El Caballero a lo Divino Crónica de Carlos Sabat Ercasty Suplemento dominical del Diario El Día Año XII Nº 548 (Montevideo, 18 de Julio de 1943) pdf
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Los contemporáneos del poeta de "La Divina Comedia", acreditáronlo como sabio. Consideraron que todo el saber del hombre estaba concretado en sus tres cánticos: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Desvelábanse sus antiguos exegetas por desentrañar los símbolos, alegorías y misterios de su vasto poema. Ciencia, filosofía religión v política, todo estaba en sus ojos en aquella numerosa inspiración, troquelado en sus poderosos tercetos, de tal modo que el conjunto formaba una profunda y trascendente enciclopedia de la época. Aún hoy. "La Divina Comedia" es la clave de oro para penetrar en el pensamiento de la Edad Media. Llévales a otras obras de aquella etapa histórica, la ventaja de la poesía, es decir, la virtud vitalizadora del canto, el firme relieve y el color caliente, que dan a la idea la vivencia de la plasticidad y el drama de la emoción. Y en ambas cosas el Dante es artista insuperable ya provenga su excelencia de la intensidad de sus sentidos, ya de la poderosa conmoción de su alma trágica, ya de aquella potencia verbal que acerca el tono y el temblor de la música interior a todas las ondulaciones del pensamiento. Grande fue la desconfianza que el poeta florentino tuvo en su propio genio. El mismo se sabia orgulloso, y con ancha y valiente sinceridad lo recuerda en su propio poema. Villan dice de él: "Fue algo presuntuoso y esquivo y desdeñoso”. Satisfecho de levantar su inspiración hasta las esferas del Paraíso. Dante dice de sí mismo: "Ninguno jamás, antes que yo, ha recorrido las aguas en que navego”. Cuando se encuentra en el Infierno con el alma de su maestro, Brunetto Latini, pone en boca de éste tales palabras como éstas: "¡Sigue tu estrella! Tu no puedes dejar de abordar al puerto de la gloria, si he acertado a sacar bien el horóscopo de tu bello destino". Cuando en el Purgatorio contempla el castigo de los que pecaron por orgullo, exclama: "Cuán fuerte fue el temor que se apoderó de mi alma al pensar en los tormentos que se imponen allá abajo. Yo creo ya sentir que pesa sobre mí la carga que allí se lleva". Cuando Dante, acompañado ya por Virgilio llega al Limbo, se encuentra allí con los que él consideraba les más altos poetas, los iguales a su guía. Emocionado, contemplo sus almas. Eran éstas las de Homero, Horacio, Ovidio y Lucano. Y nos dice el gran florentino: "Después de haber estado conversando entre si un rato, se volvieron hacía mí haciéndome un amistoso saludo, que hizo sonreír a mi Maestro (Virgilio), y concediéndome después la honra de admitirme en su compañía, de suerte que fui el sexto entre aquellos grandes genios". Soberbio y profundo en su confianza, se consideraba el mejor hijo que por entonces tuviese la cristiandad, el único capaz de devolverle la perdida salud, el árbitro de la justicia celeste, el predestinado a subir a los hombres por virtud de su saber y de su poesía, desde las sombran satánicas, a la revelación mística y teológica del bien. En 1316 al ocaso de su vida, el desterrado de Florencia tuvo oportunidad de volver a su patria, más para ello se le imponía la humillación, el arrepentimiento y el indigno pago de un rescate. El poeta, ansioso de retornar a su patria, uno de sus tres grandes amores, sobrepuso su orgulloso dignidad al quemante deseo de esparcir sus miradas por las calles de su ciudad natal. Y respondió: "¿Es por esta gloriosa vía que Dante, después de quince años de destierro, debe volver a entrar a su patria? ¿Es esto entonces, lo que ha merecido su inocencia, probada por todos? ¿Es así, entonces, que se recompensan sus fatigas y los sudores de sus largos trabajos? ¡Lejos de mí, lejos de un hombre que se dice el salvador de la filosofía, esta abyección del corazón que se humillaría servilmente bajo la vergüenza! ¡Lejos de mí, que toda mi vida he predicado la justicia, lejos de mí el pensamiento de rescatar a precio de oro la injuria que se me ha hecho, y de pagar a mis perseguidores como si ellos fuesen mis libertadores! No ciertamente. Padre mío; no es por este camino que yo volvería a ver mi patria. Indicadme, o que otros me indiquen, una ruta honorable, un medio que no pueda empañar la gloria de Dante. Y yo arribo, yo acórro. Pero si, para volver a entrar a Florencia, no existe un camino semejante, jamás volveré a entrar a Florencia". En verdad que el poeta cristiano no ofrece aquí la otra mejilla. Firme, noble, grande, opone su orgullo, y su estoica resistencia, a quienes quisieren humillarlo. Frente a su religión es esta actitud, acaso, su mayor pecado. Mas a nosotros nos conmueve y nos gana la más ardiente adhesión del alma, esa contestación en que vemos la potencia del ciudadano erguida contra la injusticia. Y lo preferimos así, en su humano dolor, en su hombría irreprochable. Este Quijote de la justicia divina, como el manchego lo fuera mas tarde de la humana, no puso limites a la aventura de su genio, cuando dio en la peregrina empresa de recorrer los mundos ultraterrenos. No fue loco como el de Castilla, pero se ejercitó en sueños no menos extraordinarios que los de Alonso Quijano. Su Rocinante, fue la poesía. Su lanza, fue la justicia. Su espada, fue el amor. Su coraza, fue la fe. Su Dulcinea, Beatriz. Dióle el espaldarazo y la pescozada, Virgilio. Bajó a los infiernos subterráneos como Don Quijote a la cueva de Montesinos. Igual que el Caballero de la Triste Figura se remontó a los cielos sobre Clavileño, él los escaló sobre las miradas de Beatriz. Si Don Quijote murió cuando dio término a "La Divina Comedia”, acaso extenuada ya la maravillosa locura de la inspiración, y acaso no menos melancólica que el sublime manchego. Los dos engarzaron lo natural en lo sobrenatural, los dos quisieron la dicha de sus respectivas repúblicas y el aumento de sus honras, y los dos padecieron la sed trágica y terrible de la inmortalidad. La fantasía del uno no es menos grande que la del otro. Ambos son militantes y utópicos. Mas si uno escribe su epopeya en la gravedad, el otro, en la risa. Ni la redención soñada por el uno, ni la redención vivida por el otro, han sido aún posibles a los hombres. Quedan a la vez en la altura sus arquetipos humanos. Enormes y solitarios, cumbres morales de España y de Italia, el tiempo los ha ido igualando, como se igualan en la historia sus hermosos pero vanos sueños, como se igualan sus rostros angulosos y descarnados como se igualan la intensa dramaticidad del uno y la cómica hondura del otro, como se iguala el fracaso de sus empresas sublimes, y como en último término se igual la risa en su pendiente doloroso, con la seriedad de su pendiente cómica. Caballería a lo divino llamaron los españoles a la mística: Teresa, Juan de la Cruz, Luis de León, por contraponerla a la otra caballería, a la humana: Rodrigo Díaz de Vivar, Gonzalo de Córdoba, Amadís de Gaula, Quijote de la Mancha. También fueron caballeros a lo humano los de la Chanson de Roland y los de los Nibelungos. Mas Dante fue a la vez caballero a lo humano y a lo divino. Fue hacia Dios, por el camino del Infierno, por adentro de las entrañas de la Tierra, madre de los hombres. Allí, con el pavor de la Edad Media, rozó el enorme cuerpo de Satán, morada de todo mal y de toda perdición. Fue necesario que el ángel maldito descendiera hasta el fondo de nuestro planeta, al centro de su esfera, a donde fuese arrojado por Dios, pues como el Dante, Lucifer era rebelde y orgulloso. Mas el poeta, atraído por las virtudes místicas y teológicas de Beatriz como por un imán celeste, huye de las sombras plutonianas en busca de la luz y de la música divinas. Trepa la montaña del Purgatorio y limpia su alma alejándose de la materia terrestre, entonces considerada impura y grosera en parangón con las hogueras del cielo. Ya en el extremo de esa depuración, sostenido por las miradas de Beatriz. — revelación y éxtasis — va subiendo por las esferas inmortalmente puras, templos divinos, tal las ve él, de las almas redimidas por la luz teológica. Los cielos giran sobre los cielos. De la Luna a Mercurio, de Mercurio a Venus, y en esa forma atraviesa los círculos del Sol, Marte, Júpiter, Saturno, y de inmediato llega al de las estrellas fijas, al primer móvil o cristalino, al Empíreo, donde contempla la Rosa Mística formada por las categorías angélicas, y a Dios mismo, en su radiante punto único y en los tres discos resplandecientes de la trinidad. El caballero a lo divino ha merecido el supremo triunfo. Beatriz, la Dulcinea teológica, lo ha liberado, lo ha enfrentado al supremo misterio, lo ha depurado del lodo terrestre, le ha hecho beber el néctar de la salvación en la copa mística de la eternidad. ¿Qué más podría desear un caballero a lo divino en el delirio religioso de la fe medieval? Pero el Quijote florentino se adentra en los siglos de la historia, toma el mal según la Biblia y según Aristóteles, y juzga a los hombres con rigor implacable. Y arremete contra los injuriosos, los coléricos, los herejes, los traidores, los envidiosos, contra todos los perversos, y al sumergirlas en el embudo de Satán, los castiga con la triple lanza de sus tercetos. Y con las tablas de la virtud en las manos, defiende y salva a los que fueron buenos en todo el iris de la bondad humana, y los distribuye según el orden de su pureza en las esferas celestes. ¡Qué orgullo más grande el de este Quijote a lo divino! Se sueña el juez eterno. Está tan convencido de que su fantasmagoría escatológica es verdadera, que se encoleriza, o llora, o castiga con el sarcasmo, o se enternece, o expresa la veneración y el éxtasis, según se considere en la caverna terrestre del Infierno, en la huyente montaña del Purgatorio o en los círculos y epiciclos de los cielos. ¿Es que en esta prodigiosa astronomía hay menos quijotería que en la venta convertida en castillo, los molinos y les pellejos transfigurados en gigantes, el Rocinante en Babieca o Bucéfalo, el bachiller en Caballero de los Espejos, la Aldonza Lorenzo en Dulcinea, y el mismo el reseco y avellanado hidalgo en el sin par caballero Don Quijote de la Mancha? Para que la fábrica maravillosa del Quijote fuera posible, se necesitó que Cervantes se desdoblara. Tuvo que soñar como el Caballero y reír como el hombre desgarrado por la realidad. Tuvo que ser joven y viejo. Tuvo que vivir la fe ensoñadora y fantástica de la Edad Media, con su fácil credulidad, y tuvo que vivir con la razón y la experiencia del Renacimiento, que despojó de sus mantos a los fantasmas para demostrar que por adentro de ellos no había más que el vacío, la nada terrible. Así fue cómo Cervantes inventó la risa más grande, más loca, más espléndida y más triste. Acaso rió de sí mismo, y al reírse de sí mismo, rió de todos los hombres, por aquella inevitable manera del ser humano, que sueña y contrasueña, que aspira y desaspira, que roba la rosa y se desprende de ella cuando la muerte la va despojando de sus pétalos que crea a la diosa y desea a la mujer, que abre una mano para dar y cierra la otra aferrado al tesoro. Y por eso la tristeza cervantina no es menos grande que la grave seriedad dantesca. En el Quijote, colocado en las últimas prolongaciones de la Edad Media y al principio de los Tiempos Modernos, se ve el choque de dos mundos. La lanza caballeresca se mella y corroe en los ácidos de la critica racional y científica. Vemos morir un sueño más de los hombres, y muere bajo la risa, y al contemplar esa muerte cómica, lloramos porque se extingue una forma gloriosa de la locura, y reímos por la mueca grotesca del engaño avergonzado por el heroísmo helado de la verdad. El Dante debe haber presentido el derrumbe de la Edad Media. Cruzado de la fe se horroriza ante la descomposición moral de su época, y la castiga mostrándole en el Infierno, junto a las entrañas de Satán, el horror de los condenados. Tortura a los pontífices venales, a los rebeldes de la herejía, a los ateos y epicúreos, satiriza a los clérigos de su época por la voluptuosidad con que caían en el lujo y la molicie, faltos de la fe candente que edifica a las grandes almas. Quiere llegar a la masa de los creyentes con la ferocidad y el realismo un tanto candoroso de los suplicios y con la dulzura musical y el resplandor del Paraíso, lo bastante sensibles como para que, no obstante la espiritualidad e inmaterialidad de lo divino, las almas sedientas de dicha eterna se restituyeran al difícil ejercicio de la religión, engolosinadas por los ángeles y los arcángeles y los demás molinos de viento del mundo sobrenatural a lo manera católica. Nada pudo, pero nos ha quedado un poema magnífico y la presencia de un alma de temple heroico. Antes de que muriere Dante, nace ya Petrarca, y éste exclama ante el oleaje vital del Renacimiento: "Juliano renace". Y Juliano era la naturaleza adorada por su hijo máximo, el hombre, Juliano era la ciencia y la filosofía, el amor de las formas ardientes de la vida, el espesor titánico de la materia hecha dios, el sentido panteísta del universo, la apoteosis de la realidad, la carcajada de Rabelais, el sarcasmo de Erasmo, la fina sonrisa de Montaigne, la potencia humana de Shakespeare, y la altísima risa melancólica de Cervantes. El Universo se desplomó de su propio sueño, y cayeron en pedazos las esferas cristalinas, que, teniendo por centro a la Tierra impúdica, eran más bellas y castas a medida que se alejaban de nuestro planeta. Satán era el centro de la materia, y Dios, su antípoda, era el extremo Empíreo, morada de los ángeles, arcángeles y serafines. La verdadera vida del hombre iba del lodo al éter, del mal al bien, de la Tierra al cielo. El universo estaba construido para el hombre. Planetas, sol y estrellas, todo giraba para él, bajo la mirada del arquitecto, que no tenía más ocupación que la de salvarlo. Pero Copérnico, Galileo, Kepler y Bruno, dieron caza a esa quimera, y cambiaron el orden del cosmos. La astronomía dantesca quedó destruida. El drama de las almas, fugó de los cuadros de la teología. Satán y Dios se dieron la mano y resolvieron vivir juntos en el pecho del hombre. El antropocentrismo y el egocentrismo no tuvieron más razón de ser. El ojo implacable de la ciencia creó otro sentido de lo humano. El heroísmo de la verdad, el más bello y el más alto de los heroísmos, trajo otro drama del alma, más desnudo, más fuerte, más digno. La soledad cósmica del hombre o su entrada vital a la vida del universo, dieron motivo a otra comedia. ¡Que Dante no retorne, pues! No encontraría más el universo que había imaginado. Un prometeano clérigo polaco lo destruyó hace ahora exactamente cuatro siglos. Se llamaba Copérnico. Pero eso no impide que reconozcamos la grandeza de aquel valiente caballero a lo divino, pues, como poco sufrió sobre esta extraña Tierra, la tragedia del bien y del mal, la más honda tragedia del hombre. |
Crónica de Carlos Sabat Ercasty
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