La lección de Gallegos por Carlos Sabat Ercasty
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Una de las formas más eficaces con que nuestra América ha tratado de buscarse a sí misma, es, sin duda, la novela. El joven lector de hoy, aunque aún no haya viajado por su Continente natal, realiza una aproximación fecunda cuando, mediante reposadas y hondas lecturas, indaga el sentido de la vida hispanoamericana en aquellos narradores que la han enfocado con una idéntica intención realista y un coraje desnudo, y hasta cruel. La novela romántica fue un primer paso, mas pecaba por una necesidad excesiva de poetización, por una demasía de lirismo, de modo que el relato, por su subjetividad y por una fuerte propensión idealizadora, no se ajustaba al mundo concreto, no lo sorbía ni lo manifestaba en su vigor y en su complejidad verista, y por eso mismo, en su descarnada presencia. Actualmente la novela superó esa etapa inicial, digna de elogios como un primer paso de la narrativa, pero con una deformación radical emanada de la tendencia poetizadora, de la excesiva carga imaginativa. Hoy la novelística contemporánea ha podado la innumerable mentira de flores con que el árbol se disimulaba a sí mismo. Ha quedado lo esencial. El tronco, las ramas, las hojas, la savia, y desde éstos ha sido posible bajar hasta la raíz, es decir, hasta el elemento elaborador tal como la vida lo hace trabajar. Es verdad que la novela americana nos ha herido y nos hiere mil veces; es verdad que se ha encarnizado en la tarea de vitalizar artísticamente una verdad que nos amarga y nos angustia; pero esa misma intensidad dilacerante que nos ofrece, nos ha hecho más capaces de sabernos, y nos ha colocado, valerosamente, ante un mal que exige la entera virilidad de una reacción impostergable. Podemos decir con las mismas palabras del héroe mexicano: "No estamos en un lecho de rosas”. Y ese dolor que emerge hacia nosotros, si somos capaces todavía de una actitud sana y generosa, a pesar de todas sus negaciones y tal vez por ello mismo, nos marca con un signo afirmativo, signo que sé da casi siempre en los novelistas de América como un estímulo ante la disconformidad, como una fuerza de creación, como un imperioso mandato frente a una etapa que debe ser superada lo antes posible en todos los planos en que actúa la vida. El himno nos exalta, y lo necesitamos como un ala de la acción. Nos dinamiza. Es como una volición del poeta que se hace verbo. Puede conducirnos al trabajo fecundo. Pero también es necesario saber en dónde estamos, cuáles son los caminos que nos esperan, qué posibilidades se le ofrecen a una vida que no quiere encarcelarse en los vanos paraísos del egoísmo, en qué puntos exactos hay que golpear con la herramienta plasmadora. Rómulo Gallegos es el novelista de Venezuela. Sobre maderas indígenas, a punta de fuego, avivando la brasa incisiva con su propia sangre, ha grabado el mapa de un trozo de América y ha dibujado la raza de un país trágico. El río, la montaña, el mar, las sabanas resecas o inundadas por el brío de las lluvias, el ciudadano y el llanero, el instinto y la inteligencia, los poderes satánicos que tiran hacia atrás y ahogan el impulso creador, y las energías afirmadoras, anchas y tenaces de fecundidad y anudadas a la esperanza, están allí, en esas hojas suyas, donde las palabras tantas veces llagan nuestras conciencias como una quemadura. Cuánto hemos visto y cuánto aprendido en el torrente vital de sus relatos: el poder imperial de una tierra devoradora de hombres en la que fermentan los implacables impulsos, esa Doña Bárbara, que es la tierra misma, firme en cordilleras y en llanos, la oscuridad de sus signos y a la vez el enorme depósito de reservas vitales que aguardan desde un caos desordenado y amenazador, el tremedal que bebe a los seres como en un naufragio, y el trabajo de la luz, la obra lenta, sostenida de los arquitectos de la inteligencia, esas voluntades inquebrantables, aunque oscilantes a veces, pero siempre emprendedoras y liberadoras, ciertas o inciertas en su destino, que dentro de las narraciones de Gallegos tiene su arquetipo en Santos Luzardo, domador de llanuras, exaltado por el impulso tremendo de la estirpe, ciudad y campo en una integración de símbolo, frente modelada en la luz y corazón fraguado en el bien. Toda su disconformidad se hace energía, y sin quebrantar los instintos básicos que lo queman en la acción, los redime sobre el metal de una conciencia lúcida, del mismo modo que el barro de la tierra llega al estilo de la flor y a la generosidad del fruto. Con una percepción vital y estética certera siempre, con una sociología penetrada en lo concreto y activo, como corresponde a la jerarquía del arte, con una visión particular de vivisector, y con un sentido de conjunto y de función armonizadora que corresponde a las grandes generalizaciones filosóficas, pero siempre dentro de la captación sensible, Rómulo Gallegos, en la pugnacidad que caracteriza su obra total, ha alineado en emoción guerrera, todos los pares de opuestos que constituyen el drama de su patria. Es el testigo. El espectador. El ojo limpísimo y sin engaño que abarca una enorme realidad convulsiva. Con un firme dominio de lo épico, ha discernido y graduado esa guerra, esa humana gigantomaquia llanera. Nada ha concedido jamás que ofendiera a la veracidad de su pupila. Ninguna piedad, ninguna concesión cobarde, ningún patriotismo hueco ante la crueldad del cuadro. Sintió su responsabilidad y la vivió hasta el fondo, en heroísmo. Pero ante la visión pesimista y desgarradora, levantó su mano de fuego y endureció su índice inalterable, para subir e indicar una luz. En esa lucha de enconados opuestos que dramatizan la actividad de una estirpe, contrapuso al horror las vivencias de la esperanza, no por fácil complacencia, no por blandura de carácter o por melindrosa aceptación, ¡no! Gallegos es un hombre integral. Como Argos, tiene cien ojos abiertos a todos los tiempos, y nada escapa a su pupila múltiple. Quema el error mientras sueña el porvenir, y en esto radica lo heroico y afirmador de su mensaje. América crece sobre difíciles caminos. Rudo el trabajo de su ascensión, pero trabajo al fin, y trabajo de hombres. Él lo sabe, y sobre las cenizas que deja el incendio, lo proclama, mientras, abriendo la mano, dispersa de nuevo la promisoria simiente. ¿Cuándo la historia no fue fecundada por la lucha de los opuestos? Esa casi delirante contraposición de los elementos contrarios que de modo tan dramático caracteriza a nuestra América, y provoca en ella una continua desarmonía, la encontramos como tema central en la obra de Gallegos. Hasta cuando parece olvidarla como observador sabio y sagaz, reaparece en el hombre de intuición certera. La vieja Eris, ya cantada por Homero y glorificada por Heráclito, es su verdadera musa. En efecto, sus conflictos acentúan sin cansancio la potencia inquietadora, combativa e insatisfecha de la discordia, en todas sus novelas. Ya en una expresión oculta, pero real y latente, ya en los momentos explosivos en que la garra va derecha hacia el golpe con una fiereza felina, ya en las incubaciones subconscientes cuando se modela a fragua y martillo el arma y el movimiento del arma, siempre en el novelista venezolano se siente o se presiente el combate de los hombres, y hasta las sordas y oscuras batallas de la naturaleza. En esa captación esquiliana del elemento trágico, radica el tono viril de su arte. Como poeta es un poderoso y voluptuoso contemplador. Pan lo asiste con su savia cósmica. Ve como un primitivo, pero analiza como un contemporáneo. La naturaleza lo conmueve y lo extasía. Va derecho hacia ella con la plenitud de un goce panteísta. Con nervios nupciales la abraza como a una amante. La acepta cual es, suave o salvaje, dulce o áspera. Su alma se pliega a los paisajes de la tierra, como si su sensibilidad les tejiese una túnica de sensaciones. Sus sentidos son agudísimos y su pericia de observar lo atrapa todo. La dibuja en negro, y unta la línea con un color total, sin miedo a la generosidad de su paleta. Sus descripciones trasuntan hasta un misticismo de la belleza plástica, como si en realidad poseyese las formas y las presencias mediante un proceso de identificación. Si algún tono religioso adquiere su obra, es en aquellos momentos en que la tierra le ofrece la majestad de un templo, donde el hombre, por fatalidad, es el oficiante. Sabe que es esa misma naturaleza la que moldea a su propio hijo. Sabe qué le transmite, sin duda, el goce de su hermosura, pero sabe también que a la vez le estimula la ebriedad de todos los deseos, que le da los ojos, pero se los venda de pasiones, y que ese mismo hijo llega a no parecernos cruel a fuerza de ser fatal y ciego. De ahí la mano de maestro con que, frente a lo natural, desciñe las vendas para que las pupilas reciban el baño de la luz gloriosa. Gallegos ha sentido como pocos que el medio social hispanoamericano no está todavía clarificado, sino lejos de asomarse a un todo homogéneo. Sus libros nos muestran esa orquesta humana donde cada grupo instrumental no obedece a un ritmo que centralice y unifique los sonidos. Todo en ella es dispar, contradictorio, en bloques de voluntad qué se rechazan. A veces le basta un solo ser, que él llamará La Trepadora, para exprimir el sentido conflictual de la vida americana. Toma una mestiza bajo su pupila, la sigue desde sus humildes orígenes, la arroja a la vida dotándola de una tremenda voluntad de elevarse e imponer su yo imperial. Por venir desde un muy abajo contradictorio, y aspirar a las alturas del medio social, ya comienza a arder en el conflicto. Pero éste le late adentro y la perturba en su mezclada sangre. El blanco y el indio se balancean en el torrente de su corazón, y es allí mismo, en lo más entrañable y vital, que estalla lo más arremolinado del combate. Por eso mismo, por lo indefinido y mezclado de la raza, por el diverso colorido de las estirpes que aún no se han acrisolado hasta fundirse en un tipo definitivo, por los orgullos y las jerarquías que persisten y las humillaciones y desprecios que punzan y van tomando temperatura hasta el incendio, es que sus obras se entintan en episodios dramáticos, y su tierra de América adquiere la potencia artística de un escenario enorme y feroz. Tanto por la virtud interior como por el contagio ambiental, Gallegos es un temperamento dinámico y volitivo. Se "encueva” en él arte, pero se desborda para vivirse en la realidad, y operar en ella en una doble donación: belleza y acto. Por eso mismo se complace en curvar las voluntades alimentadas por la exuberancia tropical. Y como a la vez trabaja en las raíces psicológicas, suscita la acción de sus hombres desde abajo, desde esas raíces humanas que beben en el humus el fermento que las mueve, y que él ha recorrido con finísimo tacto. Anda siempre por los orígenes. Rumbea la marcha del artista hasta llegar al signo más hondo de sus seres. Y es así que les ha asegurado, al troquelarlos, una firme perduración. En aquellos én que su propósito ha sido central, impone rasgos absolutos, plasmándolos en el mismo metal de la vida. No teme hundirse hasta el espanto en sus tragedias, y con una abundancia de corazón que nos asombra, se asocia a los dramas de sus criaturas, como si interiormente, en una ciudad oculta de su espíritu, estuvieran latiendo con una parte de su sangre y vibrando con una parte de sus nervios. El arte de Gallegos es también un mensaje. Venezuela escuchó, entre complacida por la obra genial, y desgarrada por la desnudez del cuadro, el dictamen conminatorio. Doña Bárbara, es decir, la oscura tierra plasmada en vida humana, se contempló a sí misma, y comprendió la preeminencia de su creador. La palabra del artista caló su instinto y le reveló su verdad. Santos Luzardo, el constructor, el hombre verdadero en la justicia, la mente que abre las entrañas del problema para arrancarle la solución desde adentro, el arquitecto que toma el caos de la materia virgen para levantar el vasto edificio, al penetrar en las páginas de Gallegos se encontró también a sí mismo, comprendió el significado de la construcción del futuro y la belleza que habrá de ser, y se hizo prole. Esa imantación del arte actuó como en capas de comprensión, desde arriba hasta abajo, como quien remueve los materiales del porvenir. Un hombre extraordinario había manifestado toda la verdad. Sus doce libros fueron como doce arados surcando llano y montaña para levantar una creación armoniosa, civilizadora, justa, sobre los horrores de la ignorancia, del despotismo temperamental, de los humillados y de los ofendidos. La obra había sido fecunda. Los doce arados labraron la vieja realidad con un esfuerzo heroico. El nombre de Gallegos se hizo signo y bandera. Era una lección hecha hombre, una síntesis del pasado y una anunciación del porvenir. Y no sólo su país, América entera recibió el impacto. El arte se había hecho revelación y mensaje, promesa y germen. Por eso, los que volvían a nacer desde él nuevo Verbo, rodearon al profetizados Era necesario que aquel que tuvo a tiempo la doble visión más penetrante y fecundadora, fuese el elegido. Sus plantas gravitaban seguras en la tradición. Sabía pisar la anciana tierra. Mas su frente avizoraba el viejo y siempre nuevo sueño de la Edad de Oro. No porque fuera ingenua y volara inocente por las utopías. Sino porque era honda y sabía dónde y cómo apoyar los bloques de la nueva realidad. Y no por excesiva confianza y candoroso optimismo, sino porque el ideal existe, y sobre dolores y fracasos, en paz o en guerra, clama sobre los mejores hombres, para que conduzcan paso a paso a sus pueblos hacia una justicia, trabajosa y difícil, pero posible siempre hasta grados que no contradigan nuestras fatales limitaciones de hombre. Por eso, el artista que creaba novelas fue elegido gobernante por sus mismas criaturas, pues sus personajes eran Venezuela, y vieron en él a un predestinado para ser su Presidente. Los que leyeron en su obra una política que superaba a las de todos los profesionales de la política, confiaron en aquel hombre concreto, integral, armónico, cuya sonda había hecho fondo en las entrañas de la patria. Era el único poseedor de las claves salvadoras. La dignidad no puede menos que producir dignidad. Y de una llama creadora sólo puede esperarse luz y fecundidad. Aquella verdad de su obra era demasiado honrada, profunda y dolorosa, para que no trascendiera como una virtud sobre un país asistido por la misma esperanza que le transmitió su novelista. Virtud de las profecías auténticas, la de imantar a los oídos que las escuchan. El verbo de Gallegos era nada más que espíritu, pero al hacerse palanca no pudo menos que adquirir la potencia del hierro. Movió a todo un pueblo. Fue toda Venezuela quien lo votó, y Germán Arciniegas lo ha corroborado al decirle a Gallegos: "A usted lo eligieron sus personajes”. Es cierto, pero Doña Bárbara, no sólo en Venezuela, en casi toda América, vive aún. Y Santos Luzardo, aunque pretendió matar al centauro, sólo pudo herirlo. Y ambos, la tierra fatal, la devoradora de hombres, ciega de instinto, apegada y sometida a las energías oscuras, y el centauro, el hombre que cabalga sobre su propia bestia, roja el arma y ía mano en la hermana sanare de los centauros, recorren las sabanas como una fuerza negra, y a su impulso la buena nueva fue doblada para hundirla en el abismo primario. El sembrador sublime ha sido arrojado de sus doce surcos, es cierto, pero no obstante, los surcos están abiertos y llegará un tiempo en que las simientes vertidas cumplan con su único destino: ¡germinar! Y es que cada vez que muere la esperanza, ¡nace la esperanza! Señores, desde esta aula magna de la Universidad del Uruguay, velando con todos mis sentidos humanos por el destino de Nuestra América, me dirijo a este hombre que a los setenta años penetra, magnífico, en su dorado crepúsculo, y le digo: "Rómulo Gallegos, cada vida humana es un breve episodio en la inmensidad del tiempo. No os pongáis con vuestras siete décadas como medida de vuestro trabajo. La letra, no muere nunca. Las palabras de belleza, de amor y de justicia que labrasteis a fuego en vuestras narraciones, viven, sangran como arterias sobre vuestra patria, trasmutadas ya en fuentes inagotables. Los que no tuvieron vuestro genio, los que no os comprendieron, oh triste, oh pobre oscuridad, son tal vez tan inocentes como malvados. El hombre es mucho más joven de como lo ha pintado la historia, y el animal, vela en su carne de abismo. Vuestra lección fue para los sencillos de corazón y para los altos de pensamiento. Las letras de los doce libros que habéis creado, día a día derramarán en activo riego una sangre fecunda sobre el llano de los llaneros, sobre la montaña de los montañeses, sobre la ciudad de los ciudadanos. Dejad trabajar al tiempo. Una obra inmortal es una fuerza inmortal. Un día Doña Bárbara y el centauro, sin morir, pero trasmutados por los poderes mágicos de vuestro arte, se inclinarán ante vos. Y mientras vos, grande y noble como lo es siempre el espíritu superior, los perdonaréis por todos sus ciegos errores, ellos se pondrán bajo vuestra frente, y dirán para gloria de Venezuela y de América: "Hemos aprendido vuestra lección, y gracias por el heroísmo de haberla creado". Y terminando, añado: "Rómulo Gallegos, sois el amo espiritual de Venezuela. Como ningún otro la lleváis en vos mismo en una viva duplicación. Para labrarla en el arte, la fraguasteis en vuestra carne y la alimentasteis con vuestra sangre. Más tarde, la tomasteis en vuestros puños prometeanos, y abriéndola como una enorme flor, la derramasteis en la mirada de todos vuestros hermanos. Sois el verbo más alto de vuestra patria, y sin embargo vagáis sin patria bajo vuestros pies, sin que tantos hijos de Doña Bárbara enrojezcan de vergüenza. Pero desde aquí puedo clamar hacia vos, y deciros: donde vos estéis, Rómulo Gallegos, ahí está Venezuela. Los verdaderos desterrados son ellos, porque no pueden entrar a la Venezuela auténtica, a la patria que vive su verdad en vuestro corazón!” |
Disertación de Carlos Sabat Ercasty
Cuadernos Americanos
Nº 6 Nov /diciembre de 1954 Vol LXXVIII
México
Editado por el editor de Letras Uruguay
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