Cervantes por Carlos Sabat Ercasty
Miguel de Cervantes (grabado de Fernando Selma, siglo XVIII) |
El nueve de octubre de 1547 era bautizado en la parroquia de Santa María, en Alcalá de Henares, Miguel de Cervantes Saavedra. Quien dentro de la iglesia hubiera sorprendido la escena, por mucho que imaginase sobre el destino de aquella singularísima criatura, no hubiera adivinado todo lo que en aquel tierno brote de hombre se encerraba. Aquel niño había sido tocado, al instante de nacer, por la mano del prodigio. Porque en efecto, en aquella breve frente cabría un mundo. Los ojos lograrían ver en las más ignoradas profundidades de la realidad. El tacto le otorgaría el potente latido de la Naturaleza. El brazo tendría la encarnadura del héroe. La mano pasaría del acero encendido de coraje, a la pluma del águila ejercitada en la maestría de todos los vuelos. El corazón respondería a los universales llamados del amor, y por ende, gozarla y sufriría, todas las formas de la experiencia humana. El oído recogería, íntegros, los ecos de la tierra y las voces esenciales de la humanidad. El alma se arrojaría, poderosa y sedienta, a todos los sueños de la voracidad sublime del poeta, y desde la altura de esos mismos sueños, caería fatigada a la densidad del astro, mas no para reposar, —premio de muertos—, sino para realizarse, grande en la pasión, noble y estoica en la tristeza, generosa en el consuelo de la hermosura, desencantada por escéptica, melancólica por profunda, grave por pesadumbre de vencidos afanes, jovial y risueña por el claro amor de la risa, irónica por amargura, y sabia hasta la angustia por haber llenado los días y las horas con el ejercicio del pensamiento, que con resignada reflexión disuelve el vano espectáculo del mundo, no para matarlo, sino para devolverlo superado y redivivo en el torrente maravilloso de la belleza.
Han corrido desde entonces cuatrocientos años. Cervantes extendió sus días verdaderos hasta el de 23 de abril de 1616. En él sobrevino su muerte, y desde su muerte, su inmortalidad. Es un camarada de todos los hombres. Va delante nuestro, aventajado siempre, iluminando la marcha con una sonrisa no igualada. Lo vemos en la historia desprenderse desde la España del Siglo de Oro, todo él España, en su idealismo vehemente y trágico y en su realismo descarnado y cruel. Extremo de extremos, como corresponde al antagonismo dramático de la raza, a la polémica vital de los opuestos impulsos, a la dinámica interior y exterior que proviene de la controversia de todas las pasiones y de todas las ideas, que jamás se equilibran, polarizadas hasta la desesperación, como corresponde a una estirpe insatisfecha por el fuego de la fe individual, y a un linaje de hombres demasiado recelosos y enconados por el ejercicio insensato de la soberbia. Pero Cervantes se universaliza. Rompe les muros patrios, y como los conquistadores que se apoderaron de un mundo nuevo, se adueña de la tierra toda. Porque sobre el hombre de España ha levantado al hombre universal. Al mirar los extremos de su pueblo, vio los extremos humanos, que todo es uno cuando se ahonda en las esencias. Y entre polo y polo de la especie, extendió el panorama de la humanidad, por modos tan vivos, por realidades tan plásticas, por movimientos tan exactos, por cuadros tan variados y complejos, por caracteres tan múltiples y certeros, que nada está en nuestro linaje que no esté, en cierta, manera, en las perspectivas de su creación. Henos ante un mágico microcosmos. Contemplarlo, es contemplarnos. El poema es ahora como un espejo esférico que reproduce en breve, pero potente virtud, al astro entero. Vamos por él como por los caminos del mundo. El oleaje mortal del siglo se ha hecho eternidad, pues debajo de él, moviéndolo sin tregua, esta el alma interminable del artista, deslizándose por el tiempo, unida a la terrible experiencia del tiempo, y desde allí emana la juventud de la hermosura. Y si todo ello persiste sin que decaiga la vitalidad de su verbo, es sin duda por un misterio de amor, que más se adivina que se manifiesta, en lo recóndito de la obra. Su risa no mata. Su burla no aniquila. Su humorismo fluye de un dolor demasiado puro, de una experiencia de infinita amargura, pero adherida paternalmente al objeto de la sátira. Y es que Cervantes miraba la realidad de la belleza desde su antiguo sueño, y contemplaba el sueño antiguo de sus altos días, desde una realidad traspasada por la inteligencia, desde una realidad que volvía a ser un sueño por el encanto armonioso de los sentidos. Y así todo lo ennoblecía por una cosa de perdón último, por una verdad que sobreviene sólo al final de algunas vidas, cuando, por una recóndita luz de la tristeza, se ve al hombre entre los dos grandes sueños: la imaginación que lo pierde en la irrealidad, y la sensación que lo extravía en la confianza candorosa de que los ojos no sueñan lo que ven. El autor del Quijote tuvo la tercera vista, la que ve por detrás de los dos engaños, la que va más allá de la locura visionaria del Caballero, y mucho más allá de la espesa cordura de Sancho. Y esa tercer pupila juzga sonriendo, pues no se apega a ningún interés en la quimera de los intereses, y se apoya en la amorosa sabiduría del perdón, y trabaja desde una zona donde casi nadie llega, y es por esencia el modo más prodigioso de burlar a la vez la realidad y el sueño, sin dejar de vivirlos por el goce estético, pero por fuera de ellos mismos, realizando el deleite de la belleza, único bálsamo que nos cura del infinito desencanto.
Todo esto nos conduce por grados a un recuerdo más concreto del poema de Cervantes. Cuando no ha mucho tiempo aún puse el punto final a una disquisición sobre los molinos de viento que todavía erigen sus antiguos muros en las cercanías de nuestra ciudad, lo peregrino y desusado del tema me indujo a releer el tantas veces leído capítulo VIII de la primera parte del Quijote, allí donde la locura del impetuoso Caballero de la Mancha hierve, con tan arrogante resolución, en el prodigio de su fantasía, que nos pinta y esculpe aquella manera suya del aventurero desequilibrio de la razón. El episodio no es acaso de los más prolijamente narrados por la pluma cervantina. Interrumpe uno de aquellos sabrosos coloquios donde vierte el novelista, con muy certera mano, la sal de su genio, haciéndolo por modos tan justos y con tan donosa gracia, que no le añadirías ni le quitarías un solo grano, con !o que logra aquella perfección que señala el ápice estético del Siglo de Oro, y nos obliga a repetir que no la hubo antes tan entera, ni se rindió después tan natural y ajustada a las medidas de la belleza.
Estando, pues, Don Quijote y Sancho en una de sus pláticas, y en momentos en que la fugaz locura del escudero, soñando la ínsula, parece aparejarse a la ¿terna del caballero soñando regalársela como galardón de sus servicios, tras de haberla conquistado para gloria de su lanza, "descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento”, ante los cuales, Sancho vuelve a ser Sancho, mas Don Quijote no deja de ser él mismo, si no es que se extrema su delirio, pues el rústico sólo comprueba, firme en sus sentidos, muros y aspas, y el hidalgo, no menos firme en su locura, sólo corrobora desaforados gigantes. Henos, por la virtud creadora de su genio, frente a un mundo desdoblado, pero no en aquellos planos de la abstracción filosófica en que se deslinda el mundo real del mundo ideal, sino en la concreción estética de dos vidas, sumergida la una en el espesor de la materia, que es todo su reino, y arrojada la otra al vuelo de las fantasías, que es todo su imperio.
¡Cuán bien está todo aquello que entonces trazaste, Señor Don Miguel de Cervantes Saavedra! Con verdad se dijera que al escribir esa gran aventura en que intervienen caballero y escudero, tuviste por vez primera, en todos sus alcances, la elevada y portentosa seguridad de tu poema, y contemplaste, en las entrañas de la mente humana y de la humana conducta, la esencia y la carne de tus dos héroes, cada uno de ellos la mitad del hombre, y ambos juntos, la humanidad rigurosamente compendiada. ¡Qué grande y simple la escena, qué eslabonados los sucesos, cuán vivo el episodio, de qué arte primoroso labrado, qué exacto Sancho y qué verdadero Don Quijote, cuán fértil la burla, cuán melancólico el superado desencanto del caballero, y aquél su remedio de fracasos cuando el vencido recurre a la magia y a la enemistad de quienes lo envidiaban transfigurándole los sueños en útiles y vulgares molinos, que sólo servían para moler la honrada harina de los panes! La risa no puede ser más fecunda y más ancha, ni la tristeza más honda y contemplativa. Achaque de ensueños y de ensoñadores éste de estrellarse el valor generoso y la arrogante grandeza contra la ruda peña del astro, y el de la sublime locura, desprendida de la cotidiana experiencia, contra el cálculo de la mediocridad y la sorna de la cordura. El acto no medido crea la ridiculez del caballero, y la excesiva medida de los Sanchos, los aplasta en el barro. Extremo por extremo, todo en el hombre parece salido de sus quicios. Llamamos loco a Don Quijote, por la escasez de sus hermanos, y sensatos a los Panzas, porque de ellos se hinchen las repúblicas. Mas, invertidos los términos, las tablas del juicio no se alterarían, y los Sanchos, por absurdo que parezca, fueran entonces los desequilibrados. El sentido común no es más que un promedio de sentidos. Si el hombre es la medida de todas las cosas, según él mida, así será la tabla de sus valores. Don Quijote, visto desde Sancho, es loco; pero Sancho, visto desde Don Quijote, lo es también. Locura de signo positivo la una, y locura de signo negativo, la otra. Una se remonta y otra desciende, y el justo medio es ignorado por ambas. Tal, la relatividad de todas las cosas humanas.
La de los molinos ha perdurado corno una aventura tipo de las del ingenioso hidalgo. Consistía la locura de éste, entre otras singularidades, en la de levantar sobre los cimientos de la verdad que todos aceptamos, un mundo propio que emanaba de sus deseos y de sus sueños de eminencia y heroísmo. Campo, monte, y castillo, eran fantásticos, pero a la vez dignos del azar de las caballerías andantes, de los esforzados pechos, y merecedores de altos soliloquios y lanzas irreprochables, y todos ellos tallados en las quimeras y en las fantasías según los más nobles deseos. Un mundo así se convertía para el hidalgo manchego, en estímulo de entusiasmos, de discursos y arriesgados hechos, en los que su desmesura y las henchidas entrañas de su imaginación, desbordándose desde el espíritu al ámbito de la realidad, igualasen la jerarquía del mundo exterior a la del mundo íntimo de la sublimidad caballeresca. Mas aquella ensoñación no se bastaba a sí misma con sólo serlo, ni se satisfacía el ímpetu del héroe con creaciones de poeta, con reflexiones de filósofo, ni con utopías de político, por cuanto el Caballero de la Mancha necesitaba vivir sus sueños, y sufrir, si era menester, por llevarlos, tenaces, contra el espesor de la tierra, quebrándolos y desmenuzándolos en efímeras cenizas, cada vez que chocaban con la aspereza de la realidad. Y todo para caer maltrecho desde la nube a la roca, y para saltar de nuevo desde la roca a la nube, subiendo las vivas esperanzas desde los muertos deseos, y convirtiendo las rudas victorias de la materia y de la cuerda mediocridad, no en derrotas de su brazo, sino en más peregrinas quimeras, por modos tales que la risa y el escarnio de los hombres le acrecentasen el vigor de sus alas, y el repentino vuelo lo condujese a más venturosas empresas.
Ayúdale a Don Quijote para vencer a sus vencedores aquella exaltación casi milagrosa de su pensamiento imaginativo, aquella confianza transfiguradora que lo impulsa doblemente, ya sea en el campo de batalla de la tierra, que él trasmuta de acuerdo a la necesidad de sus anhelos, ya sea en el campo interior de su alma, donde rehuye, impaciente, toda introspección, arrasa el mínimo intento de autocrítica, ordena sus decretos en recta sucesión, cual escuadrones, no permitiendo a sus ímpetus heroicos, al nacer de las surgentes de su fe, malgastar la energía que los mueve, ni en las sinuosidades del análisis, ni en el ondular moroso de la vacilación. La misma derechura de la lanza que esgrime, es la derechura de su espíritu. Todo él es de una pieza y de un arranque. Sus razones y sus sinrazones, lo afirman por igual. La castigadora realidad y la venturosa ensoñación, lo emulan en términos idénticos, pues sus sueñes, lo más suyo, lo socorren y levantan en cada tropiezo, y el soliloquio que le fluye de los labios, cura en palabras la melancólica herida del ridículo y el desgarrón momentáneo de la caída. Cuanto más el azar lo ofende y más la mediocridad lo llaga y escarnece, cuanto más el obstáculo lo azota y le desbarata sus ardientes arremetidas, cuanto más las flechas de la resolución se extravían en el vacío de sus sueños y más se enfrenta a la ironía de sus propios actos, más también su corazón sube quimeras, su frente hierve altivos y sublimes pensamientos, y sus ojos desprenden, hacia el dolor y el egoísmo de la tierra, las visiones de su nobleza, de su amor y de su justicia. Y es tal en su vida, que labra, sobre el cruel rigor de las cosas, el primor tejido por la belleza de su espíritu. Y en esto corren sueño y realidad reñida y empeñosa carrera. Aquél, por sobreponerse. Esta, por no desmentirse. El uno, por no desnudar de sus prodigiosos tapices el hondo y negro drama. La otra, por desafiar a lo falso con lo verdadero, a lo vacío con lo colmado, a lo radiante con lo oscuro. Y más el sueño crece, y arremete el brazo del hidalgo enloquecido, más la realidad lo flagela, lo burla y lo hiere. No obstante, el caballero vence siempre. El sabe que la única derrota es la confesión de la derrota. Y Don Quijote jura morir antes que replegar la maquinaria prodigiosa de sus quimeras. Y cuando ya al final de sus aventuras cae ante el empuje del caballero de la Blanca Luna, y éste, poniéndole su lanza sobre la visera, le dice: "—vencido sois caballero, y aún muerto si no confesáis las condiciones de nuestro desafío”, Don Quijote, en tan desesperado trance, el más triste de su vida, firme en la pureza de su ideal, contesta: "—Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad”.
Cuando el ideal se encarna así y el pensamiento corre por el brazo y vibra en el puño; cuando las altas ideas se enrojecen en las fibras del pecho y los anhelos sobrehumanos anidan en las selvas del corazón; cuando el vuelo de lo sublime, convertido en rayo, penetra en el espíritu heroico y golpea en las esencias como en un yunque de fiebre, sobreviene una locura prodigiosa, crepita y rutila el genio, y la voluntad se hace huracán y rompe la pesada inercia en una floración de hazañas. No se pida entonces el equilibrio ponderado, las justas medidas de la razón, el frío riguroso de la exactitud, ni las pausas que olvida el océano en la tempestad. En tales momentos no se puede ni debe lograr aquello que el ímpetu creador acaba de destruir para abrirse paso sobre los números del orden. En esa franja terrible de la vida, ni se sabe dónde comienza la reflexión, ni dónde la locura. Una y otra, aunque opuestas, a la vez que se excluyen, se necesitan, como si de su cheque surgiese la chispa de los creadores incendios. Hay un linaje de locura que es como la sobre razón de la razón misma. Allí la lógica se desconcierta, y no sabe qué hacer.
Y sin embargo, el resultado es profundo, prodigioso, único de fertilidad y rendimiento. Acaso Erasmo, no sin la ironía manifiesta de su elogio, pensaba en ello, cuando puso en boca de la Locura estas palabras: "—Aún quiero ir más allá. Deseo probaros que no hay una acción brillante que yo no inspire, ni artes ni ciencias que yo no haya inventado”. Y cuando el brío vehemente de Don Quijote, arrebatado por el goce de la sinrazón, choca con la sensatez y la densidad del sentido común de Sancho, el caballero se sabe muy bien a sí mismo, mas no busca otro remedio que el de enloquecerse más. Hace conciencia de su desequilibrio. Se ahinca corno nunca, en ser quien es, temeroso de perder esa razón de su sinrazón, y exclama, para no sentirse abandonado de su arrebato: "—Ahí está el punto, y esa es la fineza de mi negocio: que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión”. Y conociéndose a sí mismo, añade sin miedo ante la cordura de Sancho: '‘Loco soy, loco he de ser hasta que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi Señora Dulcinea”. Es decir, a su ideal, al origen de sus imposibles pero verdaderas esperanzas, a la surgente de sus generosas aunque vanas empresas, al símbolo de aquel universo de sus sueños, real para él, fantástico para los demás; o sea, de las dos Dulcineas, a la interior, a la creada por su locura, y no a la exterior, a la creada por la tierra. Todo aquello era delirante y desmesurado para quienes contemplaban y oían al caballero, pero también lo eran su justicia, su amor y su heroísmo, porque la medida de su alma no era medible con el alma pequeña, mezquina y egoísta de les Sanchos.
Y aquel sobrenadar de sus anhelos, y aquella utopía de su idealismo y su perfección, y aquella semejanza de su locura con el paradigma de su bondad, despedazándose grotescamente en la dureza del astro, crean la risa de los hombres, la carcajada más enorme y cruel que haya sido jamás, pero también trascienden la tristeza más desoladora y amarga, por cuanto el caballero derrotado es cual una estrella sumergida en el lodo. Y la misma humanidad que lo mata con su burla, lo resucita con el llanto final, cuando ya la idea vencida se levanta de las cenizas de la carne y del sacrificio, para colocarse en las alturas, más humana ahora que la misma ironía que pretendió aniquilarla, y aún más bella que antes, por el resplandor que le comunica el martirio.
Sancho verá siempre molinos en los molinos, y no sufrirá por ello la infinita tragedia del desengaño. Tiene propósitos y desees pero carece de ideales verdaderos. Su alma no se puede desenredar de las fuertes sensaciones de la materia. Sus sentidos, profundos de realidad, forman sus pesadas cadenas. Está atado al barro primario como por una doble gravitación. Apenas hay separación cuando pasamos de la tierra al asno, y del asno al escudero, bien que tengamos en cuenta lo que tiene de humano, pues los tres se complementan y forman una rueda donde el limo, el animal y el hombre, están amalgamados por una excesiva dependencia. No puede haber locura donde el pensamiento no rompe el nudo del astro, y saltando sobre el instinto, no desdobla el universo. El exclusivo sentido práctico y utilitario, retrotrae al hombre a la inconciencia del mecanismo. Está en la realidad, no se equivoca, pero ese acierto es el de la máquina: una fatalidad física. A medida que se estrecha y se simplifica la función, se reduce el descontento y se elude la disconformidad. Y sin ellos, el ideal se extingue. Nunca mayor seguridad. Pero se trata entonces de una seguridad mediocre, de una mutilación de anhelos, de un descenso del hombre. El tono individual y el tono de los pueblos, lo dan la intensidad con que dominan la materia, para luego desprenderse de ella, y crear los valores de la alta conciencia. Es entonces que da comienzo la transmutación de la tierra y del hombre, de la acción y del destino, del anhelo y de la esperanza. Acaso Don Quijote llevó ese salto demasiado lejos. Aspiró a ser el arquetipo. Le faltó tierra bajo su marcha. Transfiguró todo su ser según una locura ilimitada. Vivió en sus propios sueños, rodeado de su fantasía como una estrella lo está de su luz enceguecedora. Fue a la vez la poesía y el heroísmo. Una naturaleza estética sumergida en una naturaleza activa. El acero de su espada pudo ser con más acierto el metal de una lira. ¿No fue también el poeta Cervantes el héroe de Lepanto? Henos ante un ensoñador de la acción que se extravía en un universo de fantasmas. Cada una de sus aventuras es un poema vivo. Tomó su propia perfección en su voluntad, la lanzó fuera de su alma sobre el mundo, y al entrar en él, sus gigantes se convirtieren en molinos. Cada vez que despertaba de su encantamiento, extremaba su locura para no morir desencantado. La abundancia de su corazón no se agotaba nunca. Dulcinea era infinita, como lo es la necesidad de la justicia, del amor, de la bondad, de la poesía, del heroísmo, al que crea su propia perfección. Su locura es tan sublime como el bien. Si no la hubiera vivido, sería un dios. Por vivirla, es dolor y risa. Sí, leemos hoy su poema, y reímos dolorosamente, porque Don Quijote es una franja del hombre, tal vez la más alta, sin la cual el hombre mismo se sumerge en la oscura animalidad o en la opaca materia.
El universo es doble. Sancho no lo sabía, y Don Quijote no lo tuvo en cuenta. El pensamiento del hombre es una creación que se apoya sobre otra creación. Los molinos son a la vez molinos y gigantes, así como el Caballero de la Mancha es viejo en la realidad y joven en su propia idea. Si suprimimos el universo de Don Quijote, la tierra no será más que un astro ciego y una fuerza oscura. El drama de la conciencia tendrá por teatro el estómago, y por poeta a Sancho Panza. ¡Aquí. pues, del Caballero Andante! No lo mató el desencanto. ni la derrota, ni la melancolía, ni el desabrimiento. Ni la ironía de Cervantes pudo con él, ni la risa del mundo. El divino Miguel lo destinó a la burla, y el caballero ha acabado por burlarse de su padre. Y es que Cervantes lo mata y lo crea, lo ridiculiza y lo sublima, lo aniquila con su ironía y lo resucita con su amor. Lo levanta sobre Rocinante para derrumbarlo bajo la carcajada de los hombres, y lo embellece tanto, y le da tal brío a la bondad de su corazón, y le extrema tan sabrosamente la ternura de sus amores, y le hace resplandecer tan ardientemente sobre su casco la estrella de la justicia, que en lugar de una comedia escribe una tragicomedia. Y su héroe es doble, como fue doble también la vida de Cervantes. Y el llanto de Don Quijote es así tan grande como la risa que despierta. Y la humanidad entera está en ese equívoco. La risa extremada acaba por hacerse inexplicable aún para el mismo autor del poema. Mientras la razón y el realismo de Cervantes ríen con su ironía, su heroísmo y su corazón, escondídamente, lloran al Caballero de la Triste Figura. Nunca una situación más cómica y más sublime. Nunca una verdad más semejante a la del hombre de todos los siglos. Porque en la eterna contradicción de todas las cosas, el hombre de desdobla fatalmente. Así lo comprendieron los griegos creando la tragedia y la comedia. Porque si los gigantes no son molinos de viento, la vida es cómica. ¿Y quién sabrá nunca la verdad de los gigantes y de los molinos? No habitamos sobre la tierra, sino que habitamos sobre el misterio. Oh, Señor Don Quijote, la razón y la sinrazón, nos permiten afirmar que la clave de la comedia puede ser la tragedia, y que la clave de la tragedia puede ser la comedia. ¡Y eso eres tú, Caballero Andante, el sublime absurdo de la tragicomedia humana!
Cervantes comprendió la clave del sueño, la doble ingenuidad. Su risa hizo transparente la esfinge del hombre. El filo de su ironía abrió el tejido de las apariencias, y nos asomó a la locura vacía del Caballero; y abrió la densidad de la materia, y en los ojos de Sancho nos deslizó al vacío candor de las sensaciones. Su tercera vista vio y juzgó desde la tercera dimensión de la esfinge. Se burló del doble sueño, pero como no hay vida posible sin el uno o sin el otro, su ironía se convirtió en su propio problema. Fue demasiado lejos, y se hubiera extraviado destrozando a la vida por desflorar su enigma. Mas quiso y pudo salvarse. Sobre la meseta de Castilla construyó una cruz, atravesando como dos maderos el cuerpo de Don Quijote y el de Sancho Panza, y en esa cruz humana se enclavó a sí mismo por humana necesidad de amor. Rió el llanto, y lloró la risa. Fue más allá del hombre, a fuerza de alejarse de él para retratarlo desde una perspectiva en la que se sintiese liberado, para ser más verdadero, de la tiranía de aquellos que retrataba. Y en esa soledad trascendente se encontró a sí mismo, tan hombre como los héroes de su poema. Se miró. Se estremeció. No podía ya renunciar a su empresa. Era su destino. La obra del genio es una fatalidad, como lo es el rayo. Y mientras se burlaba de sí mismo burlándose de los sueños del hombre, del fracaso del hombre, del extravío del hombre, su sátira se le hizo herida y su pecho ensangrentado se le hizo amor. Por eso no nos abandona. Por eso es nuestro camarada. Por eso nos desencanta, amándonos, y nos hace tropezar con su burla, y nos sostiene para no vernos caer, repitiendo su propia caída. Y por eso se crucifica en la cruz del hombre, en la cruz del ensueño atravesado por la realidad. Y esa cruz suya es el amor con que se salva, como hermano nuestro, y con que nos salva a nosotros, como hermanos suyos. |
Cervantes: La imagen de su vida |
Miguel de Cervantes en la encrucijada de su tiempo |
Miguel de Cervantes: de la vida al mito |
por Carlos Sabat Ercasty
Revista "Anales del Ateneo" 2ª Época Nº 3
Montevideo, octubre de 1947
Inédito en el cíber espacio al 21 de marzo de 2017.
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Miguel de Cervantes Saavedra en Letras Uruguay
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