El mito de Palas Atenea

por Carlos Sabat Ercasty

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXV Nº 1209 (Montevideo, 18 de marzo de 1956) pdf

Pallas Athena

Rembrandt Museo Calouste Gulbenkian 1488

Una existe, entre las divinidades creadas por el hombre, una, que vuela eternamente sobre los siglos, una, cuyos templos, siempre radiantes por ser los ámbitos de su propio resplandor, congregan, dentro y en su torno, las aspiraciones de los hombres más altos, y les arranca, a veces, plegarías de suprema belleza y de irreprochable fervor. Es una diosa, un sueño del hombre, pero es la divinización del pensamiento cósmico, la misma de Zeus cuando desciende desde el éter, desde el infinito azul de su cabeza hacia la Tierra Madre, para trasmitir a los hombres el mensaje de sus poderes creadores y de su vigilante justicia.

Palas Atenea
Anónimo
Copyright de la imagen ©Museo Nacional del Prado

Llamáronle Atenea los griegos, y Minerva, los romanos. Nosotros, respetuosos de la euritmia del mito helénico, sin atrevernos a desvanecer sus símbolos, la adoramos en invisibles altares, pues sabemos que detrás de la noble alegoría se ocultan y se manifiestan a la vez, la razón, la inteligencia, la sabiduría, el logos trascendente, el verbo hecho luz. Cada ciudad de la Tierra donde se erige un pensamiento que levanta el nivel de sus habitantes sobre el peso de la vulgaridad y la idolatría del interés, es un templo de esa clara divinidad. Cada hombre que en esas ciudades coloca sus ideas en el ala del bien y de la belleza, es un sacerdote de su llama inmortal. No importa que no resplandezca, visible, el mármol de la deidad celeste. Basta con que sea suscitada la presencia de su espíritu, basta que su rayo inmenso nos destine una chispa de su fuego esencial, basta con que en el bloque de la urbe halle la inteligencia un refugio apasionado, y la sabiduría y el arte, aspiren a la difícil verdad y a la ascendente perfección. Cuando tales consignas se cumplen, ella está presente, y derrama su luz impecable.

Tuvieron los helenos, cual ninguna otra raza, el don de crear mitos de extremada hermosura, darles un aire de eternidad tan certero, que los siglos no han podido destruirlos. De tal modo penetraron en las claves creadoras de la Naturaleza, que a semejanza de ella, lograron, para el pensamiento, formas tan simples, acabadas y permanentes, como lo son la montaña, el mar, el río, y hasta la misma noche estrellada. Así alcanzaron a plasmar en signos humanamente! inmortales sus profundas adivinaciones del universo y de la vida. Amaban su propio ideal, más lo concretaban en presencias sensibles, lo mismo en el juego de la belleza que en la gravedad del pensamiento. Pensaban como si esculpiesen estatuas y frisos. Indagaron la firme geometría que se esconde tras el impulso vital y el trabajo de las fuerzas. Opusieron la nitidez plástica, a la vaguedad indecisa. El resplandor, a la niebla. El orden diáfano, al oscuro caos. Y por eso esculpieron, en mitos admirables, todas sus concepciones espirituales.

El más amado de sus filósofos, Platón, manejaba la imagen y la alegoría, con la misma destreza que el más sensible y luminoso de los poetas. Su obra es un inmenso dibujo y una prodigiosa estatuaria de lo trascendente. Creyó, como nadie, en las ideas esenciales e inmortales, y como nadie las plasmó en una arcilla divina en el taller de sus mitos metafísicos. De ahí la juventud eterna de sus pensamientos, semejantes a dioses de su raza, de ahí la grandeza visible del conjunto, verdadero Olimpo de la inteligencia y la belleza. Al acertar los griegos, operando como la vida misma, una forma para cada idea, igualaron en sus creaciones al orden natural, y duplicaron el universo. Aún lo más profundo e inasible de los conceptos filosóficos encontró en ellos la expresión de contornos definidos, la palabra transparente, la ponente presencia de la perfección sensible.

De sus mitos divinos, pocos o ninguno tan hermoso y perfecto como el de Palas Atenea, deidad que, por representarnos la razón y la sabiduría, la dijéramos, por su esencia impalpable, destinada a no hallar la forma concreta donde se iluminase y cobrara cuerpo su inaprensible espiritualidad. Mas no fue así. Su esencia descendió, maravillada, al bronce labrado en el verso de Homero y al mármol esculpido por el sueño de Fidias. Y es que el pensamiento de Palas erigió la jerarquía del hombre. Su morada es bifronte. Si su rayo, como de un arco tenso, salta de la frente de Zeus tempestuoso, es también la flecha humana, y del tenso arco de la frente del hombre, irrumpe también de una nube capaz de la tempestad y del relámpago. En el orden de las categorías trascendentes, al Olimpo de los dioses corresponde el de los hombres. Este era para los griegos el eco y la imagen del divino. Por eso nuestra estirpe pudo sorprender a la diosa en la dimensión misteriosa del cráneo. Y es que Atenea, a la manera de Afrodita, es celeste y terrestre, sobrehumana y humana, pues su signo es el pensamiento mismo, y sus moradas simultáneas eran la cabeza etérea de Zeus y la sangrienta cabeza del hombre. Este a semejanza del aire, está de pie sobre la Tierra. Su cuerpo vertical es un radio del astro arrojado hacia el espacio. Comparado con el orden aparente del universo, su testa mágica se corresponde con el cielo, y en ella, hasta su forma esférica, reproduce en cierto modo la redondez celeste viajada por los mundos y la redondez del planeta ¿Qué mucho, pues que el hombre crease el mito de Atenea, si en el microcosmos humano ella es la inteligencia que horada con sus rayos el cuerpo infinito de la Esfinge?

Zeus era la envoltura de la Tierra, el activo éter que domina los espacios, la energía omnímoda de las alturas, el orden le la geometría celeste que trazó las líneas del cosmos y sometió con su pensamiento con sus números, al caos incoercible y rebelde. Todo lo que vive está imantado por el brillo de su voluntad. Es esencial e incorruptible. La proa de su nave marcha pareja a la eternidad. El espacio crece de su diestra, y el tiempo de las edades fluye de su izquierda. Su cuerpo es energía y su mente es ley. En su cabeza vuelan todas las estrellas. Del pulso de su ser se desprende la música de la creación. La Tierra levanta hacia él la plegaria de sus montes. El aire lo canta en el huracán y en la brisa. El mar recibe su rayo en la cuna de sus olas. Su esencia es inmutable, pero su túnica es cambiante y movible como la vida. Su pie se apoya en la Tierra, y su cráneo sobresale de las fuentes del día y de la noche. A veces corta la luz con la tempestad y amontona las nubes sobre las selvas y las montañas. Vuela entre los corceles del viento y hace resonar sobre los valles el chasquido de la racha. Exprime las nubes entre sus dedos de bronce, para que el limo fecundo beba las aguas vitales. Su cabeza crea el pensamiento y desprende la acción. La llama uránica germina en su cráneo. Es su verbo y su revelación. La madre de los hombres esta oscurecida bajo la tormenta. Es necesario entonces la revelación, mostrarse en toda la potencia. El relámpago interior debe saltar al espacio. ¡He aquí el mito! La idea no es nada si no irrumpe y se evade de sus propias fuentes. Y entonces el propio hijo de Zeus, Hefestos, el dios obrero del Olimpo, que lo sabe, toma en sus manos violentas el hacha de bronce que ha modelado en sus fraguas inmortales. Se aproxima a su vasto padre. Empuña la herramienta. La levanta hasta los límites del éter. La hace caer, inexorable, sobre la frente de Zeus. Abrese el frontal, rugen los universos, los potros enloquecidos del trueno timbalean en los abismos con sus cascos, y surge el rayo incontenible, el cuerpo de Atenea, la idea inmortal, que por un instante arrodilla a las tinieblas y arranca otro rayo simultáneo a las frentes humanas.

Estatua de Palas Atenea sobre la fuente frente al Parlamento

Viena (Autria)

El pensamiento del hombre es el eco del pensamiento del cielo. La tempestad ha renovado por una hora la pujanza del caos. El viento y el mar quebraron la armonía fecunda. Las sombras se incorporaron de los instintos de la materia terrestre. Pero el rayo, el cuerpo de Palas, las desgarró y las dominó con su grito de fuego, mientras se hizo oír la voz de Zeus. La idea del orden atravesó entonces el espacio. Los números perfectos rehacen su armonía y se apoyan sobre el aire tranquilo, para dibujar el contorno de las flores, la pupila del niño, las ondas marinas, y los altos deseos del hombre.

Adoración de la diosa Palas Atenea
Autor: Louis Héctor Leroux
Datación de la obra: 1878
Material: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 89 x 136 cm.
Localización: Colección particular

Con cuánta claridad vemos surgir la viviente alegoría helénica. Zeus, es el dios, del éter, el espacio incontenido que todo lo contiene, la unidad cósmica, una vez logrado el orden. Existía potencialmente en el plasma primario, anterior a la forma, indiferenciado, donde los elementos estaban en sus gérmenes, sin irrumpir aún hacia las jerarquías y los actos. El éter inmortal es la mente que se adhiere a la sustancia y la fecunda, la diversifica, la dispone para la actividad en la dramaturgia del universo. La meditación del éter es Atenea. Brota de la frente de Zeus y abre en surcos las distancias cósmicas y se siembra a sí misma. El rayo del pensamiento ara el caos y desprende en él la simiente del impulso ordenado. Los mundos se plasman en su maciza redondez, las órbitas dibujan sus cifras en el espacio, el cristal se adentra en la geometría, la fuerza se encamina sobre los ritmos inteligentes, la planta es un pensamiento que crece, el animal es una idea que se encarna en un cuerpo, el instinto es un rigor fatal y certero. Mas el hombre vuelve a la idea, el éter ideal se refleja en él, la razón universal de Zeus se fecunda en la frente humana, y el círculo de la creación se cierra sobre sí mismo en la unidad Zeus-Hombre sin dejar de girar la rueda infinita de los instantes y de los hechos. El nudo de esa unidad es Palas Atenea, la razón armonizadora, el dominio de la ley sobre el caos, la libertad sobre la violencia, el rayo inteligente que espanta a las tinieblas y se incrusta en el pavor de la Esfinge. Por eso dice el Sócrates platónico en el Cratilo que el hombre ha querido representar la inteligencia en sí, la razón, por medio de esta diosa. Y por eso mismo es la madre de la verdad y de la belleza, la que otorga la justicia y la paz. Homero la llama la diosa de los ojos claros, pues su mirada es la flor de la hermosura celeste y el rayo que impera en el orden sublime. Acude en las tempestades de los héroes a serenar el desenfreno de la pasión y del instinto, y su mano resplandeciente, llena de números y valerosa, vence al Marte de las batallas ciegas y brutales, ebrio siempre de exterminio como la boca de la muerte.

Palas es la inteligencia, pero su corazón es indomable. Es la razón, pero su frente se ampara bajo el casco. Es la sabiduría, pero su mano esgrime, como si empuñara su propio rayo, el astil de la lanza. No romperá jamás las leyes sabias y augustas de la armonía porque su esencia es la alta serenidad, su trabajo es el pulso de los deseos inmortales, su patria es la frente celeste de los cielos, sus ciudades son las ideas, su trono es la verdad, su ministerio es la justicia, y su goce, la divina trascendencia de la belleza.

Por la noche, sobre su casco o sobre sus hombros ambrosianos, se detiene el vuelo del búho, cuyos ojos, claros como los de ella, en las tinieblas, horadan el tejido de la sombra, y vigilantes, investigan en las horas sin sol, atentos al mal y al misterio, la irrupción temeraria de los destinos. Diurna y nocturna, no duerme jamás. Vela sobre el universo para que las cosas y los seres vitales no se desprendan del orbe musical del pensamiento justo. Es sabia y es fuerte. Es serena y es tempestuosa. Es pacifica y guerrera. Está apostada en las orillas de la actividad eterna para predominar en las discordias y devolver a los cauces de la justicia a los rebeldes ocultos en la sombra y la maldad. Libre, a fuerza de ser el pensamiento, odia a los tiranos y a los déspotas. En todas las guerras combate desde lo alto, mientras hace del bien su propia energía. Su lanza y su rayo sólo son movidos por la verdad y por el amor.

Atenea es también, para ella misma y para los hombres, sacrificio, voluntad, heroísmo. Ninguna divinidad exige tanto a sus creyentes, pero ninguna les otorga dones tan puros y nobles.

¡Diosa suprema! ¡Sea ésta también la hora de tu victoria! ¡Sé que tu brazo combate v que tu relámpago crea repentinas auroras sobre aquellos que defienden la libertad y la justicia! ¡Siento el batir de tus alas, y las tinieblas son, como antes abatidas por los rayos de tus ojos! ¡Se que no nos abandonas, que estás en la altura del éter y en la profundidad de la tierra! ¡Tu cabellera desatada se salpica a la vez de estrellas y de sangre! ¡La misma mano con que hieres v fulminas el mal y la violencia, ara y siembra el planeta para fecundar una humanidad mejor! ¡Danos por siempre tus ideas y el coraje de tus ideas, tu libertad y el coraje de tu libertad, tu belleza interior y la excelsitud de tu belleza! ¡Desciende hacia los pueblos, escúchales sus ansias, pasa tus manos sobre tu frente y luego deslízala sobre las frentes humanas, fecunda de justicia, para que el éter de Zeus no nos abandone jamás!

 

por Carlos Sabat Ercasty

(Especial para EL DIA).

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Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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