerme empuñando su espada desnuda. Cuando la frente, bajo el imperio de Palas, serena el corazón y aquieta sus ímpetus, la sangre incuba el rayo que ahuyentará a las ideas. Y la tempestad abre su ojo oculto en las tinieblas, vigilando el instante en que hará irrumpir al huracán, ebrio de deseos exterminadores. Los más viejos poetas comprendieron la guerra y el dolor del hombre. Homero pone en labios de Aquiles estas palabras que dirige al viejo Priamo: "Sean las que fueren nuestras aflicciones, encerrémoslas en nuestra alma; pues, ¿de qué utilidad son los llantos? Vivir en el dolor, tal es la suerte que los dioses han deparado a los miserables mortales". Narra, es cierto, con un maravilloso goce estético, la lucha de los hombres; su corazón magnífico se complace en el mortífero encono de los guerreros, siente la majestad y la arrogancia de los héroes, mas de pronto exclama ante el horror sangriento del choque: "Perezca la discordia, odiada por los dioses y los hombres". Y treinta veces han pasado los siglos por los versos de Homero, sin que el hombre extraiga de estas palabras una suprema lección de paz. La lucha épica cambia de forma, pero el fondo del hombre permanece inalterable.

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;Qué oponer a la permanente discordia? ¿Cómo refrenar un sufrimiento cuyo origen está en la esencia misma de la dinámica universal? ¿No es polémico y guerrero el fondo de la vida? ¿No es del choque de los contrarios que se levanta la ola de la acción? ¿La muerte no se alimenta de la vida y la vida no se sustenta de la sombría muerte? El abrazo amoroso de Venus no puedo impedir la tempestad. Su dulce sonrisa corre como el pétalo de una rosa sobre la lanza de Ares. La gloria de su fecundidad y de su creación, su fértil imperio. es por fatalidad el alimento de la lucha. Cuán hermoso es contemplar a la resplandeciente Afrodita en su trabajo de unir los seres a los seres, en su danza primaveral sobre la tierra infatigable, en la belleza con que por instantes refrena los odios y encadena con rosas las cóleras ciegas. La paz la sigue, la calma se desprende de su dulce pecho, la felicidad irrumpe de su mano mientras crea las profundas uniones. Tranquilas gozan las ciudades y los campos bajo leyes tan bellas como los brazos y la cintura de la diosa. Duermen los rencores y los eternos opuestos descansan unos en los otros. El drama del hombre se desvanece en la sonrisa del amor. La tierra es el Olimpo y los dioses se confunden con los hombres. La justicia, el bien y la belleza se enlazan en la frente de los mortales. Pero la dicha se cansa de sí misma. D equilibrio es la inmovilidad. Las más bellas ideas acaban por excluirse unas a otras. No es posible desterrar a la lucha. El vicio se desprende de toda felicidad excesiva. La cabeza del hombre es discorde y polémica. La historia entera es el tránsito eterno de la paz a la guerra y de la guerra a la paz. Marte sigue a Venus y Venus sigue a Marte. Y la Tierra dibuja eternamente su órbita entre el planeta blanco y el planeta rojo: entre Venus y Marte!

Crónica de Carlos Sabat Ercasty

 

Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día  Año XIV Nº 660 (Montevideo, 21 de marzo de 1943)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República) y Biblioteca Nacional

 

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