A través del alma de María Eugenia |
Nocturno
¡Árbol nocturno, alma mía, sólo mía y solitaria... cubierto estás por la nieve de una noche triste y larga!
Por eso si te sacude alguna amorosa ráfaga, en vez de un sendal de flores cae una lluvia de lágrimas. . . Este poema nos traslada ahora del crepúsculo a la noche. Penetramos con él a lo que sería, en el orden del tiempo terrestre y celeste, la predilección de María Eugenia, cuando menos en la época en que culminaron las potencias espirituales de su ser. En este breve canto la noche se identifica con la soledad, y en ella, el alma de la poetisa se objetiva en la imagen de un árbol nocturno. Mas en este poema, no hay casi realidad exterior. Acaso está concebido frente a la noche misma, pero la que nosotros vemos, sólo se refiere a las sombras del espíritu, signo de una fatalidad ineludible, que gravita como una constante de la vida. El alma misma es la noche y lo es dentro y tuera de la noche exterior, en pleno día o en plenas tinieblas. El cuerpo de esa nocturnidad cobra de pronto la forma y la realidad intima del árbol. Y ello debe ocurrir así, para darle sentido a esa imagen, porque el árbol denuncia, mejor que otra vida, la idea de desarrollo, de crecimiento. María Eugenia siente que arborece la noche, que la desenvuelve, que la estira y la prolonga en los ramajes, que la emana sombríamente en el impulso de la savia. Lo que el espíritu tiene de ámbito, es noche, lo que el espíritu tiene de historia, de proceso, de desarrollo, es árbol. Árbol y alma acaban por confundirse, como si el ramaje de las tinieblas crecientes pudiera llenar la especialidad sensible del espíritu. Es una identificación total de la noche con la mas profunda actividad psíquica, una nocturnidad completa. Noche y árbol adquieren de inmediato un valor de símbolos. La primera es como una envoltura de fatalidad, el segundo es como una raíz que bebe el abismo del propio ser. De ahí que ese árbol no rompa la soledad sino que es más bien el plasma y la conciencia misma de la soledad. La vida queda expresada en esa prolongación de la noche y de la tristeza, en ese vinculo monótono de dolor y sombra, en donde no hay más contraste en el colorido, que el blanco angustioso de la nieve. No la flor de frescos matices, no la flor que podría simbolizar el Eros creador, sino la nieve casta y estéril, pureza cruel que acoraza la soledad y la defiende en su heroísmo. He ahí, pues, los tres símbolos de un alma irreprochablemente pura, acaso excesivamente inclinada a la disconformidad, hecha a combates y riesgos de excelsitud, en cuya exigencia llega a la perfección del diamante: la noche, el árbol nocturno, la soledad. Y esa alma no ha podido ser conquistada. Y se sabe sola y suya. Única y dueña de sí misma. Y por ello, trágica. Esa auto posesión exclusiva determina una ejercitación continuada hasta el hastió, hasta la fatiga de uno mismo. Esa noche interior, denuncia una grandeza que se goza y se sufre hasta la angustia. Esa nieve, que a modo de túnica, cubre los ramajes del árbol nocturno, es el fruto de la experiencia solitaria. Ostenta la fría majestad de las cumbres, pero no tiene más expresión que el llanto. A veces el amor mueve su ráfaga, un aire de rosas burla el orgullo de las murallas, el castillo interior olvida la clausura de su hermética soledad, Eros late sus alas en el viento de la vida, tiemblan las hojas, se estremecen las ramas, mas no son flores las que riegan el pie del árbol, no, es una lluvia de lagrimas . .. Hacia la noche
Oh, noche, yo tendría una palma futura, desplegada sobre el gran desierto, si tú me das por una sola noche tu corazón de terciopelo negro, y yo, al compás de su morena sangre, canto con las ondas beatas del sacro silencio.
Mi canto será vivo sólo por el deseo de serenar la cuotidiana angustia...
Oh noche, yo te quiero sin el fulgor de luminosos astros, sin marinos clamores y sin la voz que finge en los cráneos sonoros el rumor de los vientos..
Oh dulce noche mía, oh dulce noche! Aunque el glorioso pájaro del alba rompa después mi lapidario ensueño, un polvo de inquietud arda en mis ojos, y me seas de nuevo sólo una palma antigua, replegada sobre el gran desierto. La noche se hace ahora el símbolo del despojo, la clave mística que cierra la mentira de las sensaciones, el replegamiento del velo de Maya. En tanto el crepúsculo desvanece por grados el iris finísimo de sus matices, la oscuridad, como sensación única, es una integración a lo absoluto. El espíritu metafísico, encuentra en ella una representación de la unidad. El día es la multiplicidad de la imagen, la túnica variable y viviente del impulso interior que se desborda en la luz y que ata las pupilas a las lámina maravillosa de las apariencias. La noche es fundamental, simple, profunda. En ella se ve menos, y por eso mismo, se ve más. A medida que el universo se simplifica, se hace más hondo. Y en la misma proporción que el mundo objetivo se reabsorbe en la sombra, el alma se despoja, se liberta, se desata, rompe las cadenas de la sensación, crea la soledad esencial, hace su noche, se sumerge en ella, se corre por su propia raíz, y bebe en la fuente del origen. La noche trascendente es algo logrado por imperio de valor, por regusto del riesgo de soledad, por placer de despojo, por riqueza en la pérdida, por tesoro de ausencia. Proviene de un orgullo del señorío, por una soberbia casi loca de no temer la desnudez, por convertir la agonía en voluptuosidad, porque se hace gozoso, a fuerza de negras victorias, el horror de ir caminando por los lindes de la muerte. Implica el triunfo sobre todo apego terrestre. Es como una entrada a un ego superior, desprendido ya de los eslabones del egoísmo. Esa nocturnidad interior no puede menos que ser una ejercitación heroica. Templa en la medida del terror que vence. «Hacia la noche», dice María Eugenia. Su alma, pues, va hacia la noche, crea ese tremendo drama interior. Viaja en ella misma. Mas su coronación, ella lo dice, es la serenidad. Quien renuncia a todo, supera toda posible desesperación, y el drama doloroso, queda por debajo del último vuelo. Oh noche, yo tendría una palma futura, desplegada sobre el gran desierto, si tú me das por una sola noche tu corazón de terciopelo negro, y yo al compás de tu morena sangre, canto con las ondas beatas el sacro silencio. La noche exterior es como un desdoblamiento de la noche interior. La suprema victoria es identificar una y otra. El hecho de que el día resplandeciente haya fugado del cielo y de la tierra, no quiere decir que en el alma humana ocurra lo mismo. Bajo la infinita sombra, podemos llevar el corazón lleno de los resplandores y de los anhelos del día, podemos seguir anudados a los breves sueños del color y de la música, a la vehemencia con que la vida se incrusta en la forma. Es de ese modo que la mañana y la tarde persisten en el gracioso juego de nuestros nervios y en el deleite de la sensibilidad. La luz, creadora de las imágenes, queda adherida a la memoria de las sensaciones, y la noche no se hace en nuestro ser. Entre esos residuos porfiados de la luminosidad, la nocturnidad queda desechada. La vida sobreluminosa de la noche, no se hace en nosotros. No tocamos en el negro corazón, no nos roza el latido de la sangre morena, no anclamos en el sacro silencio. Y lo heroico de la noche es ese despojamiento, esa poda de las selvas deseosas de los ojos y del oído. La soledad es a veces una simple apariencia. Nos retiramos, pero arrastramos en pos de nuestros pasos una realidad trasmutada en el sueño de las imágenes. Dicha y dolor terrestres continúan adheridos a la ensoñación. Nos ocultamos para ejercitarnos, según nuestro capricho, en el juego de nuestros propios deseos y de nuestras más queridas aspiraciones. Hasta se teme renunciar a la inquietud dolorosa, se teme por el horror al vacío trascendente. María Eugenia no quiere otra palma de triunfo que la que otorga la soledad auténtica, la realización de la nocturnidad absoluta. Vencido el primer horror, caerán en cenizas las tristezas humanas, demasiado humanas: Mi canto será vivo sólo por el deseo de serenar la cuotidiana angustia... Y por ello mismo aspira a una noche desastralizada, desmusicalizada: Oh noche, yo te quiero sin el fulgor de luminosos astros, sin marinos clamores y sin la voz que finge en los cráneos sonoros el rumor de los vientos... Otra vez el tema de la noche se interna en la espacialidad del alma. Es en extremo difícil definir ese modo oculto y subyacente de la dimensión interior. Se requiere una tensión imaginativa que configure el ego mismo, como un ámbito donde lo exterior se dispone en idéntica arquitectura a la que afirma su realidad. Si no llegamos a concebir esas magnitudes, las imágenes a que recurrimos al hablar de nuestro ser psíquico, no adquieren potencia suficiente como para mostrarnos esa espacialidad que no puede ser idéntica a la objetiva, pero que la equivale en el plano de lo espiritual. Estamos excesivamente habituados a ver los hechos fuera de nosotros mismos, y a hablar de lo interior con los mismos términos y cualidades de lo exterior. Nuestro lenguaje, cuando hablamos de los acontecimientos y de los valores anímicos, denuncia su origen, y no logramos despojarlo de la realidad envolvente. Todo lo que decimos del espíritu está demasiado impregnado de los caracteres de la presencia física. El poeta trata de idealizar, de sutilizar su expresión, para que su intimidad emane con la mayor flexibilidad al torrente del verbo. Pero aún así, la imagen suele venir demasiado cargada de materia. Es así como al hablar María Eugenia de la experiencia de su soledad mística, no encuentra más camino que el de recurrir a una noche más despojada que la noche misma. Los astros, pese a su pureza y a sus distancias, son todavía presencias de antisoledad. El lejano clamor marino, tiene, a pesar de la noche, un arrastre excesivo. El rumor del viento, trae la sensación del roce aéreo. La noche no alcanza en esa forma a realizar el absoluto de la noche, no concreta en el orden psíquico, el despojo íntimo de la nocturnidad. Y con ello se indica que la noche interior por donde navega el ego, desligado ya de toda cadena sensible, era en María Eugenia más alta, más pura, más en el linde de lo absoluto, que la noche misma. La noche se hacía más profunda en su alma, por una mutilación de todo elemento que despojase a la sombra de su esencia inexpresable. ¡Noche sin astros, sin el clamor del mar, sin el rumor del viento, noche despojada de todo lo que desvirtúa su esencia primaria! Oh dulce noche mía, oh dulce noche! Aunque el glorioso pájaro del alba rompa después mi lapidario ensueño, un polvo de inquietud arda en mis ojos, y me seas de nuevo sólo una palma antigua, replegada sobre el gran desierto. «Hacia la noche», es una aspiración hacia la noche... La ejercitación del alma ha de terminar en la revelación suprema de la nocturnidad interior. Cuando se ha llegado al gran despojo, cuando el universo luz haya sido anonadado por el universo sombra, cuando haya sido posible la extirpación de la última estrella, cuando el espíritu sobrenade más allá de los límites de la Maya exterior e interior, cuando la realidad se haya desnudado hasta que el labio de la visión beba en la copa invisible de las esencias, hasta entonces, la palma de la victoria no se reclinará sobre el anhelo del pecho y de la frente. El esfuerzo habrá de ser implacable en valentía y en trágica determinación. El deseo de lo absoluto se cumplirá por etapas de renuncia, por logros de mutilación, por aniquilamiento de luz y de sonido. La concentración de la nocturnidad será como un vuelo desesperado sobre los obstáculos. La naturaleza física quedará vencida bajo el arranque de las alas. La fluencia interior emanará como un río de espiritualidad que arrase todo cuanto se le oponga, que pierda todo límite conquistado, que no se detenga ante la belleza de ninguna orilla. Sólo así la aspiración sagrada de lo absoluto podrá encarnarse en la más pura nocturnidad. Unidos todos los deseos en un solo deseo, éste mismo se anonadará cuando se sumerja en la noche infinita. Quebrados los lazos, sobrepasadas las sensaciones y sus causas, realizado el desapego por inmersión en la infinitud, el espíritu se desliga y opera sólo en deslizarse en sí mismo, ya esencializado basta tocar en el origen, y se adueña de su ser. Ningún cambio, ninguna transformación es posible. Es la noche interior en el absoluto de la noche. Sobre la exasperación de la lucha sobreviene la dulzura. ¡Oh dulce noche mía, oh dulce noche! Y esa es ya una sombra eterna, de revelación, sombra que contiene a la luz, verbo místico que flota sobre el silencio como el loto de la perfección. No importa ahora que las aves del alba quiebren esas divinas tinieblas con el pico de música y las alas del color. No importa que la inquietud crispe la gota de néctar de la pupila. No importa descender al candoroso juego de los niños humanos. Se viene de otro modo. Se poseen otras claves. Se puede entrar a la luz de los astros, cojer la rosa y besar su perfume, derramar la palabra de las ilusiones sobre los heridos de heridas ingenuas. Quien tocó en el pozo absoluto de la nocturnidad, quien se despojó de la túnica múltiple y cambiante del universo, quien horadó el encantamiento de los colores, la resistencia de la forma, la tela fluida de las melodías, quien bebió la esencia en la copa de la nada, todo lo puede, está más allá de las cadenas esclavizadoras, pasa sobre la tierra con una sonrisa piadosa, delicada como el perdón de la sabiduría, disimula el dolor ante la ceguera del egoísmo, ante la codicia del apego, y por sobre su propia victoria, oculta una palma replegada sobre el gran desierto. Hacia la noche, en la noche, sobre la noche... ¡El alma reposa en los orígenes! Invocación Oh noche embriagadora hecha de soledad y de desesperanza, que brindas en tu copa de azabache y de estrellas sobre la tierra ardiente en quietud derramada.
Noche de las delicias mudas y negativas de que gozan los muertos vivos como fantasmas, abrochando en la sombra su carnal vestidura marchita de enflorar la fiesta meridiana.
Noche, noche infinita, rincón de los olvidos, perdón de penitentes que nunca hicieron nada más que cargar a solas el pesado madero sobre la ligereza cautiva de sus alas...
Te espero día a día para esconder mis horas en la paz de tu lápida, cuando las ondas vivas su vibración aquietan bajo la fuerza ignota de atávicos nirvanas,
y en invisibles soplos el númen secular su inspiración levanta del fondo de los tiempos para siempre extinguidos, aunque la rueda cósmica traiga sus añoranzas.
Yo no sé lo que dice tu boca abierta y muda al que doró su tienda con oro de esperanza, pero yo sé que sabes con amorosa ciencia tenderte suavemente sobre el alma cansada!
Tu voz dice en silencio tu eternidad futura; la rúbrica del «fin» está en tu obscura mancha, aunque a besarte vengan en sus carros sonoros con sus aureolas rubias las doncellas del alba.
Todavía los mundos relucen en la bóveda de tu urna sagrada; un viejo tesorero se ha dormido en los tiempos y ha olvidado en tu fondo sus últimas alhajas...
Dale a los beneditos que todavía sueñan, tus áureas lentejuelas y tu hostia de plata, y a mí, que te deseo inextinguible y única, dame la eternidad de tu silencio, oh Hermana! «Invocación» define más circunstanciadamente aún la esencialidad de la noche, e historia con detalles el logro del invariable nirvana en el lecho infinito de las sombras. ¿De qué está tejido el vago cuerpo del infinito nocturno? ¿Cuáles los elementos que ofrece a la sed del alma? ¿Qué nos exige para que podamos beber su esencia embriagadora? La noche está labrada en la soledad y en la desesperanza. Es el profundo refugio para quien pudo extinguir el deseo. Es la almohada de tinieblas para la cabeza desgarrada por el huracán y vencida por el rayo. ¿Cómo modela su imagen en la fantasía de María Eugenia? Si la miras duplicada en su alma, la verás como una inmensa copa de azabache y de estrellas en cuya cavidad fermenta el pesado licor de la quietud o se enmela la ambrosía de la serenidad. ¿Y qué ofrece al alma la embriaguez de sus mágicos vinos? Dona la voluptuosidad de las delicias mudas y negativas. ¿Qué clave permite ese despojo absoluto? Es la clave de la desilusión, la que retuerce los deseos hasta paralizar el cambio, la que aduerme el latido vital y desnuda de imágenes el candoroso espejo de las pupilas. Nos es fácil comprobar que otra vez la poetisa contrapone la fiesta de la luz a la tranquila negación que evita el porfiado combate. Pliega sus velas el desesperado navío y ancla en la nocturnidad. No sólo la sangre renuncia a desplegar sus rojas banderas, no sólo la ansiedad mutila sus hambrientos tentáculos, también caduca la memoria y quedan destrozados sus lazos, y el lejano resplandor de la vida adherido al recuerdo, se desvanece. ¿Qué importa que la rueda cósmica mueva aún sus fantásticos simulacros, si el espíritu flota en el gran secreto, y las horas cargadas de leyendas se sumergen en los sepulcros de la quietud y del olvido? Así como hay una voluntad vital que promueve en el ser la batalla de los opuestos, existe también una voluntad negativa que troncha el músculo de los guerreros y vierte en sus arcos la calma de la muerte. El esperanzado aguarda otros mensajes. La música nocturna tiene para él la posibilidad del ensueño y el estímulo de las utopías. Por esperar todavía, la piadosa noche vierte en sus surcos la semilla de la ilusión y de la locura. En él la sombra es como un desquite para que se abra la palma de los sueños y para que fluyan por los senderos de los astros, los adorados fantasmas. Si la tierra del día negó el festín, si el brillo de las cosas hostilizó su sed, si llegó a la noche sin satisfacer sus hambres reales, la quimera nocturna lo compensará con sus orgías espectrales, y la vehemencia de la irrealidad será como una embriaguez lograda con el abrazo de los sueños. La sed, o se vence, o nos enloquece. O muerde la realidad, o trasmuta lo concreto en insensatez. Toda fiebre se disipa en el triunfo o se engaña en la imaginación. El esperanzado no pertenece, pues, a la noche trascendente y trascendida. Está por debajo de las estrellas. Tiene confianza en la luz. Entra demasiado sus llamas al cuerpo absoluto de la nocturnidad. Se levanta en el ala de los anhelos supremos, mas sin desprenderse de la tierra. Es un apegado. Goza aún de sus límites. Disfruta, aunque trágico, su astralidad quemante. El otro heroísmo, el que emana del canto de María Eugenia, es ya como un pacto con la muerte misma. Yo no sé lo que dice tu boca abierta y muda al que doró su tienda con oro de esperanza, pero yo sé que sabes con amorosa ciencia tenderte suavemente sobre el alma cansada!
Tu voz dice en silencio tu eternidad futura; la rúbrica del «Fin» está en tu obscura mancha, aunque a besarte vengan en sus carros sonoros con sus aureolas rubias las doncellas del alba.
Todavía los mundos relucen en la bóveda de tu urna sagrada; un viejo tesorero se ha dormido en los tiempos y ha olvidado en tu fondo sus últimas alhajas... Miremos de nuevo en el alma de la poetisa. De los dos amores de la noche, ha elegido el de la infinita piedad que cura las heridas con la muerte. Hay en el inerte silencio de la nocturnidad una suavísima y amorosa ciencia, que es como una dulzura de la nada. Agotada la energía del ser, fatigada el alma, ésta se postra en la noche, mas ya por encima de los astros, fuera del toque vivo de sus luces, en una delicadeza negadora que desafía el más leve afinamiento de la sensibilidad. La noche trasmite allí la seguridad de su eterno imperio. Suyo es el futuro. Todo será absorbido por las tinieblas. El dolor de la creación se anulará por un vasto desmayo. Se fatigarán las auroras, y los mediodías, y los ocasos mismos. El tiempo, uno a uno, volverá cenizas los profundos y claros diamantes. Se hará el gran sueño. El espacio será entonces una urna callada, un silencio de mundos helados. Y entre tanto, que los ingenuos sueñen con las áureas lentejuelan y con la hostia de plata. También es amor de la noche, cubrir su fondo con los sueños resplandecientes, ostentar, ante los ojos sedientos, su túnica de estrellas, mentir una suave y romántica fulguración, un dichoso engaño, en el espectro de la luna. Todos no llegaron al sublime despojo, todos no bebieron la muerte en el vaso de la nada. Dale a los beneditos que todavía sueñan, tus áureas lentejuelas y tu hostia de plata, y a mí, que te deseo inextinguible y única, dame la eternidad de tu silencio, oh! Hermana. ¡Hermandad con la noche, identificación con su vasta y callada soledad, inmersión en su seno profundo, consubstanciación con sus esencias inefables! ¿No es éste el camino único para triturar la angustia? ¿Se podría aniquilar el mal sin que inevitablemente se aniquile el bien? Todos los tesoros de la esperanza han sido trocados por la quietud de la nada. El alma ha vencido el horror del nacimiento convirtiendo la voluntad de vida en voluntad de muerte. El drama ha pasado del nudo al desenlace. La encarnación en el fuego de los deseos se ha postrado en el reposo total. El alma se ha desviado de los hechos. Él único triunfo es la negación absoluta. El error, la desesperación, la angustia, la sed, el drama, yacen al costado de la terrible espada que desligó el ser de la causalidad dolorosa del universo. Fantasía del desvelo Alma mía ¿qué velas en la nocturna hora, como los centinelas, con los ojos abiertos para mejor velar, si no tienes ningún tesoro que guardar? Qué velas, alma mía, mientras que asordinados en su funda sombría redoblan sin cesar tambores misteriosos su trémula elegía?
Que guardar ni esperar tienes ningún tesoro. Sobre el oleaje inquieto, no el birreme de oro llega para la cita; no te revelarán la esfinge su secreto ni las esferas cósmicas su música inaudita.
¿Por qué guardas celosa como un soldado alerta mientras reposa todo tu solitaria puerta si no tienes ningún tesoro que escoltar, ninguno que esperar?...
Es en vano, alma mía, es en vano que veles. La noche pasa sobre sus fúnebres corceles, y el sol del nuevo día con la irisada pompa de todos sus caireles se quebrará en el fondo de tu urna vacía. Se diría que para llegar a la inmersión en la nocturnidad suprema, tal como la hemos definido cercando el alma de María Eugenia en sus poemas de la noche, el espíritu habrá de combatir contra las incitaciones de la vida ,contra la perpetuidad de los sentidos, contra la indómita apetencia de las profundidades de los nervios, contra la irrupción de la torrencialidad universal que nos encuentra abiertos en mil grietas para penetrarnos y esclavizarnos. Emanamos hacia el exterior por mil puertas visibles u ocultas. Existir, más que la profunda conciencia de la existencia misma, es desbordarnos. El carácter más simple de lo vital, es el oleaje con que irrumpimos hacia la conquista de todo lo que estrecha nuestros límites. En la esfera de lo físico, es el movimiento que nos lleva con imperio a ejercer nuestra voluntad de conquistadores de la realidad envolvente. Y en lo psíquico, es la fe y la confianza con que sometemos nuestro ser y el ser universal a nuestras seguridades de sensación y pensamiento. Vivir es sellar las cosas con el signo egolátrico de nuestra verdad y de nuestra posesión. En este juego inquieto y permanente, vencemos, o somos vencidos. Convertimos el cosmos en nuestro patrimonio, o él nos entra de tal modo, que nuestros hechos son una resultante de su impulso. En ambos casos, física y metafísicamente, ser, es actuar en un drama implacable. Una inteligencia demasiado sensible y afinada al dolor, se desgarra en el huracán de esa dinámica que no conoce tregua. Las naturalezas fuertes aceptan la lucha como un goce. Para ellas no se trata ya de la victoria, sino de la conciencia del combate. El placer es el esfuerzo. El triunfo es el estado cimbreante del arco que repite el volar de las flechas. El ejercicio de una volición desesperada es la mejor recompensa del hombre, y el frenesí de la guerra es el más bello premio del guerrero. No se trata de disfrutar lo conquistado, sino de gozar el hecho conquistador. Es un placer de oleajes y relámpagos. Pero todas las almas no nacieron para este ejercicio orgulloso de los actos y para esta firmeza inquebrantable de la fe interior. Un espíritu sobreavisado y descontento, puede emplearse en la demolición de toda seguridad. Desdeñoso de sus propias conquistas, las convierte en vanos sueños, en ilusorias telas. Por exceso de duda, desvalorizará el contenido real de toda victoria. Por hambre de eternidad, arrojará sus propios frutos a las fuerzas destructivas del devenir. Por exceso de análisis, disolverá la roca del mundo por no estar cimentada en lo absoluto. Y en este drama, oscilará entre ambos polos. Pasará de la confianza a la desconfianza, de la seguridad a la inseguridad, de la posesión a la renuncia. Llegará, en último término, a querer y a no querer. Vigilará la sed para troncharla frente al vaso de la felicidad. Esforzándose, despojándose de todo, se sumergirá, por último, en lo absoluto, liberado de todas las tentaciones. Mas esta misma desesperada fuga, sólo le ofrecerá lo que todo éxtasis tiene de transitorio. El extremo esfuerzo produce, ineludiblemente, la extrema fatiga. La nocturnidad es un rapto y no una permanencia. La nada nos acepta, nos colma en absurda plenitud, y nos rechaza, pues es hija del esfuerzo, y su culminación es breve cumbre de largo combate. Llegar, es comenzar a volver. La muerte no se da sino en lapso efímero en la rabia de la vida, y de ahí la oscilación entre el aniquilamiento y la plenitud. La muerte en vida puede convertirse de ese modo en una patética acentuación de la vida misma y en una sombra helada que enloquece la tregua de la sangre. Alma mía, ¿qué velas en la nocturna hora, como los centinelas, con los ojos abiertos para mejor velar, si no tienes ningún tesoro que guardar? Qué velas, alma mía, mientras que asordinados en su funda sombría redoblan sin cesar tambores misteriosos su trémula elegía? Henos ante la presencia del drama. Todo está perdido. El espíritu tiene conciencia del profundo despojo. Si mirásemos por adentro del alma de María Eugenia, contemplaríamos los llanos áridos y los montes de nieve. Presenciaríamos la sombra desnuda, el apagamiento melancólico de los astros, los ríos aquietados, las vastas cenizas, una brumosa memoria de incendios, y un silencio de imperios abolidos. Desconformidad para desdeñar, orgullo para exigir, grandeza para reclinarse con dulzura en el llanto de las ruinas y sonreír ante los tesoros que irguieron el desprecio. Acaso hace más expresivo el silencio la vaga penumbra de una elegía que desliza un suspiro en la sellada sed. ¿Por qué vigila el alma?. ¿Qué ojo es ese de desvelada ansiedad que se resiste al sueno mortal.'' ¿Qué puede esperar la desesperanza? Ni el amor llegará. Ni la primavera ceñirá su frente con sus coronas de rosas y de nardos. La esfinge hermética no tendrá voz para el gran secreto. Las órbitas astrales no dirán nunca el enigma de sus soñadas músicas. El tajo del misterio ha creado la soledad heroica. ¿Por qué el ojo sediento, cuya pupila es el campo de la conciencia, no baja su párpado de sombras? Es en vano, alma mía, es en vano que veles. La noche pasa sobre sus fúnebres corceles, y el sol del nuevo día con la irisada pompa de todos sus caireles se quebrará en el fondo de tu urna vacía. Acercamos el oído a las fuentes mismas del canto. No estamos en nosotros, por habernos sumergido hasta el exceso en el alma que acaba de trasmitirnos su desvelo. Tras el poema que ha logrado su inmortalidad humana en la belleza, quedan en un semivelado silencio, aquellos otros poemas sofocados para siempre en las honduras intimas. Oigo, casi en lo inaudible, la vibración de la mas oculta lira y me parece percibir, en remotos éxtasis, lo que María Eugenia sumergió en la mudez, o lo que no quiso extraer de ella. ¡Cuánta lucha interior se denuncia, finamente, en esa percepción porfiada que nos hemos impuesto! Acaso esa nocturnidad perfecta está impuesta, mas no aceptada por la rebeldía con que la vida afirma el destino de vivir. Acaso el nirvana, en su terrible imperio, contraría la adherencia del ser al devenir, acaso los tentáculos de la sensación no pueden cercenarse sin que irrumpan de nuevo con la violenta sed, acaso el deseo que crea el dolor sea la raíz misma donde se apoya el árbol del ser, acaso la individualidad late sordamente en el misterio de la carne y el látigo del espíritu no alcanza a humillarla. No basta pensar el vacio de las cosas, no basta enfrentar a los apetitos y a las ansias sublimes el doble tedio de la materia y de la idea. María Eugenia tiene plena conciencia de la inutilidad de esa imperiosa vigilancia del alma. No en vano la pupila vital aguarda los tesoros de la aurora. El sol triunfante montara <»u escudo sobre la herida del horizonte. Chorreara el colar y hara vibrar los cristales de la música. El mar potente encrespara su espuma ebria en el cuerpo de las rocas. La túnica de la montana se esmaltara de joyas vivientes. El cielo desprenderá un beso azul sobre la nieve de los montes. La sangre escuchará el lenguaje del cosmos. Las ideas de la frente serán tan maravillosas en sus vuelos cómo los pajaros del viento. Mas ella sabe que esa irisada pompa se quebrará en el fondo vacío de la noche. Sabe! Y sabe! Pero la sabiduría no evita el drama. Y desde la sombra suprema su pupila vigila terriblemente la impetuosa carrera del devenir que hace temblar los cimientos eternos de la sombra! Las quimeras Sangre bullente de las bocas rojas, sangre que brilla y en recónditos vasos se retrae cuando fervientes labios se avecinan...
Paladar calcinado, lengua de fuego que lleva el peregrino bajo el sol meridiano del desierto y cuya sed no aplacan el límpido raudal de los oasis y el dulce jugo de los cocoteros...
Collares desatados, lacias guirnaldas de los brazos quietos, ceñidores de amor nunca prendidos para estrechar los cuellos ofréndanos y los torsos solícitos...
Cuencas de las pupilas curiosas de figuras, ebrias de perspectivas deslumbrantes, conturbadas de blandos espejismos adonde fácilmente se borran los mirajes como en el mar la curva de las olas y la fugaz estela de las naves...
Placa de oro para el son propicia, fibras de acústica sonora por donde ruedan todas las palabras sin imprimir sus líricas rapsodias...
Campanas mudas de los corazones, cosas rebeldes, también como vosotros más de una vez las manos me tendieron más de una vez riéronme los labios y se deshizo en cálidos aromas la brasa de sus rojos incensarios...
También como a vosotros miráronme gozosas las pupilas, que rayaron en tórridos incendios con brillos de fulgentes pedrerías...
Mas seguí torvamente y tristemente porque también me ungieron en mal hora con sedes y ambiciones sobrehumanas, con deseos profundos e imposibles, y voy como vosotros también inaccesible e impotente, cargando con la cruz de la quimera, ajustada a la sien ardua corona, . sin poder claudicar y sin tocar la carne de la vida jamás, jamás, jamás. ¿En qué momento pudo surgir este canto de negación humana y de afirmación sobrehumana? ¿Qué huracán de fuego había antes estremecido las liras del pecho? ¿Qué ninfas ondulantes, adoradas por el azul del cielo y por el verde de las selvas, habían entrado al corazón de María Eugenia, para cubrirlo en ebrio vertimiento de rosas. ¿Resonaba en el bosque la flauta de Pan? ¿Danzaban en las viñas en flor los sátiros ante el asombro de las hamadriadas? Tal vez la primavera abría las semillas de oro en los ardientes surcos de Deméter, acaso la hiedra bebía el licor de la vida en la fragante corteza de los pinos, y sus raíces, como nervios, se estrechaban a los troncos y a las ramas. Tal vez los rayos de Helios quemaban la sangre de los toros, y en las alas de la mariposa Afrodita imprimía su destino. En las ardientes playas del mundo Eros danzaba entre los ojos de la mujer y los ojos del hombre, y en la red maravillosa de su dibujo, envolvía a los cuerpos creadores. Gea fecunda henchía de flores sus pechos y envolvía con lianas temblorosas su cuello y su cintura. Los ríos se enamoraban de las orillas, las orillas se enamoraban de las selvas, las selvas se enamoraban de las aves, y el aire total océano de la luz, abrazaba al astro v le hundía en sus entrañas la fiebre del sol. Si entrásemos en la vida misma de la poetisa, mientras se gestaba su canto de las «quimeras», la veríamos cercada por la invitación del universo. A cada toque de la realidad correspondería un eco del presente en sus memorias. El instante coloreado y sonoro se proyectaría en las láminas depuradas donde el tiempo grabo sus dibujos. ¡Que corrimiento anhelante, qué desfilar de horas, que como por milagro, recobraban en sus fantasmas las apariencias plásticas de la realidad. Y no obstante, los días vividos subían de la muerte, brillaban instante en la evocación, y se reclinaban de nuevo en la muerte. Primaveras llegaron ante sus ojos, derramaron su savia, su miel y su polen, tapizaron los campos con sus vivas laminas, y cada rosa volvió a entrar, desvanecida, a la sombría madre. Y los brillantes rocíos evaporaron sus gemas en la efímera aurora. Y la pluma de purpurase desprendió del ala del pájaro. Y por la noche, el agua del río resbalo, fatal, sobre las puras estrellas. Y en el pecho crecieron deseos imprevistos, y canciones inesperadas volaron desde el corazón, e ideas resplandecientes como dioses quemaron su llama en la alta frente. ¿Donde ahora aquellas imágenes que fueron el cuerpo mismo de la realidad? ¿Qué anclas las pueden eternizar en los mares del tiempo. ¿Que es cada historia como perduración y como autenticidad? ¿Que vida es la que revive el recuerdo? Pasa el río. El agua sigue al agua. La onda sucede a la onda. Los colores y los matices llegan, brillan y fugan. Cada uno de sus instantes es un nacimiento y una muerte. 6En donde están los vuelos de los pájaros? ¿Qué dibujo dejas alas se imprimió en la diafanidad del aire? ¿Hallaríamos la sombra que proyecto una nube, o la estela que hirvió una proa? El tiempo trae y el tiempo lleva. Nada es, y sólo es el no ser. ¿A que llamarle quimeras a los sueños? Entre el hecho y el sueño del hecho, no existe mas diferencia que el filo del presente. Abrazar el río de la vida es solo abrazar una fuga. Los sentidos no crean más que una eternidad: la eternidad de la nada. Todo esto nos pareció leerlo en el alma de María Eugenia. Era su verdad cuando la primavera del mundo la cercó para enlazarla al encantamiento de su vuelo. Y ella dijo: no, jamás, jamás, jamás. Porque su canto lo grita, porque su herida trágica lo clama en terribles estrofas: Mas yo seguí torvamente y tristemente porque también me ungieron en mal hora con sedes y ambiciones sobrehumanas, con deseos profundos e imposibles, y voy como vosotros también inaccesible e impotente, cargado con la cruz de la quimera, ajustada a la sien ardua corona, sin poder claudicar y sin tocar la carne de la vida jamás, jamás, jamás. Nos hemos enfrentado al drama de una castidad divina. La espiritualidad se extremó hasta amurallarse de nieve y de mármol ante la irrupción del fuego de las sensaciones. El alma ha espantado al imperativo de la materia con el zumbido desesperado de las alas del Eros celeste. No es el terror del pecado, sino el esplendor de una virtud sidérea. La sangre palidece amedrentada frente a la altura de un destino heroico, hijo de una voluntad de diamante. El drama existe en toda su intensidad. El pecho es el ágora de una polémica donde el instinto habla en un lenguaje de llamas, y donde la razón solicita los rayos de la nube. Afrodita terrestre enfila la procesión de sus tentaciones, hace crepitar la sangre en las bocas, hiere con la sed, desafía con la miel del himeneo, llueve rosas y desprende manzanas y racimos sobre las manos impolutas, exaspera el brillo de las gemas hasta marear las pupilas, derrama guirnaldas en los brazos y en los hombros, y hace volar enjambres en los jacintos de las cabelleras y en los nardos de los muslos; riza de espuma el oleaje que acaricia a las nayades y vuelva las cráteras de rubios vinos en las danzas de las bacantes y los faunos. Ha de triunfar. Conoce las claves de los nervios donde el amor sumerge la semilla vital. Ha descifrado el misterio de las generaciones y doblega la castidad con el látigo del deseo. Los que se niegan enloquecen, reciben el castigo de la desesperación. Su mandato impera sobre los rebeldes, porque su caricia es el enigma de Zeus: a creación. Ella pagará en goce la rendición y en dulzura el crecimiento de la vida. No perdona, porque es la depositaría del ser y la domadora de la muerte. Su beso no es un juego. El placer de su abrazo es la celada de los génesis. No es la que cabe en la forma de la estatua. El Universo entero gira adentro de su llama. Quien la niegue, se niega a si mismo. más de una vez las manos me tendieron, más de una vez riéronme los labios y se deshizo en cálidos aromas la brasa de sus rojos incensarios. ................................................ También como a vosotros miráronme gozosas las pupilas que rayaron en tórridos incendios con brillos de fulgentes pedrerías... Pero María Eugenia sintió sobre el llamado de Afrodita, otra voz más alta, y en ella, una invitación más heroica. Pudo la pasión creadora de la vida aniquilar un destino más alto y más en acorde con sus aspiraciones trascendentes, pero no pudo. Parecióle que la castidad está en otro plano de la belleza y permite al espíritu un volar más alto y una dignidad más encumbrada. No se entregó al destino más puro por temores morales y por obediencias de fe y dogma, sino por un platónico deslumbramiento de la hermosura, por un delirio de altos orgullos, por una vocación de Empíreos. Ni siquiera por la dicha de desmedidos disfrutes en el paradigma del ideal. Torvos los días y tristes las noches, comprendió que toda elevación es un aguzamiento doloroso, que toda excelencia es herida y hiel. La cruz es siempre el epílogo de la sublimidad. Sondeó el heroísmo, y se sintió fuerte y grande como para aceptarlo. Renunció a la fiesta de la creación terrestre, para penetrar, pálida y devorada por el imperio de una vocación sublime, virgen, intacta, a la plenitud de su vocación suprema, al destino de sus ambiciones sobrehumanas, con sed de dioses, entera en la luz de los arcángeles. Fugó de lo posible a lo imposible. Supo la muralla, mas se entregó al encendimiento de rendirla. Y mezcló el ideal al horror. Y comprendió la impotencia, la crueldad con que están separados hombres y deidades. Y ajustó su destino a la cruz de su quimera, y su sien, a la corona de llagas. Y no claudicó, jamás, jamás, jamás.. . sin tocar la carne de la vida! Reencarnó en ella la blancura inmaculada de Artemisa, la majestad de la diosa nocturna, su castidad resplandeciente, su cuerpo de luna y de pureza. Y presidió como Artemisa el coro de los astros. Y como Artemisa tuvo por camino los cristales del cielo. Y cuando bajó a la tierra, fue, como cuando desciende la diosa, para cazar las fieras tenaces e indomables que rugen en el espesor de la materia, para que en los bosques de la pasión, libres del instinto y de la crueldad, pueda escucharse la voz de los Orfeos y para que la lira de los astros llueva sobre el lodo, los limpios y profundos números que convirtieron el caos en una danza del pensamiento divino. ¡Abrete, ánfora de la música celeste! ¡Dibuja en el sonido rosas que pudieron ser soñadas por Pitágoras o por Platón! ¡Y donde reposa la humana memoria de sus huesos, desciendan por la noche de Artemisa, las divinas guirnaldas, holocausto al alma que habitó en ellos, al alma de las sedes sobrehumanas, al alma ilimite, a la cazadora nocturna de la belleza y del amor inaccesibles, a la dolorosa de la sublimidad, a la súper fémina que heló la sangre de las entrañas arrebatándoles su fuego para crear antorchas de enloquecido orgullo empuñadas por el dolor, mientras la frente irrumpía hacia el imperio de los arquetipos! Los dioses abandonaron la tierra, y acaso los cielos mismos. El sagrado entusiasmo que antaño germinó a los pueblos ejemplares, es desdeñado por una raza de hormigas, cuyas cabezas sólo sirven de soporte al alimento. Las grandes ciudades tienen su corazón en el oro de sus bancos y su alma en la mesa de sus festines. La música y la poesía, se escuchan, pero no se encarnan, no se conviven, no brotan alas ni comunican la locura de los ideales sublimes. El amor, como la digestión, termina en la carne, y las ideas, son herramientas que se utilizan por lo que rinden. No hay más grandeza que la que miden los números espesos abatidos sobre una realidad de lodo. La guerra es un instante de fiebre sobre los mercados. El hombre parece sometido para siempre a una sorda mecánica que mutila la conciencia. La libertad es una práctica cómoda, no una excelsitud, no un vértice del hombre hacia los dioses, sino una paz redonda junto a la mesa del banquete. La tierra termina en la tierra, como el hombre termina en la piel. ¡Ah, comprendo el grito de tu sacrificio, María Eugenia: Mas seguí torvamente y tristemente porque también me ungieron en mal hora con sedes y ambiciones sobrehumanas con deseos profundos e imposibles... ¡Ah, comprendo el grito de tu sacrificio! |
Publicado, originalmente, en: Revista Nacional : literatura, arte, ciencia / Ministerio de Instrucción Pública Año VI N.° 67 - Montevideo, julio de 1943
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