Debo confesar que esta
disertación sobre el escultor José Luís Zorrilla de San Martín, que me
encomendara el "Servicio de Arte y Cultura" del Ministerio de
Instrucción Pública, fue para mí algo inesperado y sorpresivo. Es cierto
que he vivido dentro de la órbita del arte y que el mayor esfuerzo de mi
vida, para él ha sido. Pero el arte abarca una materia tan amplia, tan
difícil y tan diversificada, y su fecundidad en los siglos y edades ha
sido tan rica y numerosa, que considero imposible dominarla toda en el
conjunto de sus ramas. Yo, por temperamento, me refugié en el estudio de
la Literatura. A pesar de mi paciente insistencia no creo haberla
agotado. ¿Cómo pretender más, y realizar audaces incursiones en las
otras artes? Las he frecuentado, no obstante, porque el conocimiento de
la poesía requiere el complemento de la música y de las artes plásticas.
Pero, sin espíritu de especialización. También las siento como formas de
la belleza y como noble ocupación del hombre. Todo adquiere en la unidad
del arte y en la idea una y perfecta de la belleza, la significación de
un poema, es decir, de una creación. Cambiará la materia expresiva, los
artistas utilizarán todos los elementos que ofrece la naturaleza para
darle forma al mundo del espíritu, pero en el fondo el hecho artístico
es único, es una realización del hombre mismo, es el hallazgo de los
signos que dan permanencia a una idea, a un ensueño, a una emoción, a un
hecho humano, es detener en el tiempo del alma el instante mismo en que
el alma se sentía más bella y más honda, para arrebatárselo a la muerte.
¿Qué importa que la obra sea templo, escultura, cuadro, sinfonía, oda o
ditirambo? Como las caras de una pirámide acaban por unirse en el
vértice, así todas las artes acaban también por unirse en el hecho
divino de la creación, en la expresión de la belleza eterna y única. Y
en ese sentido todas las creaciones estéticas se hermanan, se unifican y
se equivalen y el artista que ha cultivado un modo de la belleza,
participa de las otras artes y se connaturaliza con ellas aunque jamás
haya trabajado con sus correspondientes medios de expresión.
Debo decir también, que en el caso de José Luís Zorrilla, actúan
respecto a mí otros elementos que en cierto modo son también un arte, y
en primer lugar, la amistad. Recuerdo que en la primera década de este
siglo, Zorrillita como le decíamos cariñosamente, con su inquieta y
hermosa adolescencia, apareció por la vieja casa de la Universidad, en
la primera manzana de la calle Cerrito. En un principio lo mirábamos
algo indecisos, sin saber qué hacer frente a él, que venía tan natural y
sencillo, con la carga de su glorioso apellido paterno. Pero nos agradó
de inmediato su efusión, su bondad, un cierto aire de misterio y
curiosidad insistente con que miraba las cosas haciéndole contraer las
cejas que limitaban en límpida curva el borde de su frente, ya preocupada
y reflexiva. Era un adolescente como todos nosotros, sin duda, pero
había en él un sello particular, un toque de extrañeza y originalidad
que configuraba un carácter distintivo, un resalte de alma que rompía la
monotonía de los iguales. Era un estudiante y no era un estudiante.
Estaba siempre un tanto afuera de la casa de estudios. En la otra cosa.
Tal vez su mente no se acomodaba a toda aquella canalización programada
y rígida de la cultura oficial. Tal vez traía de su propia casa una
superioridad que José Luís sentía ya en sus efectos aunque no la
sospechara en sus orígenes. Muchas etapas de la edad las había apurado
ya entonces, sea por la presencia del padre, por el misterio y
afirmación del ambiente familiar, por el toque diario de la entrevista
belleza que promovía su vocación; sea por lo que el poeta en honda
madurez, transmitía al ambiente hogareño, ya porque lo veía en estado de
creación, o porque en voz alta dijese su obra con aquel su fervor
apasionado, o porque en el hablar de cada día vertiera una parte de sus
experiencias superiores y de los naturales tesoros de su intimidad.
Todas estas singularidades imantaban nuestra atención y crearon una
amistad un tanto quebrada y oscilante en su curso exterior por los
dispares azares de la vida, pero invariable y bellamente sostenida en la
intimidad profunda y en una mutua comprensión que no ha podido
interrumpirse jamás.
Un día, cursado ya por José Luís su cuarto año, abandonó las aulas. No
sería abogado, ni médico, ni arquitecto. Ni siquiera terminaría el
consabido bachillerato. La crisis de la vocación se había producido tras
una contradictoria y valiente polémica interior, donde cada parte del
espíritu establecería su imperiosa demanda. La última palabra no estaba
pronunciada todavía, pero era evidente que el arte predominó, y su
argumento fulminó como un rayo toda otra determinación del espíritu. El
padre se hizo en el hijo como la luz se hace en la estrella. El Verbo se
transmutó en bronce y mármol. Mientras el futuro escultor estudiaba sus
rancios latines, sus números y sus físicas, el otro yo, el profundo, el
fatal, el imperioso, crecía arcanamente en las zonas de secreto y magia
de su personalidad. Agazapado y recóndito, oprimía sus ramajes en tanto
las raíces de la verdad interior los alimentaba con la íntima savia de
la belleza. Tal vez algún día de prodigiosa hermosura, bajo la potencia
de un sol primaveral, el recóndito y prensado árbol quebrantó sus
prisiones, y la conciencia quedó deslumbrada ante aquel ímpetu que
provenía de las entrañas tiránicas del destino. No fue azaroso capricho,
ni ecléctico diletantismo, sino purpúreo hachazo de la fatalidad. El
camino se abrió solo, como se abre una grieta en la llama o se crispa
una arruga en la montaña. No había más que lanzarse a él y emprender la
marcha, la fe clavada en el corazón y la voluntad, y como fuego, en las
manos.
José Luís se sintió en el centro de una esfera, de pie en la belleza
universal, soñando senderos, imaginando itinerarios, calculando
posibilidades, porque su vocación, dentro del arte era aún indefinida, y
el medio expresivo no se había impuesto con su radical potencia.
Diversos fervores lo ataban. Lo conmovían el ritmo y la melodía de la
palabra que dan la maestría del verso y de la prosa. Lo acariciaba el
color, última piel que cubre de hermosura el cuerpo silencioso de las
cosas. Lo estremecía la forma llena de densa plenitud, donde la vida
arde en el activo proceso, y los volúmenes impulsados desde adentro
denuncian el enigma de cada actitud humana. Y entonces, no ambicioso,
sino en el tanteo de las indecisiones, nuestro joven amigo escribe,
pinta y modela, tal vez con cierta desconfianza interior, pero firme en
su anhelo de creación, y de belleza. El paso imperial de la vocación
estaba dado, sólo faltaba el toque definitivo que ciñe la actividad al
perfil maestro del espíritu.
Tenía que hacerse esa última revelación. Tal vez el azar, fiel compañero
del hombre, suscitase la perfecta circunstancia, y desde lo hondo del
espíritu saltara, cual una saeta, el grito certero que sustrae el signo
escrito por los dioses en la final intimidad del ser. Una tarde, allá
por el año 1908, Zorrilla visita la casa del pintor Milo Beretta. No nos
es posible callar aquí el exquisito recuerdo de aquel hombre, tan
vibrante, tan acendrado, tan comunicativo. Era un maestro de arte a la
manera socrática, un fino y sabio conversador, una fuente de claridad y
de experiencia, generosamente entregada a todo joven que sufriera las
inquietudes e indecisiones de su vocación artística. Grande y noble en
amistad, no medía la donación de su espíritu, y con rara habilidad de
psicólogo, vertía, sutil e incisivo, la palabra clave, capaz de abrir un
sendero de luz en las nieblas que a veces obnubilan los primeros pasos.
Su casa, aunque no fuese una escuela, estaba abierta a todos los
artistas. Era taller y era museo. Telas y esculturas disputaban la
atención del visitante. Estaban dispuestas con habilidad y gracia, ni en
desorden romántico, ni por demás ordenadas, lo que contribuía a
acentuarles lo sorpresivo y lo connatural a la vida misma: ritmo y azar.
Y una tarde, allá por el año 1908, Zorrilla visita la casa del pintor
Milo Beretta. Éste había traído desde Europa muchas obras maestras de
artistas modernos. José Luís, maravillado, mira, contempla y se
emociona, hasta llegar por momentos a un leve temblor emotivo imposible
de disimularlo. ¡Qué dicha más pura y más honda para sus jóvenes y
agudísimos ojos! Otras personas están allí, se habla con fervor. Las
ideas y las impresiones surgen en el verbo, arden breves momentos, y
caen en el inmenso silencio con que el fugaz minuto se va por el tiempo
llevándose las voces de los hombres. Milo Beretta tiene ahora en sus
manos, labrada en mármol, una cabeza fina y honda, deliciosamente
esculpida por el célebre Medardo Rosso, uno de sus ídolos. Sabiamente la
mueve en la luz para realzar, por grados de revelación sus afinados y
misteriosos perfiles. Habla entre tanto con su raro poder de simpatía.
José Luís contempla y escucha. Está como anudado a la escultura. Su alma
se pliega como una tela húmeda y perfumada al mármol divino.
Interiormente siente un goce de música esculpida, percibe los ecos
psíquicos de aquella forma en su propia intimidad, y se ve a sí mismo,
por adentro, en su ciudad oculta, en su mundo estatuario, y contempla,
como en un sueño, lo que aún en él no es nada más que un sueño: héroes,
santos, poetas, músicos, pumas, águilas, atletas, gauchos, corceles,
árboles, llamas, rocas, formas rígidas en su violencia mineral y a la
vez dinámicas por su vital impulso... Y desde ese momento Zorrilla fue
escultor.
De inmediato, este peregrino de sí mismo que acababa de encontrar el
resalte poderoso de su vocación, se clava en su centro espiritual y
comienza a crear su buena salud de artista, se afirma con ardentía viril
en su propósito, siente ante la informe arcilla su honradez de obrero y
de artífice, y golpea, martillo y escoplo en mano, el austero granito y
el melodioso mármol. Y en los años, sin un momento de tregua, aquel
primer sueño que hizo desfilar las formas interiores sólo concebidas en
la sustancia irreal del alma, emana a la luz de la realidad, con su
plasma radiante, firme y permanente en la ruda piedra y el quemado
metal.
Cuarenta años han transcurrido desde entonces, y aquella amistad de la
adolescencia, no ha podido quebrarse. Yo diría más bien que el tiempo la
ha hecho más honda, más comprensiva y más necesaria. Es como una
comprobación de uno mismo. El corazón requiere y exige esos testimonios,
esos reactivos de su verdad, de su nobleza y de su temple. En medio del
vértigo de la vida moderna, esas perduraciones lentas y tenaces, parecen
burlarse de los aviones, de los ferrocarriles, de la irrupción casi
salvaje del tráfico comercial, de la ingenua aceleración de las modas,
del cambio aparente que sólo pinta y despinta el juego exterior de las
superficies. Y es que esas perduraciones lentas y tenaces se afirman en
las raíces de los valores fundamentales de la vida, y se pone a prueba
la capacidad humana de dirigir los hechos desde las entrañas del ser,
sin que nos arrase lo esencial, en lo verdadero, en lo bello, en lo
trascendente, la ilusión que se va de prisa, cuando ya ni sabemos a
dónde vamos.
Y en un día entre los muchos días, y bastante próximo a éste de hoy,
para sentir al amigo, me encamino hasta su taller de Punta Carreta, y
anoto lo siguiente:
Crece junto al portal de la geométrica fachada, impetuoso y grave, un
eucaliptus de recio tronco, cuya corteza, caprichosamente dibujada,
cambia de año en año su labrada tela, en tanto el árbol que ciñe
ensancha su viva columna. Alto y firme, está allí el eucaliptus con su
gigantesca talla, visitado por la oscuridad y por la luz en la rueda de
los días y las noches, soportando altivo, las rachas del viento del mar,
y mezclando a las ebrias sinfonías del oleaje el cimbreado canto de las
ramas. Pasamos junto a él. Nos complace abrazarlo. Nuestros dedos rozan
sensibles, su vitalidad titánica. Su piel olorosa nos refresca las
manos. De las hojas incontables caen sobre nuestra emoción una tierna
sombra y una serena fragancia. En su majestad, en la potencia con que se
ha plasmado a sí mismo, en la laboriosa fecundidad de sus semillas, en
el ahínco de sus raíces, en la corriente de savia que se eleva desde la
sombría madre a la luz paternal, en su hondura terrestre y en su salto
vital hacia el cielo, vemos simbolizada el alma del artista que,
inclinado hacia la arcilla del astro, imprime en ella las formas que
emanan de su fuego interior, la encendida idea de los arquetipos, hasta
convertir la materia en el Verbo de su propia espiritualidad.
Tras esta agradable sensación y bajo el sentido alegórico del árbol,
penetramos en el amplio taller de José Luís Zorrilla de San Martín. De
pronto, tras los primeros pasos, nos sentimos en su zona penumbrosa,
entre estatuas, bustos, relieves y bronces, suavizados por el leve toque
de las horas y por el polvo fino que dejan caer los años desde las
moliendas de la lluvia, del sol, de la brisa y del viento sobre la roca
del mundo. Los ojos se complacen en aquella ciudad silenciosa. Nada se
mueve, pero en todo vibra un pensamiento oculto, pulso de la frente
humana que los dedos del escultor eternizan en el plasma del volumen y
en el nervio de cada perfil, donde la luz tiembla como en el plumaje de
un ave. Todas las actitudes, todos los gestos, parecen detenidos en las
formas invariables de la escultura. La muerte, pensamos, no podría ser
más rígida. La quietud se hace inalterable en el bronce, en el mármol,
en la arcilla misma. Pero sentimos a la vez que allí se mueve el tiempo.
Esas cabezas, esas manos, esos torsos, emanan el pasado hasta
incrustarlo con ansiedad en el latido del presente. Cada estatua es un
manantial de la duración. El escultor que modela el barro y le comunica
su propia sensibilidad, crea el vencimiento de la muerte, y sumerge en
un vivir eterno las horas efímeras de la ensoñación. En el fondo, la
materia real del arte no es la piedra ni el metal ni el color ni el
sonido ni el verbo, pues éstos sólo constituyen el soporte de la
expresión. La obra de arte es tiempo que no muere, tiempo resurrecto,
tiempo robado por la emoción y la creación al sueño infinito de la
muerte. Allí, en el taller de José Luís, la edad del escultor nos asalta
desde distintas lejanías, nos rodea, se manifiesta impetuosa, emanando
desde todas sus creaciones. Los días de su alma no han pasado. Nos
esperan. Nos golpean suavemente los ojos, están inscriptos y vivos en la
escala de la Belleza. Desde las hundidas horas regresan por una finísima
reversibilidad de los instantes, pues en lugar de morir en la
profundidad de la materia, vitalizaron a la materia misma, ansiosos de
no naufragar en las tediosas cenizas de la Nada.
Ahora la luz viene de lo alto. El techo es transparente. La ola del sol,
semifiltrada, penetra como un grito de júbilo en el silencio de una
selva. Los reflejos se distribuyen, armoniosos y reveladores, cual una
vestidura sutil del fuego cósmico, sobre los cuerpos esculpidos. Las
formas arden, y la piedra y el metal cantan. Sobre la arcilla gris y
húmeda, el fulgor florece de vitalidad. El polvo se crispa, y el perfil
es llama. La ciudad de José Luís arde en un mediodía de trópico. El
pulso del tiempo se intensifica. Las raíces de la duración beben el
pasado y lo irradian en el hachazo del presente. Treinta años se mezclan
en una paradójica resurrección. Miramos entonces las manos milagrosas, y
las oprimimos luego... Cayeron las hojas de los árboles. Miles de veces
las olas del ancho río se aniquilaron en las rocas y en la arena. Los
cabellos de sol o de ébano se inclinaron, delicados, hasta la desmayada
luna. Nada volvió a ser su ser antiguo. El cambio, flujo del devenir,
impuso su ley terrible, y la belleza misma se marchitó sobre el orgullo
de los cuerpos irreprochables. Y entonces miramos de nuevo las manos del
escultor, fina prolongación de su vida, flor de los nervios y pétalos
del alma; las manos que vencieron a la muerte y al tiempo; las manos
sabias y viriles, hondas y creadoras, que pugnaron sobre la
impasibilidad de la arcilla para clavar en ella el anhelo de la
inmortalidad, el angustioso destino del arte lanzado hacia la
perpetuación del espíritu. ¡Las manos! Cambiaron ellas mismas. Perdieron
la ceñida línea juvenil. Arrugaron sus dorsos, se cargaron con el dibujo
fatal de los años. Llenas de historia, recias y dulces de experiencia,
creadoras de aquella ciudad siempre joven, las veía emanando un pueblo
de amor y de fervor que es la verdad viviente de un hombre, de un hombre
que fue tomando una a una sus horas para que flotaran sobre los niveles
del pasado, en el latido de cada instante nuevo, como los pájaros de una
selva, al estallar la aurora —flechas prodigiosas de la vida— vuelan
sobre la sombra donde los aprisionó la vencida noche.
Hacia la izquierda, matizado de verde, penetra en el taller un mágico
chorro de luz. Voy hacia él. Una puerta se abre, y me ofrece la entrada
a un pequeño jardín. El sol lo llena entero, cual si lo amase y se
complaciera en derramarle su energía y su júbilo. Una enredadera de
flores celestes trepa hasta lo alto del muro, y femeninamente, se
inclina en él, besándolo con la levedad de sus labios florales. Sus
guías entretejiéndose, ondulan en la brisa como los flancos de una
doncella bajo el amoroso deslizamiento de la primavera. En un rústico
zarzo de torneados travesaños, divaga, voluptuosa y ebria de luz, una
parra de extendidos pámpanos, bajo la cual podría haber labrado sus
cuartetos de vino, de fuego, de ebriedad y de melancolía, el persa Omar
Khayhán, soñando en el verso, en la mujer, en los sabores de la vida,
frente al pozo de la Nada. A la izquierda abre su corola elástica una
fuente donde los picaflores bañan su vuelo repentino, y beben la
minúscula gota en la copa radiante del aire. El líquido espolvorea sus
gemas vivientes. Vuelan sin cesar, inmóviles por momentos en la lluvia
suspendidos como astros, vibrantes como llamas. Luchan en dardeantes
batallas de amor y hurtan a las hondas flores el zumo erótico que empapa
el nacimiento de las semillas. El ligero gotear picotea y riza el agua
verdinosa del musgoso tazón. En el afinado silencio zumba el ala de las
abejas, y el agua que cae vibra en el agua yacente como el arco del
violín en el rendido encordado.
En aquel breve trozo de tierra, apenas diseñado por el encanto ingenuo
de una jardinería que es casi lo espontáneo, la vida se estrecha a la
vida, la dalia toca a la dalia, en el ciprés se esconde medrosa la liana
florecida, el camalote fluye su corola casi suspirada, la sagitaria
afina su dardo arrojado hacia el cielo, la salvia rústica alterna con la
aristocrática rosa, el árbol de combado ramaje sombrea a las más
humildes florecillas, cada vida tiene su puñado de tierra para beber la
vida, el pájaro medra y prospera en alegría y canto, la mañana es
gracia, el mediodía es himno, el ocaso es suspiro, la noche es
penetración y silencio.
El escultor ha querido que la variedad burle la pequeñez de su predio.
De ningún modo se ha limitado la multiplicidad y la lujuria de la
Naturaleza. Hay orden y desorden, estilo y locura, forma y caos, sombra
justa y no impedida luz, geometría y capricho, quietud y danza, anchos y
largos tonos y abigarrados tapices. Pero, además, hay algo mágico, algo
que no parecería posible en aquella dimensión; hay, junto a la gracia de
la miniatura, la altitud que crea una impresionante grandeza. Este
jardín es un jardín estático. Falto de anchura como para transmitir la
equilibrada armonía de lo clásico, ha irrumpido, mediante el afinamiento
de los cipreses y sus arriesgadas siluetas, en una estilización que
asocia el atrevimiento del gótico, el vuelo de las finas columnas, el
perfil ceñido de las ojivas, la agudeza de los torreones que flechan el
azul levantando el espíritu en el vuelo del arrobamiento.
Hacia la hora del ocaso, al desmayarse la divina luz del sol, los
cipreses se doran levemente, con un oro pálido y espiritualísimo, en
aquella parte de su verdor que se enfrenta hacia occidente. Del lado
oriental, cenicientas franjas de tristeza descienden desde lo alto hasta
la tierra. ¡Fuego y ceniza, doble ilusión del crepúsculo, último trance
de la tarde, degradación de la luz que la sombra uniforma al toque de la
noche, cuando el pájaro ha escondido su canto en el sueño, y el élitro
del grillo mueve en el silencio el fluir indefinible de los instantes! Y
entonces, los finos y tenebrosos cipreses, altos y mudos, nos levantan
los deseos del alma —elevación y elevación— para desprenderlos y
extraviarlos en el laberinto de las estrellas.
El escultor me ha dicho que es esa la hora en que contempla
interiormente sus propias esculturas, y en que las proyecta a modo de
sueños y siente que lo rodean y hacen regresar los tiempos de cada
creación. La noche le va cerrando la luz exterior, y el espíritu la
sustituye por la luz interior. Y siente entonces el goce de la
compensación, el premio de una voluntad intensamente exigida y el anhelo
de superarse sin un día de tregua. La noche, agrega, es siempre la que
más nos une a nosotros mismos.
Quien entra desde la calle hacia el jardín de José Luís, se siente
inclinado, repentinamente, a prolongar la mirada que se alejará de los
ojos rozando los troncos y los delgados cuerpos de los cipreses.
Descenderá, tres escalones, y será halagado por el frescor de la sombra
que se apoyará, perfumada y suave, en las manos y en el rostro. Acaso
necesite detenerse un instante para armonizar el espíritu con el ámbito
del vital silencio, con la fineza de la humedad desprendida en olas
sutiles desde la savia interminable. Sus ojos, por leves trances saldrán
de la unidad del conjunto al breve número de cada detalle. Recorrerá el
juego espontáneo de las líneas, el ondular de las mezcladas curvas, el
crecer decidido de las potentes rectas. Sondeará la profundidad de los
ramajes, los tajos de luz que se adentran en la copa de los árboles.
Estrechará el dibujo azul o gualda, de cada flor o de cada pétalo. Verá
la raíz tenaz sumergiendo sus porosos hilos en el pingüe espesor del
barro. Deteniéndose otra vez, le parecerá oír la entrañable sinfonía de
las formas, la emanación de tremendo misterio que sube del limo amorfo y
crea con él todos los estilos de la vida, cual si estuviesen escritos en
el espacio donde los seres pasan de la idea al volumen, o en una
plástica inteligencia recóndita en el espíritu de su savia. Vivirá
entonces el apasionado poema del ser uno y múltiple, el poema de la
marea vital para el que no existe tregua posible en su elevarse y en su
desvanecerse. Y configurada toda la imagen, tocará con su esencia en el
misterio del arte, cuando de la sustancia uniforme del alma, como de un
planeta, comienzan a desprenderse las formas del poema, de la estatua,
de la sinfonía, de la danza, y la mente del artista desarrolla en la
materia de la expresión, el mismo oleaje de vida que irrumpe de la
esfinge infinita de la Naturaleza. Tal vez en ese mismo minuto su
emoción se detenga en el angosto pilar que soporta la cabeza en bronce
del poeta de Tabaré. El artista del metal lo ha levantado allí en
homenaje a su propio padre, el artista del verbo.
Mirando aquella frente y aquellos ojos que se espacian en el sacro
ámbito, entre los delgados cipreses, se diría que el jardín del hijo es
el jardín del padre, y que las formas musicales de la palabra son las
mismas formas musicales de la escultura, y que éstas y aquéllas, a la
vez, son las mismas formas de la Naturaleza.
La emoción y la reflexión
se cortan de pronto. Dos avecillas, de las más pequeñas, se han ocultado
por detrás de la escultura. Las buscamos curiosos, y no podemos
hallarlas. He aquí un acontecimiento extraño. Pero el misterio se aclara
muy pronto. El cuello del busto nos muestra la abertura por donde el
mismo busto fue vaciado. Los pajarillos entraron por allí, viven dentro
del cráneo del poeta, apoyan su lecho de briznas en la cavidad bucal, en
el pasaje delicioso de la palabra lírica, en donde cada letra del verso
creó las alas de la música, y hecha himno, elegía, salmo, se abrió paso
por los infinitos caminos del aire y de la luz. Todo es mito, símbolo,
alegoría. La naturaleza es lenguaje.
Detrás de cada hecho trasciende el oculto sentido del Universo. El azar
mismo es siempre una creación cuyo misterio nos ofrece una clave. Lo
sorprendente nos aguarda en todo lugar. El ave no sabe esta leyenda
prodigiosa, que es una verdad ante nuestros ojos. Todos los poemas
parecen hechos de antemano. Aquí, en los altos y finos cipreses, el
prodigio nos esperaba. En la broncínea cabeza del poeta muerto, las aves
del canto viven aún. Dos pajarillos anidan en un busto, y nos han
revelado el enigma de la inmortalidad. Imaginad ahora la noche, el
altísimo silencio, la callada migración de las estrellas, el paso
tembloroso de las horas oscuras, y pensad en el busto de Zorrilla, en el
breve nido, en las dos avecillas sobre los gérmenes del amor que las
une, en la creación de la vida próxima ya a brotar de los huevecillos
albos, e imaginad el nacimiento de las alas y del canto, allí mismo, en
el pasaje de la voz, en la vertiente de la poesía, y advertiréis el
sabio signo de los escondidos ecos...
Hacia la izquierda rodeada de follajes y de flores, en prudente
dimensión que no desentona con la estrechez del jardín, el escultor ha
colocado desnuda, ceñida por el tierno racimo de sus hijos, una madre,
reclinada, de formas frutales, de noble perfil, una Eva plena y firme,
fecunda perpetuadora de la especie. Desde su altura, preside el coro
vegetal de la vida. Las hojas dibujan su sombra sobre sus lácteos
pechos, o se apoyan en el perfil de sus muslos, y algunas semillas han
rodado sobre su vientre como si escuchasen el llamamiento de la
fecundación. El tiempo fluye de su profundidad como el trigo emana de
los surcos ... Próxima a un arco de abrazadas lianas, una Erato de
bronce, apasionada y patética, alta la cabeza que busca el cielo,
expresa, en intensa mezcla de dolor y deleite, el canto universal del
Eros infinito. Sus manos vehementes tañen la lira heptacorde. Del pecho
quemante emerge el canto que se desprende del doble incendio del alma y
de la sangre. Pienso en Delmira. La misma conmoción, la misma llama, el
mismo goce, la misma agonía. Pudiera ser el signo que quemó aquella
carne sublime... Y en el fondo, hacia la izquierda, donde más se
oscurece la maraña de las ramas y el laberinto de los follajes, hay un
peregrino que ha truncado su paso ante el misterio de aquel jardín
contradictorio. ¿Cómo atravesarlo sin detenerse en él? ¿Cómo burlar los
lazos sensibles de su dulzura y de su voluptuosidad? Es la tierra
fértil, y no el árido desierto. Mas el peregrino busca como guía los
finos extremos de los cipreses, místicos, agudos, apuntando al cielo,
levantados en éxtasis, y sin apartar de ellos sus ojos sobrehumanos, al
llegar la noche, cuando el grito solar de la vida se calle, proseguirá
su marcha, recto de soledad. Y detrás de él caerá la luna, y con ella
revivirá el suspiro de la fuente y la canción de Erato flechará los
deseos, y la rosa abrirá sus labios bajo la herida de la estrella, y
descenderá del racimo la gota mágica de la ebria locura, y la madre se
estrechará a sus hijos, y la liana beberá el zumo fragante de los
cipreses, y la plateada luz se plegará a las formas para recibir en su
tela finísima el mismo amor que sostiene el vuelo del Universo.
Tal el jardín de José Luís Zorrilla. ¿Qué quiso encerrar el escultor en
aquel breve trecho de la madre tierra donde las estaciones del año
acuden invariables, sin invertir jamás el ritmo de su paso y el orden de
sus rostros? Reposo del invierno, juvenil despertar de la primavera,
madura plenitud del estío, pálida agonía del otoño, y otra vez, tras el
invierno caduco, la vital explosión de la primavera. Allí el artista
asiste a las maravillas de la creación. Ve, al avivarse los poderes del
Sol, cómo suben las hojas y las flores desde la sed de las raíces, y
cómo todo lo que vive, por forzoso destino, penetra en la forma. En lo
vital, y aún por debajo de lo vital, cada elemento crea su estilo, y en
sus profundidades lo mismo que en sus superficies hay una geometría en
acción. La ondulada del mar, las pirámides de la llama, y la
circunferencia de los troncos, las espirales de las lianas, las
sinuosidades de las nubes, las paralelas del viento, las moles redondas
o quebradas de los roquedos, la flecha del ave, la cuchilla del pez, la
horizontal de los toros y de los corceles, la vertical del hombre. Tal
el más entrañable enigma de la Naturaleza. Crear, es un orden, una
jerarquía, una escala, una superación. Cada ser entra en un molde
pensado por el astro en su recóndita sabiduría, y lo que no puede llegar
a una forma, lo que no penetra en el infinito misterio de la geometría,
lo que no se limita en líneas y contornos, según los estilos
maravillosos del cosmos, eso no puede llegar a ser, no logra asomarse
como una evidencia y como una realidad a la luz de los altos espacios.
Por eso mismo cada ser busca su estilo, y cuaja su plasma en una forma
definida, y toma su color, y acepta su voz, y aguarda su hora, y penetra
como un rayo de la vida a la ininterrumpida palpitación del Universo.
Hablo en su jardín con José Luís Zorrilla. De pronto, el escultor ha
pasado ante mis ojos, en casi repentino tránsito, desde sus primeros
años juveniles, a este alto y maduro año de su vida. Lo contemplo
después fijo en su ahora. Como en una tela perfectamente encuadrada,
está de pie en la puerta entre su taller y su jardín. Cae lenta una
tarde divinamente melodiosa y suave. Se experimenta goce profundo y
delicado de sentir y de meditar. Entre tanto su voz afirma con una
satisfacción que sólo los elegidos pueden comprender hasta el fondo
heroico de su sentido: se puede tener mucho menos que otros hombres, se
puede haber trabajado y luchado inútilmente y mucho más que otros
hombres. Pero la creación es un goce único, y el más completo, el más
lleno de verdad, el más semejante al propio misterio con que la
Naturaleza se sostiene y se renueva a si misma, perpetuando el calor y
la potencia de la juventud. Y afirma: el arte, es cierto, representa
muchas veces un sacrificio; nos quema día a día, nos exige cada vez un
paso más; nos burla, nos punza, no nos concede treguas, es una verdadera
fatalidad. Pero no lo abandonamos nunca, añade. Nos da algo tremendo,
algo como la generación misma, algo noble y hondo, cual esas formas que
están viviendo en el jardín, hijas del genio de la tierra, verdaderas,
concretas, entradas y estremecidas en su propio dibujo y en la trama
vital do su sustancia.
Es ya como un instinto en José Luís pasar de su jardín a su taller, y
desde éste a aquél. Yo veo la tierra, capaz de todas las formas, lo
mismo en el uno que en el otro. Veo el esfuerzo y el esplendor de la
Naturaleza levantando sus creaciones desde la profundidad del limo, y
sometiéndolas al ritmo y a la melodía de las líneas, y veo la arcilla
informe bajo las manos del escultor amigo, organizándose, jerarquizando
su ciego destino, convirtiéndose por grados de inteligencia y
espiritualidad, ahora en héroe, ahora en diosa, ahora en efebo, ahora en
santo. Entonces pienso que el escultor es una prolongación de la
Naturaleza misma, que el pensamiento que está en ella, está en él.
Concibo que para el artista todo sea símbolo, y que haga un lenguaje de
sus formas, como la propia tierra hace el suyo en el instante de sus
creaciones. Pienso ante el escultor Zorrilla, y en todo lo que modelan
sus manos, y lo veo añadir el esfuerzo de su inspiración a la forma aún
increada en la arcilla, pero sí en su espíritu. Sensibilidad e idea se
atraen. El artista indaga el signo interior que anhela inscribir en la
realidad objetiva y plástica. El momento inspirado en que se rinde la
plenitud de la obra, ha de llegar, como para el grano de trigo que
parece dormir en el surco, llega el instante en que comienza a elevar,
arquitecto de su propia sustancia, la fina, la delicada columnita de su
tallo.
Zorrilla, que tenía mucho de poeta y recitaba los poemas magistralmente,
me decía que el naturalista, habituado a captar los seres desde su
profundo origen, captaba el proceso biológico, como el escultor hace
conciencia de su trabajo. Al contemplar un árbol en su esplendor, no se
conformaba con ser sólo el testigo de su armoniosa presencia, sino que
lo veía en su crecimiento, lo sorprendía cuidadosamente replegado en la
semilla, y desde ese punto mismo se complacía en seguirlo en su sencilla
y natural historia. El presente incluye al pasado. Los instantes se van,
decía José Luís, no sabemos a dónde, pero dejan su obra en cada ser,
tejen o destejen la trama de los hechos, añaden o quitan, según el
trance que atraviesa cada realidad, algo que entonces no era, y que
ahora es.
El escultor sabe, ante la presencia de un hombre, agregaba aún Zorrilla,
sentir cada tiempo. Sus años lo envuelven y lo penetran. Está
acribillado de inscripciones. El pasado está esculpido en su forma, en
su expresión, en su palabra. Lo invade, lo llena de signos, lo
trasciende. El escultor lo lee de afuera hacia adentro, y luego, al
modelarlo en la arcilla sabe imponerle la síntesis y la totalidad.
Las palabras del escultor se detienen. Lo miro fijamente, y en cierto
modo, como por una prolongación de su presencia, lo voy leyendo en el
tiempo de su duración. Conozco aproximadamente su historia de hombre y
su trayectoria de artista. Lo sé nacido en Madrid, en la legación de
nuestro país, unos meses antes de cumplirse el cuarto centenario del
descubrimiento de América, unos meses antes de que su padre hablase en e
convento de La Rábida, encarnando el Verbo de nuestro nuevo mundo. Lo sé
luego floreciendo su niñez en París, familiarizándose con el matizado
idioma de Racine y de Hugo. Lo contemplo luego en nuestra ciudad, lo veo
entrar en ella a su indefinible adolescencia, cuando la vocación va a
inscribir el signo de fuego de su permanencia en lo íntimo de la
personalidad. Lo sorprendo en las aulas universitarias viviendo una
aventura más de su inquietud y de su esperanza. Ya en el ámbito del
arte, rememoro su primera exposición en la sala de Cateli y Moretti.
Tiene recién 17 años. Poco después, deleita su espíritu curioso leyendo
los Motivos de Proteo, de Rodó, e ilustra, con frescas y finas viñetas,
tres de las magistrales parábolas del gran maestro de la prosa, bien
compenetrado de sus movimientos plásticos y de su mental simbolismo. Al
ser publicadas con un breve prólogo del autor de Ariel, éste anota:
"Acaso hubiera opuesto yo algún reparo en cuanto al interés o la
oportunidad que la gente pudiera hallar en la idea, pero fue suficiente
para vencer todas mis dudas la consideración de que el texto mío dará
oportunidad para que luzca la precoz maestría de su lápiz el joven
artista que han llamado ustedes a colaborar en la obra y parece
destinado a mantener los prestigios de su apellido ilustre con la
madurez de sus lisonjeras promesas".
Algunos días penetra el joven Zorrilla, lento e introvertido, hacia los
fondos del Prado, tenso el espíritu, en polémica su esperanza y su
anhelo, a la vieja casa quinta de Agustín de Castro. Varios jóvenes se
disputan allí, en bella y honda lucha, becas de estudio artístico para
la magistral Europa. Se ha medido a sí mismo, y alimenta esa confianza
de quien se ve obligado al azar de los jurados. Triunfa y retorna a la
dulce Francia de su niñez, mas ahora con una conciencia sobreavisada,
con la grave emoción de su responsabilidad, con fiebre y sed de hacerse
a sí mismo, y abrir así el camino seguro por donde desfilarán sus
creaciones. Llega a París cuando la guerra del año 14 madura su
gestación, tras una larga paz, que como todas las paces humanas, no son
otra cosa que una tregua de las rudas batallas.. Tras una breve estada
en Lutecia, se encamina a Italia, y al llegar a Florencia se siente
detenido por el prestigio de su tradición y su belleza. A todo esto, la
guerra había estallado, ciega, brutal, impetuosa. No fue posible
permanecer en aquella Europa agitada y estremecida, y a fines de
diciembre de 1914, Zorrilla reaparece en nuestro Montevideo, con sus
estudios interrumpidos. No obstante, algo grande lo ha emocionado. Era
la hora Rodin. Vio, se compenetró y amó las producciones del profundo
maestro. Captó, con los finos tentáculos de sus nervios, la humana
sensibilidad, la hondura psíquica, el vital anhelo, la pasión
dinamizadora, el calor y el elán de su obra. Admiró también la terrible
tensión de su voluntad y la sagrada belleza de su sacerdocio y de su
artística unción. Alto ejemplo, pensó, lección activa y fecunda, para
quien está sostenido por el entusiasmo y la esperanza en la hora grande
y silenciosa en que se hace la verdad en uno mismo.
De Florencia trajo José Luís dos mundos humanos y sobrehumanos:
Donatello y Miguel Ángel.
Los dos le mellaron sus entrañas de artista. Pasaba del uno al otro,
para medirlos en la desnudez de la sinceridad. La intimidad quemante, el
dramatismo interior, la pasión ansiosamente espiritualizada, la forma
ceñida y densa de expresión de Donatello, le parecían insuperables. La
majestad de lo grandioso, la titánica potencia, el desborde universal y
sobresecular de Miguel Ángel, con la esencialidad y el impulso de sus
arquetipos, le creaban a Zorrilla esos estados casi divinos de adoración
en los que se pone, con anchura de océano, todo lo mejor que somos
capaces de darle a los supremos creadores, en razón de esos amores que
nos hacen como partícipes de la majestad de los dioses.
Aleccionado por los artistas del viejo mundo, rico de experiencias,
enaltecida y tenaz la voluntad, trabaja de sol a sol, con esa secuencia
que lo ha caracterizado siempre, firme, sencillo, limpio el corazón de
toda maldad y seguro en su bondadosa hombría. Depura y vivifica el
modelado. Busca la expresión briosa, profunda y brillante a la vez.
Estudia actitudes y posibilidades simbólicas de la realidad plasmada.
Amplía y acendra su cultura artística y literaria, para poner a
contribución en su obra, todo lo que implique jerarquía y excelencia
idealizadoras. Afirma su seguridad y su maestría, y por inquisitiva
necesidad, se sondea para saberse mejor, y para darle a su trabajo
impulsivo y un tanto arrebatado, la necesaria vigilancia de su
conciencia, conciliando así su pasión romántica con la gravedad de la
disciplina clásica. Entre las obras de esa etapa merece destacarse su
monumento a la Batalla de Sarandí, en donde vemos a la india como
originaria virtud de la independencia y como raíz autóctona de la
nacionalidad, y al puma celoso, arisco, replegado en la crispación de su
coraje y siempre resuelto a su arrojo avasallador.
Hacia el año 1922, José Luís Zorrilla, ya casado y padre de dos hijas,
vuelve a Europa. Un alto batallar le encrespa el entusiasmo. Pondrá a
prueba toda su capacidad y todo su ahínco. Alquila un viejo taller en
una antigua y condenada callejuela, que se enfrenta al muro almenado de
la cárcel de la Santé, en donde evoca en su rigor y en su frialdad
primitiva, la etapa de los Luises. Allí concibe y realiza su monumento
al gaucho. Muchas veces, desde las ventanas, contempla la vetusta y
sombría prisión, imagina las cadenas y los cepos y las conciencias
oprimidas y esclavizadas. ¡Estupendo contraste! En su arcilla, fresca,
dócil, húmeda, se van esbozando el corcel y el jinete, y en ambos, la
actitud andante ante los abiertos campos de América, las vastas
distancias casi desiertas, vencidas por el tropero y el domador, por los
soldados aguerridos y los caudillos visionarios, bajo cuyas miradas
libres y tenaces, habrían de plasmarse dos nuevas naciones.
Un día, pasado al yeso, el monumento al gaucho aparece expuesto en el
más importante Salón de París, entre tres o cuatro mil obras. Atrae,
impresiona, merece el serio y valorador comentario de la crítica, y
obtiene, como justa retribución, la medalla de plata. El bronce llegó a
nuestra ciudad, pero era difícil para el artista traer también el yeso,
y nuestro primario héroe de las anchas praderas, bajo los martillos
implacables, fue convertido en polvo. También trajo Zorrilla desde París
su monumental Fuente de los Atletas.
No podré ahora sino enumerar, y en cierto modo clasificándolas, algunas
de las obras de este fecundo artista, poniendo en alto el valor de su
diversidad. Anotemos su Gaucho y su viejo Vizcacha, ambos de marcado
localismo, pero concebidos con una esencialidad que afirma y configura
un propósito de universalización, con lo que Zorrilla ha logrado la
conjunción de dos elementos, que en arte, por lo general, se excluyen.
La Fuente de los Atletas, semigriega, pero con una realización que
encuadra dentro de la época alejandrina, con su torsión apasionada y
barroca.
El Monumento a Mariano Soler, de gravedad religiosa, en donde el cuerpo
yacente dice la caducidad de los seres efímeros, las vidas como los ríos
de Manrique, que van a perderse y a diluirse en el gran océano de la
muerte; y las cuatro figuras vivas que simbolizan la supervivencia de la
fama viviente, aquella vida de la fertilidad espiritual, que allí se
alegoriza por la piedad orante, la voluntad sabia, la virtud heroica y
batalladora, la peregrinación oferente, humilde y sacrificada.
El obelisco a los Constituyentes del año treinta, donde predomina el
elemento arquitectónico, con la aguja triangular, que rompe con la vieja
tradición de las cuatro caras, y prefiere la suprema simplicidad
geométrica, cerrando la materia firme y recia con sólo tres planos, lo
que unido a la altura y a la terminación en vértice, logra una
espiritualización extrema de la materia plástica, y da al conjunto la
sensación de una idea limpia, audaz y dardeante. Tres figuras que
corresponden a las tres caras de la pirámide, traducen el concepto y el
sentido de la obra: la libertad, la ley, la fuerza, síntesis final del
hombre como entidad social y civil. Igual sentimiento de monumentalidad,
igual fusión de escultura y arquitectura, corroboraríamos en el
monumento al general Roca, pero lo ya expresado es suficiente para
nuestro propósito, en cuanto a las obras amplias y de aliento.
Dentro de las restricciones de nuestro medio, el ejemplo de José Luís ha
sido aleccionador, y no sólo por lo que nos va dejando en su obra
plástica, sino también, por lo que trasunta, de firme experiencia y
clara sabiduría, en sus clases y en sus charlas amistosas. Nada en él
afectado, ni artificioso. Habla como al azar, sin abrumar a nadie con
todo lo que sabe, fluyendo naturalmente sus reflexiones y su aprendizaje
directo sobre la materia expresiva, tocado por la edad de una serena
maestría, y ordenando las palabras con un don de sencillez y
espontaneidad, semejante al de su más grande y venerable maestra: la
Naturaleza. En diálogo con el amigo, cuando el ocio bien ganado se
adorna con la flor de la palabra, lo he oído, evocando en mi hora
juvenil aquellas clases que dictaba su padre en la Facultad de
Arquitectura, sobre teoría e historia del arte, a las que me complacía
en concurrir como oyente, abandonando muchas veces tal o cual asignatura
de bachillerato y haciendo peligrar mas mis ya peligrosos exámenes, pero
compensándome, en cambio, con la palabra vivísima, incisiva y venturosa
del Poeta-Maestro, que respondía a la dinámica de su pasión romántica
con yo no sé qué superabundancia de nervio y llama, que hacía de la
expresión de Zorrilla una renovada conmoción y un caprichoso deleite. En
la palabra, como en el dinamismo de su escultura que se corresponde con
el brioso movimiento estilístico del verso y la prosa del poeta padre,
vuelvo a encontrar en José Luís el eco de aquellas clases inolvidables.
Escuchándolo, he logrado reconstruir sus conceptos fundamentales, las
esencias a las cuales se llega, más que leyendo a los teorizadores, con
el sondeo de las vivencias que se suscitan en el taller, frente a la
arcilla, modelando, sintiendo el proceso y el advenimiento de las
formas, reflexionando las etapas, anhelando la síntesis vital que selle
en fuego la seguridad de la obra.
Zorrilla ha observado que la forma humana es redondeada y como movida
por la fuerza vital, de adentro y hacia afuera, y no obstante, sabe que
el secreto del escultor radica en hallar en esos contornos y redondeces,
los planos fundamentales en que parecen inscriptos los movibles perfiles
de las curvas. Ante la presencia humana, el artista indaga y persigue en
esas formas estremecidas que está creando desde su impulso interior, la
real y potente sensación de la vida. Cada fragmento es sentido,
sondeado, investigado, pero en función del conjunto, como parte de una
síntesis, que habrá de ser la corona del esfuerzo. Sólo al final de esa
búsqueda, encontrará los planos fundamentales que expresen la
palpitación y el estremecimiento que anhelaba. Divide, separa, y luego
junta, reúne, articula, hasta que la viva conjunción de todo lo
realizado, premia con la densidad y la armonía de la síntesis.
Vista la realidad expresiva de una escultura, piensa Zorrilla, existen
mil finos y sutiles detalles que, por su misma delicadeza, escapan al
que la contempla como un todo. Apreciamos en unidad los resultados
finales, pero se nos evaden los medios de mayor sensibilidad y de más
menudo esfuerzo que el escultor utilizó en sus búsquedas, en sus
intentos y en sus resoluciones. Cabe aquí recordar la famosa experiencia
de Rodin, cuando perseguía frente a las esculturas griegas, el milagro
de su maravillosa plasmación. ¿Cómo llegaron aquellos lejanos artistas
hasta donde lograron llegar, constituyéndose en permanentes maestros
para toda generación que aspire a un arte grande y poderoso de vida? Es
ante esta inquisitiva pregunta que Rodin, dentro de su taller casi
oscuro, toma una pequeña luz y la desliza, rasante, sobre los divinos
mármoles. Los grandes planos comenzaron poco menos que a ondular; cada
uno de ellos, como en una casi imperceptible orografía, denunciaba una
infinita variedad de pequeños pasajes y perfiles, que en el conjunto se
fundían enteramente, pero que en la vibración creadora de la luz,
animaban la vitalidad de aquellas deliciosas epidermis de mármol. Guiado
por estas revelaciones, Zorrilla se apoderó, a mayor conciencia, de los
enigmas y las claves de la forma hasta madurar en profundas maestrías, y
dentro de ellas propendió a las amplias síntesis, sin olvidar jamás el
proceso sensible de los detalles, que constituyen la textura finísima de
la realidad plástica.
Pero nuestro compatriota pertenece a la generación de escultores que,
después de la nueva lección de Bourdelle, y tomando su revelación como
una evidencia, intentó someter sus formas a las imposiciones de la
abstracta y geometrizadora arquitectura, armonizando los grandes
conjuntos dentro de un equilibrio grave, en un ritmo de números que
presiden el movimiento de la inspiración, y dando su parte a las nobles
estructuras lógicas y sabiamente meditadas. Él mismo ha dicho que esa
lección de jubiloso sometimiento se lee con máxima elocuencia en el
período romántico, prolongándose luego en la mejor lección del gótico,
donde el escultor, seguro de la función de su arte, plasma sus formas
vitales, subordinándolas en profunda y radical fusión, a las directivas
abstractas de la arquitectura, con lo que establece una compenetración,
una comprensiva nupcialidad de las dos artes.
De ese concepto, donde razón arquitectónica y vitalidad escultórica se
abrazan hasta fundirse en un todo, emana el sentido de monumentalidad
que tipifica lo más personal y logrado de Zorrilla.
Recordemos que nuestro escultor, artista de raza, y por ello mismo,
sincero con su propio yo y con todas sus potencias interiores, no
desnaturaliza nunca su verdad profunda, el desnudo coraje de su
temperamento. Su carácter es dinámico. Sabe que en su imperio y en su
intrínseca virtud, el espíritu es el que mueve a las formas con su afán
apasionado de que expresen los irreprimibles deseos y aspiraciones de
los seres. Hay en esa vehemencia y en esa tensión, una cosa cálida, de
purpúrea sangre romántica. Es una ley suya, porque es una irradiación
espontánea y caliente de su temperamento. ¿Cómo y para qué reprimir
aquello que es uno mismo? Por otra parte, Zorrilla hijo, lo ha heredado
—ya lo dijimos antes— de Zorrilla padre. Su arte traduce así, dentro de
la gravedad, del ritmo y del número arquitectónicos, la movilidad
interior, la cambiante carga subjetiva, la agitación y el anhelante brío
de lo heroico, la fuerza en acto, la hazaña en impulsión, el episodio en
su dramática estructura. No olvidemos tampoco que todo ese sentido
moviente de la forma íntima en su recóndita expresión de vida; toda esa
ordenación de las actitudes y de los planos y volúmenes donde se
inscriben armónicamente para constituir y trasuntar un acorde de
geométrica arquitectura, tienen además el valor revelado do una honda
conmoción poética.
No es que un arte acústico invada un arte plástico y se superponga a su
propia caracterización. Cada zona del arte tiene, sin duda, sus
limitaciones, pero la complejidad del espíritu va más lejos, y admite
esas misteriosas sinestesias donde las formas y el color tocan en la
música y donde la música asocia, por oculta virtud, el colorido, el
movimiento plástico, el juego de las superficies acariciadas por la luz.
Lo poético, en su reveladora verdad subjetiva, asalta las manos del
escultor que modela y de igual modo, lo musical fluye de los sabios
dedos mientras éstos vibran sobre la arcilla. Y luego, la estatua, o el
relieve, siendo fundamentalmente plásticos, son también canto recóndito
y arcana melodía.
En algunas obras, más que en otras de Zorrilla, se dan estas delicadas y
sutiles sinestesias. Bastaría, para comprobarlo en viva evidencia,
contemplar, lenta y silenciosamente su Venus Genitrix, su Erato, su
pequeña Niobe de bronce, en donde la vibración poética impregna al noble
metal y le transmite una intimidad singularísima, de Verbo silencioso,
de sonido ininteligible. El espíritu se complace en oír en ese silencio
de interior plenitud, en extraer la palabra sofocada y la melodía
náufraga, que gravitan en el misterio de la forma, como reconditez de lo
poético, que no desvirtúan la forma plástica, sino que la convierten,
por un delicioso sombolismo, en la más pura revelación de todo lo que
sentimos y callamos.
Y diré ahora, para terminar esta ya excesiva disertación, que esa virtud
lírica que se acentúa tanto en José Luís Zorrilla de San Martín, la
evoco como nunca cuando recuerdo e imagino, a la distancia, el retrato
de su esposa, la admirable Bimba, como la llaman quienes más la conocen.
Está labrado en mármol y en alma. Los hombros se redondean suavemente en
la luz. La frente se inclina en una proporción justa y armoniosa. La
boca sonríe sin sonreír, como por magia y milagro. Los ojos miran sin
mirar, y no sabemos si lo hacen hacia adentro o hacia afuera. El cabello
se ajusta a la línea pura del cráneo, con una sobriedad clásica, como
para que no ganen demasiado con una fácil exageración, en desmedro de
los otros temas del rostro. El conjunto siente, vibra subjetivamente con
una insinuante ternura, canta en silencio, y sólo canta con su silencio.
Hay una sinceridad vivida desde adentro, como en una transparencia del
mármol, y una plena sensación de logrado destino, sobre la cual puede
edificarse el sueño de un artista. El afinamiento de la sensibilidad en
la plasmación de los contornos y perfiles, llega a lo impalpable de la
música, a la curvatura del verso que se pliega a la ondulación del
espíritu. Y no obstante, aquello es mármol, es línea, es plano, es
volumen, es escultura, es vibración directa de la vida. Pero, esa cabeza
labrada en amor, canta en la luz con una voz arcana!.