El mito de la Edad de Oro

Crónica de Carlos Sabat Ercasty

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XII Nº 561 (Montevideo, 17 de octubre de 1943)

Homero — Museo Nacional de Nápoles

Cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor.

Jorge Manrique

UNA vez más podríamos definir al hombre, tomándolo cuando menos, en una de sus condicionas fundamentales, y diciendo: es un animal desconforme. La disconformidad, en electo, es el resalte más eminente de la conciencia humana, y no es posible hallarla, así nos le parece, en ninguna otra especie animal. Ya nacer es llorar, y así, la primera expresión del niño es una violenta convulsión al instante mismo en que penetra su cuerpo vivo en la luz de la vida. Entrado ya en la corriente del tiempo, se echa a andar en una sucesión de instantes que se precipitan desde el futuro, crean el rápido toque del presente, y se proyectan, irreversibles, hacia el pasado. Ese presente instantáneo es su única realidad. El tiempo vivido forma el sueño de la historia, y el no vivido aun, el de la esperanza. No digamos ahora que el presente es también un sueño, por no ponernos denostado calderonianos. El hombre es así la disconformidad erigida entre algo que fue y algo que habrá de ser. Una realidad entre dos sueños. Si cada minuto colmase la medida de nuestras ansias, no clamaríamos jamás como el poeta: "cualquiera tiempo pasado fue mejor", ni hubiéramos creado la esperanza, pues la plena satisfacción ¡mpediría el vuelo de la sed hacia los días no nacidos, y con la frase de Fausto podríamos decirle al instante que llega: ¡Detente, eres tan bello! En el estado de inocencia, en el primitivo candor, antes de que el espíritu critico hubiera despertado, estableciendo las escalas de valores positivos y negativos, el hombre, satisfecho en la plenitud del instinto, identificado con su propia naturaleza, ni se proyectaba hacia el pasado, ni se aventuraba en el porvenir, no soñando la perfección de los remotos siglos, ni arriesgándose en las utopías, para imaginar la felicidad en las edades futuras. La disconformidad, pues, implica el advenimiento de !a conciencia, y con ella, el juicio del ser sobre sí mismo y sobre la envoltura universal. !Cuántos documentos humanos, viejos y nuevos, comprueban este la aserto! ¡Cuantas resplandecientes prosas  y radiantes poemas fueren destinados, por filósofos y poetas, para presentarles a los hombres los sueños de la Edad de Oro y las utopías donde imaginaron centurias venturosas en las cuales los efímeros regirán su vida para que sólo reinen en las naciones admirables, la justicia, el amor, la inteligencia, el orden armónico, y con ellos, la dicha sea la condición única que triunfe en campos y ciudades habitados por razas irreprochables!

¿Qué pensar del destino de los pueblos, si ya en los siglos heroicos pone Homero estas palabras en labios de Palas Atenea, dirigiéndolas a Telémaco: "Contados son los hijos que aventajan a los padres, los mas salen peores..."? Y cuando el anciano Néstor habla en el ágora para reconciliar a Aquiles y Agamenón, les dice: "Dejaos, pues persuadir, ya que entre ambos sois menos viejos que yo. Con hombres más valientes que vosotros viví en otro tiempo, y jamás me creyeron inferior a ellos. ¡No, nunca he visto ni volveré a ver hombres como Peiritoo y Drías, príncipes de pueblos, y Keneo, y Exadio, y Polifemo, comparable a un dios, y Teseo Egida, semejante a los inmortales". Para Homero, cuando menos en ese instante, sólo los hombres que habían vivido en el pasado, y que ya descansaban, bajo la obscura tierra, llegaron a ser tan espléndidos como los dioses. Si bien es cierto que el heroico aeda no nos pinta la Edad de Oro, no se podrá negar que en él se vislumbra ya ese bello sueño que, con tanta justeza y fulgor, nos traza el hexámetro de Hesiodo en "Los Trabajos y los Días", al narrarnos el mito de las cinco edades. Mas tarde, reduciendo éstas a cuatro, ocuparán con no menos belleza, la inspiración de Ovidio en "Las Metamorfosis", y concebido en sólo dos etapas, lo cantara Virgilio en las Geórgicas y en la Eneida y Tibulo en la elegía tercera; con todo lo cual se comprueba de qué modo el hombre desplazó la perfección humana a los siglos abolidos, implicando con ello el absurdo de una involución, hija de la fecunda disconformidad, y creando un ejemplo de orden superior para ser emulado por quienes fueran capaces de concebir las leyes de una república perfecta, y propender así a que las utopías puedan volver a ser? ¿Es que las utopías no son el eco de las edades de oro soñadas por los poetas y hasta por los legisladores antiguos?

Hesiodo fue, sin duda, en el mundo clásico, el primer representante firme y riguroso de la disconformidad. ¡Cuántas sombrías especulaciones, qué desencanto y qué dolor en el anciano poeta de Ascra, cuando, dejando de lado a los dioses que cantó en su Teología, nos habla de los hombres en ese honrado, grave y profundo poema de "Los Trabajos y los Días". La gracia y el prestigio de la forma, creando con palabras el resplandor de una belleza, que bien puede considerarse como une asonancia de la homérica, no llegan a ocultar la humana amargura. Las quejas y las protestas se repiten. También el poeta ha padecido la violencia y la injusticia. Tiene su Caín, es decir, su hermano Perses. Herederos ambos de los bienes legados por el padre, el aeda, poeta al fin, se ve despojado por su propio hermano, que ha tenido por cómplice a los reyes que no saben ser justos. El ruiseñor es la víctima del gavilán. ¿Que otra cosa nos habrá querido demostrar con su célebre fábula? ¿No nos dice como, el ave de presa, alta en su vuelo, mientras lustra sus alas en la blancura de las nubes, lleva al ruiseñor de los dulces cantos, preso en sus garras sangrientas y crueles? ¿No nos dice que el pájaro melodioso se queja al sentirse desgarrado por las corvas uñas, en tanto la sangre de su vida cae desde lo alto a las praderas, sumando flores de dolorosa púrpura a las frescas corolas primaverales? ¿Qué hacén los dioses ante la violenta cacería? Y si bajamos a la tierra, ¿qué hacen los reyes ante los gavilanes y los ruiseñores humanos?... Y en tanto llora el prisionero, impreca el cazador con imperiosas palabras: Vano es, desgraciada avecilla, que te lamentes. Estás vencida. Uno más fuerte que tu te ha hecho su presa. Tu dolor no puede abrir mis garras y no reconozco más justicia que mi poder. Poco importa que seas un aeda. Tu destino lo trazará mi voluntad. Si lo deseo o si lo necesito puedo devorarte. Si lo dispongo, te devolveré la libertad. Desventurado ¿crees que es posible la guerra entre los débiles y los fuertes? Quien la intente será sacrificado, y la venganza y !a angustia castigarán su insensatez. Escrito está: la garra implacable dal poderoso le crea la dicha de la victoria.

¿Y cómo llegaron tales desgracias a la tierra?

Virgilio - Busto conservado en el Museo Capitolino de Roma

Cuando Pandora, la maravillosa joven plasmada por los dioses, se presentó ante los mortales para ofrecerles, astuta, los presentes que traía en su radiante ánfora, abierta ésta, todos los males se esparcieron por nuestro mundo, no fallando el castigo del trabajo, el flagelo de las enfermedades, y el horror de la caduca vejez. Sólo la esperanza quedó dentro, y con ella, el desquite insensato, pero consolador y dulce, de los sueños. Acaso las divinidades temieren el excesivo orgullo y los desmedidos deseos humanos, y los estrecharon en la cadena del dolor. Si tal dice el desencantado Hesiodo. ¿acaso Homero se forjó ilusiones muy lisonjeras respecto al destino de los hombres? ¿Valen algo los linajes, las altas hazañas, las resplandecientes tradiciones familiares, el orgullo de los semididioses? ¿Qué contesta Glauco a Diomedes cuando éste desea saber cuál será la progente de su enemigo? "Los hombres somos como las hojas. El viento las esparce por la tierra y la floresta hace germinar otras, y las primaveras se suceden. Así nace y se extingue cada generación de hombres". Y cuando Príamo llega a las tiendas de Aquiles para solicitarle la devolución de! cadáver de Héctor ambos están sobrecogidos por sendos dolores. El viejo rey troyano llora !a muerte de su hijo, y el impetuoso Aquiles lo de Petroclo, su muy querido amigo.

Entonces el joven héroe dice al venerable anciano, que no da tregua a sus lamentaciones: "Pero siéntate aquí, y por más que estemos afligidos, dejemos reposar nuestros dolores, porque ninguna utilidad sacaremos del duelo. Los dioses destinaron a los miserables mortales para que viviesen victimas de la tristeza, y sólo ellos no tienen preocupaciones. En el umbral de la morada de Zeus hay dos toneles, y uno contiene los males y otro los bienes. Y el fulminante Zeus los mezcla al darlos y envía el mal a veces v el bien otras. Y quien no recibe más que dones desgraciados es presa del ultraje, y en la tierra fecunda le roe el hambre mala, y va de acá para allá sin que le honren los dioses ni los hombres". Y aun nos dice Homero cómo, hasta los mas dichosos, no lograrán evitar los males, pues que también a ellos se los ha deparado la fatalidad. La discordia hizo perder la primaria y candorosa paz de los hombres. Zeus fue quien, indignado y herido en su profundo corazón, tomándola de sus trenzas, arrojó a Até entre los efímeros, a Até, la insaciable separadora de almas. Sosteniéndola de sus cabellos la hizo girar en torno suyo, y la arrojó desde el Urano estrellado. Desde entonces, la irascible diosa se complace en quebrar toda armonía entre los efímeros.

Leyendo a Homero y Hesiodo, se diría que los dioses se arrepintieron muy pronto de la excesiva dicha que primitivamente concedieran a los humanos. Estos no supieron respetar el límite que por fuerza les separaba de los inmortales. Lo que otorga el destino está regido por leyes inexorables, que el hombre, ciego por su propia ambición y por su insensata soberbia, no sobe respetar. De ahí provienen la vehemencia, la locura, la ambición desmedida que acaban por crear la guerra y todos los otros males entre los hombres mismos. Quien rompe la medida y fuerza la fatalidad, cae por sí mismo en la tragedia, vulnera los fueros ajenos y retuerce sobre su pecho la cadena de su propio suplicio. La razón, hecha para el ejercicio de la justicia, se convierte en astucia, y ésta, arma las redes del egoísmo. La pasión, que pudo darles a las bellas ideas el resplandor de la llama acaba por desatar, hasta en la frente, el rayo de la violencia, y el fuego, en lugar de engendrar la luz bienhechora, esparce el incendio devorador.

Nada concreto sabemos de la vida de Homero. Sus poemas lo traslucen, mas no lo muestran. En cambio, Hesiodo se pone entero en sus cantos, y trae así a la literatura griega, la poesía personal. Ofendido por la injusticia v el despojo, odia al zángano que saborea el licor dorado de las abejas, fruto de su guardoso trabajo. El envilecimiento dice, proviene de la ociosidad, y no del heroico sudor que cae al surco con la fértil simiente. Y por eso amenaza con el castigo de los dioses a todo aquél que acumula tesoros arrebatados por hurtadoras manos, o por la lengua impúdica y artificiosa que asegura la ganancia cazándola con la trama del engaño.

¿Qué mucho, pues, que descontento de su siglo, desengañado de la justicia, frente a las batallas y a las mentiras de los hombres, nos haya legado, primero entre los griegos en hacerlo, el mito de las edades? ¿Que extrañeza habrá de causarnos si en ese mito, angustiado por sus experiencias personales, coloca al hombre perfecto, al de la Edad de Oro, cuando corrieron los primeros siglos de los hombres sobre la Tierra, invirtiendo audazmente el orden de la evolución, y contrariando, en los que afirman la ley del progreso, la lenta decantación de la turbia naturaleza humana? Su utopía se desplaza hacia el pasado. Fuga de la oscura realidad, no hacia el futuro, pese a la esperanza, sino a las etapas primarias del hombre, que él ve como ejemplares y dignas de ser emuladas. Es, cual ya dijimos, un desconforme, pero no imagina ai modo de Platón una república perfecta que acaso habrá de ser un día, sino que, como otros poetas, considera que todo tiempo pasado fue mejor. La lejanía en el tiempo es la suprema depuradora de los hechos, es la que modela el arquetipo de los héroes y de los santos, la que talla las ciudades irreprochables, cincela las etapas sin pecado. Limpios ejemplos de la perfección. La belleza se sueña mas que se contempla. La realidad adhiere a nuestros mejores deseos, su turbia sustancia. Imaginamos que el mal presente es una herida abierta en el bien remoto. Sólo cabe la perfección en lo que ya no está ante nuestras pupilas. Nuestro corazón está sostenido por la nostalgia de lo perfecto, por la lejanía de la belleza pura. Los que no se atreven a crear el sueño de un mundo mejor, los que no creen en una regeneración posible, necesitados de una mentira consoladora, de un refugio donde sea verdadera la dicha, se remontan en extraño vuelo hacia el sueño de la historia, y allí quimerizan el paradigma de la humanidad. De ahí deriva la idea de la caída del hombre, el descenso de la humanidad preadámica, y de ahí surge también el tránsito decadente de la vida, desde la Edad de Oro a la Edad de Hierro.

Tememos, en verdad, empeñarnos en describir el mito de las edades, después de que mereció el homenaje ilustre de Hesiodo, Virgilio y tantos poetas de la era clásica, y después de que Cervantes lo puso en labios de Don Quijote, cuando rodeado este por los cabreros, con un puñado de bellotas en la mano, les comparaba los siglos dorados con los férreos. Más se ha de saber que hubo un tiempo en el cual nacieron dioses y hombres, tiempo admirable y resplandeciente sobre la Tierra, cuando ésta vivía el ciclo de Cronos, la generosa edad satúrnea. Los inmortales habitaban las moradas olímpicas, dentro de un gozoso transcurrir de las horas, en la alta ciudad construida por la luz de Helios, recibiendo la ofrenda de la humana raza, entonces sencilla, feliz y candorosa. Para la estirpe de las efímeros, las dadivosas deidades crearon la Edad de Oro, cuando aun este metal era solo símbolo de pureza, y la codicia y el egoísmo no lo soterraban en ocultos refugios. El alma de los hombres se ostentaba tranquila, noble, y tan bella, que no era posible soñarla distinta a la de las deidades. Discurría en los prados y montañas una primavera inseparable del estío, de tal modo, que la mano se apoderaba del fruto y de la flor con una sola presión de sus dedos. El trigo de rubias espigas tapizaba, perenne, el llano donde los céfiros y las flores se besaban como amantes De la vid se desbordaban, copiosos de dulzura, los racimos. La encina de Júpiter multiplicaba sus pulidas bellotas. El canto de las aves era una sonrisa más de las praderas. La serpiente de vivas esmeraldas desconocía la ponzoña. El lobo lamía la mano del hombre, y el león le daba su pecho por almohada. Desmedida en su fértil gozo, la tierra hubiera hecho inútil el arado y el rastrillo, tan ancha y continua era la arteria de su abundancia. Prolijas abejas, en ordenadas repúblicas, destilaban una miel nunca igualada, pues ellas eran más felices por el disfrute de más bellas flores que no hoy, y de su mayor dicha surgía una dulzura más fragante.

Eva recibiendo la manzana. -Miguel Ángel. (Cúpula de la Capilla Sixtina)

La noche y el día rivalizaban en hermosura. Ni el fuego de éste ni el frío de aquélla castigaban al aire, de tal modo evitaban los hirientes extremos. En la inocencia de los campos ningún peligro era posible, por lo que el sueño fue siempre recibido sin zozobras. Los años no encorvaban la espalda ni deslucían el frescor de las mejillas. El pie siempre joven desconocía el cansancio. La tarda muerte llegaba por modos tan suaves, que no se diferenciaba del beneficio del sueño. Ninguna ley se grabó en tablas ni bronces, porque se desconoce el mal, huelga la ley. Los metales yacían bajo las rocas, ya que la mano bastaba para conquistar los frutos del mundo. y no conociéndose la guerra, lanzas y espadas no se sospechaban todavía. Ninguna voluntad primaba sobre las otras. El suplicio no podía nacer de la buena fe y de los corazones asistidos por la justicia. La perfección de los actos no admitía magistrados. El ocio no engendraba crímenes, ni las pasiones, nobles todas, venganzas. Los dioses se complacían en discurrir con los mortales, y éstos, bajo su influjo directo, no degeneraban, manteniéndose en la lozanía de la virtud.

Mas hubo una vez en que Cranos fue despojado de su cetro por su propio hijo, Zeus, quien, soberbio y ambicioso de mando, lo precipitó al sombrío Tártaro. A partir de ese instante, perdieron los hombres lo que tenían de dioses. En el simbolismo de los metales, el oro de la primera edad convirtióse en plata, y ésta, más tarde, en bronce. La avaricia entró a la Tierra, y si es cierto que ésta aún conservó la primavera y el estío, no lo es menos que hurtó sus tesoros en el otoño y en el invierno. El aire rompió su agradable igualdad. El agua se cuajó en hielo hostil y en pernicioso granizo. Fue menester refugiarse en los antros de las cavernas, y construir chozas y cobertizos entrelazando ramajes y malezas. La gleba fue cada vez más difícil al fruto, y hubo de ser herida en largos surcos por filosos arados que obligaron al sacrificio de los jóvenes toros. La mano cambió muchas veces la esteva por la lanza. Cual se desgarraban los valles para fertilizarlos, fue también desgarrada la carne del hermano. La muerte del hombre fue traída muchas veces por el hombre mismo. La ferocidad de la fuerza oscureció el prístino candor, y el egoísmo amuralló los pechos ante los pechos. El dolor entró a la vida humana e hizo de ella su patria. Y la Edad de Hierro, llegó entonces, la última.

Cuando Hesiodo comienza el cuadro de la Edad de Hierro, lo hace lamentándose, con poderosa exclamación de pertenecer a ella. Mejor, para él, haber muerto antes de haber nacido después. Y de ese modo nos prepara para la sombría descripción. Luz y tinieblas son entonces por igual flageladoras y adversas, y abruman al hombre con pesados males. Los dioses no dispensen nunca la paz durable. La noche corrompe, y el día fatiga con rudos trabajos. La amargura inquietadora baja sin tregua del Olimpo, y el bien no conquista más su primitiva pureza, pues Zeus mezcla dichas y tormentos, y los dispersa por las conturbadas generaciones de hombres. Los crímenes, los robos, las violencias, todos, han llegado, y la fe sincera, la diáfana verdad, la confianza que armoniza la vida, la vergüenza y el pudor, descontentos, han huido. En los pechos, la traición sustituye a la confianza; en las bocas, la mentira a la sinceridad; en las frentes, la astucia a la buena fe. Quebrantada la antigua armonía, la unidad de la perfección ha desaparecido. Los hijos separan sus actos de los de sus padres. Los hermanos se injurian y atacan, pues el amor no los anuda ya con indisoluble lazo. La discordia engendra batallas. La sed de poseer, desnivela la equidad. Ciudades saquean a ciudades, familias a familias. La fuerza ultraja y sojuzga. La debilidad se ampara en la astucia y la doblez. Naves audaces cortan, atrevidas, mares desconocidos, y el nauta codicioso muere bajo la desatada tempestad, o en hostiles comarcas. Esclavo de los ricos abren las entrañas de la Tierra para hurtarle sus secretos tesoros, y con ellos crece la desigualdad entre señores y siervos. La justicia no corrige ya a la fuerza, ni la razón ordena los instintos. Los cetros de los reyes no son brotes ilustres del cetro de Júpiter. El oro resplandeciente se emplea para la tenebrosa guerra, y el hierro se enrojece mas en la sangre de las heridas que en el fuego de las fraguas.

Si nos trasladamos de Occidente a Oriente, anotaremos que aún antes que en Grecia aparece en la India el mito de las edades, y que también allí precede a las otras, la Edad de Oro, tras la cual, por obra de la corrupción moral del hombre, la humanidad involuciona en el sentido de la injusticia y del sufrimiento. En la sloka 81 del libro primero del Manava Darma-Satra, se lee: "En la Krita-Yuga, la justicia, bajo forma de toro, se mantiene firme sobre sus cuatro pies; la verdad reina y ningún bien obtenido por los mortales deriva de la iniquidad". La 82 dice: "Pero en las otras edades, por la adquisición ilícita de las riquezas y de la ciencia, la justicia pierde sucesivamente un pie; y reemplazadas por el robo, la falsedad y el fraude, las ventajas honestas disminuyen, gradualmente en una cuarta parte”.

La Biblia también, en forma de mito, nos relata a su modo la edad dorada ¿Qué otra cosa podría ser el esplendor y la dicha del Paraíso Terrestre, la ingenua felicidad del hombre simbolizada en Adán, quien se convierte así en la alegoría de la humanidad primera, anterior al influjo satánico, al toque astuto del mal, por cuyo efecto se produce la caída de toda la especie? Y en igual sentido, la India misma nos ofrece la leyenda de Adima y Heva Brahma les ha otorgado un maravilloso Edén, símbolo de todos los bienes y de todas las perfecciones, en la isla de Ceilán, bajo la única condición de no abandonar, ni por un instante, aquella tierra espléndida. Mas la exigencia del dios no es respetada. La curiosidad se impone al compromiso. Nace el pecado por la desobediencia. Y al llegar la pareja a la región peninsular, sienten uno y otro "un esespantoso ruido, los árboles, frutos, pájaros, todo lo que veían desde el otro lado, en un instante desapareció; las rocas sobre las cuales acababan de llegar se hundieron en las olas; sólo algunos peñascos agudos continuaron dominando el mar, como para indicar el paraje que la cólera acababa de destruir". Brahma despoja a ambos, Adima y Heva, de la alegría primitiva. Jamás volverán a la misma tierra prodigiosa donde antes vivieron. El Dios les dice: "Por desobedecer mis órdenes, el espíritu del mal acaba de invadir la tierra... Vuestros hijos, condenados a sufrir y a trabajar la tierra, se convertirán en perversos y me olvidarán. Pero mandaré a Visnú, que se encarnará en el seno de una mujer y os llevará a todos la esperanza de la recompensa de otra vida, y la manera, suplicándomelo, de dulcificar sus males".

En todos estos casos, pues, la Edad de Oro se nos aparece como un viejo sueño del descontento de los hombres. Nunca el presente se podrá confundir con ella, pues en el hombre alternan, fatalmente, el ego superior y el ego inferior, el que tienda al bien y a la sublimidad, y el que se sumerge, codicioso, en el egoísmo, o en la prepotencia, o en la crueldad, o en la corrupción: Ariel y Calibán! Se diría que en la naturaleza, toda creación proviene del choque de los opuestos, y que en el orden de la vida y de su destino moral, a cada cualidad positiva se contrapone una cualidad negativa. Si el bien se hace más noble, mas alto, más inteligente, el mal a su vez se aguza, y gana en astuta habilidad, lo que el bien en esplendor y generosos vuelos. De ahí el sueño de las utopías que proyectan la perfección hacia futuro, y el de las edades de oro, que la sumergen en los siglos primigenios. La imperfección crea las alas de los sueños con que el hombre, eterno descontento, vuela hacia la perfección. Me parece oír ahora la voz de Don Quijote, el nefelibata manchego, que con un puñado de bellotas en la mano, les dice a los cabreros asombrados: "Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieren nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzara en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían, ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío".

 

Crónica de Carlos Sabat Ercasty

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XII Nº 561 (Montevideo, 17 de octubre de 1943)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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