El poder de la música

Crónica de Carlos Sabat Ercasty

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1900 (Montevideo, 7 de diciembre de 1969)

Apolo Musageta

Museo del Vaticano Roma

Es sensiblemente extraño que exista la música, y por vía de los oídos, se apodere de nuestra alma. ¿Qué es lo que ocultan los sonidos, y qué somos nosotros ante ellos? Cada nota de por si, aislada, vale menos que el silencio. Pero cuando penetran todas ellas, melódica y armónicamente en el movimiento, y el ritmo las enfila en sus construcciones temporales, crean de inmediato un idioma sin palabras, de arcanas esencias, prodigioso enigma del tiempo vivificado que emana desde el músico al auditor.

Las tonos se aproximan y se separan, coinciden o se aíslan. Hay un fluir que se apodera del nuestro y transporta la emoción del músico. El tiempo, moldeado en su alma se infiltra en nuestros días. La temporalidad se realiza entrañablemente, y mezcla y combina un ser con otro. Es un tiempo doble que se convierte en un solo tiempo. Una sensibilidad dinamizada vierte el flujo de los instantes sonoros. El creador se desborda en mensajes, y el receptor se abre y los absorbe en una finísima impregnación. La vida más íntima del compositor nos llega en ondulaciones que se entretejen a la nuestra. El sonido tiene entonces la otra cosa de lo que ya no es sólo sonido. Viene cargado, sigue siendo el mismo en su singularidad; pero está pasado por alma, y en ella toma un sentido de profundidad que sólo pueden darlo los pozos emanantes de la psiquis.

¿Es sólo, acaso, el movimiento, el tono, la modulación, la melo-armonía? ¿Se forma en el conjunto una especie de capacidad, alargada a modo de cauce, por donde corre el desprendimiento audible de una vida? ¿No habrá en quien escucha la captación de un devenir vital y espiritual, de un deslizamiento de la duración más íntima tatuado en las voces recónditas? ¿Cómo ocurre que la sensibilidad reconoce lo musical de lo simplemente sonoro? Preexistirá la música en la arcanidad de nuestro ser, y se establecerá una aproximación entre lo que llega expresado y lo que aguarda en los signos ideales del espíritu? ¿Escuchar será, entonces, un diálogo entre el artista creador y el receptor de sus mensajes? ¿Existe una música potencial inscripta, un abecedario del sonido puro que construye en cada alma, con lo que ella misma contiene, la moviente arquitectura fónica que se nos transmite?

El espíritu es extraordinariamente sutil y complejo. Su mapa es imposible. Dibujamos su quietud, una de sus múltiples apariencias, pero su movilidad desafía toda plasmación y todo delineamiento. Percibimos, sí, su emanación y su receptibilidad, pero ya como cosas hechas, como procesos terminados, pero se nos evaden siempre los hondísimos poros por donde emanamos y las redes introsensibles por donde percibimos el llegar de los mensajes. Cubrimos de nombres sus fuentes, y de verbos sus irradiaciones, y esas letras han salido de él y no se explican a si mismas. Toda psicografía peca de rigidez y sequedad. No hay esquemas para lo invisible. Los mitos, por altos que sean, no van más allá de la luz de los astros, de los símbolos del lenguaje, o de la física movilidad del agua o del aire. Vemos lo hecho, el producto pero no el hacerse ni el producirse.

En esa forma, los pozos emanantes de la música se ocultan bajo la trama movible de los sonidos. Pero debajo del sonido, ¡cuánto misterio, qué insondables urdimbres, qué disposición inasible de dinámicas geometrías, qué rítmicos y ondulantes números, qué irradiaciones y toques de la emoción bajo los vibrantes y viajadores éteres de la música. La clave oculta se nos escapa, el enigma nos huye, se ahonda se entraña. No obstante, desde tantas esfinges, se nos hace posible percibir la música que nos llega con la hermética música que nos habita.

Pienso la intensidad de un espíritu llevado instantáneamente a la inspiración. La reconditez concentrada. El ahondamiento de un estado de alma que desea verterse. La selva de los sonidos interiores que esperan como cosa únicamente espiritual. La rítmica del proceso que corresponde a la calidad del tema que está naciendo. Los invisibles tentáculo, de la creación que van descendiendo a los secretos pentagramas. La primera, la segunda, la tercera nota. Todas las notas de la frase. La ascensión, la aferencia del prodigio, el alma, incrustada ya en los siete metales de la escala. Y luego la entrada de los sonidos en el aire, el volar de la melodía, los oído, disperso, en el mundo que la recibirán, rehaciendo el mundo interior del músico, plegándose a él para robarle su enigma y revivir el tiempo genial de su inspiración. ¿Que armonía, qué correspondencia, qué similitudes existen en la pluralidad de los humanos, que nos hace posible esa convivencia? Eso, eso que va, eso que no sabemos definir, ese misterio que fluye del misterio, eso que fue en un espíritu, y que, saltando el tiempo, se reproduce en otro espíritu, es lo que podríamos llamar la mágica simpatía de la música, una recóndita cosa de amor que no encuentra más emanación posible que el arte. Y eso nos une en el enigma, nos enlaza en lo arcano y es como una renuncia de la sombra que no quiere amurallar en la soledad. Hay algo de dioses en esas dimensiones apasionadas del hombre.

Todos los sonidos musicalizados vibran en la fluencia sobre tiempos mayores o menores en su extensión, en timbres de mayor o menor nitidez y brillo, en tonos de diversificado ascenso o descenso en cuanto a la gravedad o la agudeza, y en intensidades que van desde la fuerza plena a la delicadísima levedad Pero el existir de cada uno de esos mismos sonidos, por mucho que se prolongue, nada significa como cifra real en la amplitud fluyente del universo. Si realizáramos toda nuestra vida en una sola hora, tendríamos acaso, esa marcha vertiginosa de sonoridad. Pero mientras los sonidos nacen y mueren como apresurados por realizar su destino, el pentagrama los fija en signos de misteriosa permanencia. Es como una memoria del símbolo. La partitura ha expresado un momento de la psiquis humana, el tiempo la traspasa, la deja detrás de sí, ya borrado por su devenir. Y sin embargo, ese tiempo del músico permanece memorizado en los signos pentagramales. Algo ha quedado allí tan firme y permanente como los viejos mitos dibujados por los astrónomos en las estrellas. La escritura de la música es tiempo dibujado, tiempo psíquico, tiempo invadido por la emoción humana, marcado como por tatuaje imborrable. Esa hora ya muerta, pero genializada por el compositor, salta, como por un ímpetu, de su aparente ceniza, y se incrusta en una hora que está viviendo su presente mismo en su realidad total. Es como una reversión, no del tiempo, sin duda, pero sí del espíritu del hombre, que retoma pegado a su hora de creación hasta nuestros oídos, como en un vencimiento de la aniquilada duración.

La hora cósmica no vuelve jamás, pero en cierto modo retorna, reaparece, se revela de nuevo a sí misma, la hora espiritual.

El músico es el mago del tiempo, burla en cierto modo a nuestro implacable exterminador. Pasan los días, transcurren los años robándonos nuestro propio vivir. No tenemos edad, sino despojos de nosotros mismos. Nada regresa si no es en la falacia de los sueños. Pero una música antigua comienza a resonar en el hueco abismal del piano, y resucita el tiempo psíquico en que fue creada, y mientras vibra de nuevo el encordado, jugamos al profundo y extraño juego del tiempo. Atraemos un siglo arrancándolo de su muerte y reviviéndolo en el enigma del sonido musicalizado. Todo yace hacia atrás. Miles de horas agonizaron sobre millones de horas extinguidas, y no obstante, aquella hora del genio salta desde las cenizas, y nos sumerge en una vida que ya no existe como vida, sino como magia humana: un paisaje anímico resucitado en el milagro del arte

La esencia de la música tiene como un saber de la eternidad y una como complicidad del infinito. Se diría que el universo entero esté inscripto en la musica y que cada oído humano es una isla asomada a la musicalidad de la Creación. Oímos y sentimos el canto porque estamos impregnados de canto, porque también somos canto entrañabilísimo, y porque esa misma música que no es la nuestra, por identidad esencial, capta y compenetra por igual la del compositor que la ha realizado en su genialidad, y la que está, potencial e infusa, en la trama más inaprehensible del Ser. No somos los testigos, somos los poseedores. Sólo puedo sentir, pensar y comprender por identidad, por que todo sentimiento que me llega y me afina en su mismo tono lo logra porque lo poseo ya, y toda idea que arranco a la Creación es porque existe en mi aunque impensada, y toda música que me alcanza y me emociona es porque se sumerge en mi propia música. El hombre es un límite, pero sus raíces vienen desde el infinito y van a él. No hay separación, sólo hay inexpertas cegueras. Rompo mi prisión, y escucho en mí la música de los astros. Tal la potencia sutilísima de la Identidad!

Crónica de Carlos Sabat Ercasty

 

Publicado, originalmente, en: Suplemento dominical de El Día  Año XXXVII Nº 1900 (Montevideo, 7 de diciembre de 1969)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República) y Biblioteca Nacional

 

Ver, además:

 

                     Carlos Sabat Ercasty en Letras Uruguay

                    

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