Los pequeños dioses

Crónica de Dora Isella Russell

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIV Nº 1669 (Montevideo, 10 de enero de 1965)

El duendecillo que acarrea los cubos de agua es uno de los traviesos ayudantes domésticos.

Comos hemos sido, desde la infancia, amigos de duendes y de hadas, de gnomos y de elfos, de silfos y de geniecillos. tanto, que todavía creemos en ellos, puesto que sabemos que existen, tuvo para nosotros, siempre, seducción especial, en la mitología eslava, un menudo ejército de pequeñas divinidades que parecen más propias de los cuentos que de la compleja alegoría mítica.

Las tribus eslavas que en el siglo VI se desplazaban por anchurosos y vagos escenarios de bosques, ríos, lagos y pantanos, alejándose cada vez más, en varias direcciones, de los Cárpatos de origen, corrían por territorios que parecían convocar a los duendes. La común adoración de los pueblos primitivos por la naturaleza, asumió en ellos un contorno nebuloso, impreciso, traducido en ídolos toscos, imperando por encima de todos, el Cielo y sus hijos, sin que dejara de reverenciarse a la Tierra, matriz común, patria de seres vivos y de plantas, la Madre-Tierra-Húmeda, fecunda, pródiga en cosechas, suma benefactora de los labriegos. Todo fue veneración supersticiosa, hasta que las grandes divinidades paganas fueron desterradas por el cristianismo. No obstante lo cual, hubo coexistencia de cultos paganos que sobrevivieron.

Pero quedaron nuestros amigos, los pequeños dioses, cada más que espíritus domésticos, servidores del hombre en su mayoría con excepción de algunos resentidos que se vengan causándole perjuicios y molestando gente y animales.

Salvo éstos de mal carácter, los otros tienen peculiaridades encantadoras. Figura consular es Domovoi. a quien se le escucha sin verle, porque su vista presagia males. Gime y solloza en la oscuridad, susurra en voz baja, se le siente arañar las paredes, pero todo esto que parece poco tranquilizador, no acarrea desdichas, pues al contrario, es casero, y protege a la familia con la que habita. Peludo, con rabo y cuernos a veces, otras se metamorfosea en animal o en parva de heno. Se acuclilla cerca de las estufas o se echa en los umbrales, mientras que la Domovikha, su mujer, prefiere instalarse en los sótanos. Advierte del peligro, es el abuelo protector y gruñón, rústico y amparador del hogar. A su lado pululan otros espíritus menores, encargados de las tareas humildes y cotidianas, que ayudan a las dueños de casa. El duendecillo de los gallineros, el duendecillo del baño, el de los graneros, auxilian en las tareas, y tienen sus simpatías y antipatías bien marcadas. Así los duendes del gallinero odian a todos los anímales de piel o pelo blanco, y sólo escapan de sus iras las gallinas blancas, porque tienen la protección de una deidad propia que las defiende. Son buenos y son aviesos. El campesino debe aplacarlos con ofrendas y baratijas: objetos brillantes, manojos de lana, una hogaza de pan. A cambio de esto, los duendes, que suelen tener mujer e hijos, le ayudarán en sus quehaceres sin que él lo sepa, mientras descansa. Evitarán que se extinga el fuego del hogar, ayudarán a que se leude bien el pan, barrerán los pisos por la noche, adelantarán el tejido que el ama dejó inconcluso la tarde anterior. Sólo Kikimora es del sexo femenino. Múltiples, a veces se preocupa de las aves de corral, otras colabora en las faenas culinarias. Si se enoja, hay que hacerle una tisana con hojas de helecho recogidas en medio del bosque...

Indudablemente, ninguna mitología brinda divinidades elementales tan sugestivas y pintorescas como éstas. La paganía eslava tuvo lo más poético de sus cultos en estos dioses menores y caseros, fisgones y malhumorados, benévolos y traviesos, que barren y cocinan, que acarrean cubos de agua y muelen trigo, que lavan ropa y tejen a hurtadillas. Es un inframundo lleno de magia y encanto, bien lejos de los majestuosos dioses solemnes del Olimpo griego o el Walhalla germánico, sin nada de la sobrehumana grandeza de un Zeus o un Odin. Merodean por los establos, por los campos sembrados, rondan el ganado, destapan cacerolas para probar el guisado y condimentarlo sabrosamente, amasan cuando todos duermen, dan de beber a los caballos, juegan con la lluvia, barren con ramas la hojarasca caída frente a los umbrales, limpian los platos y las tazas; son diligentes, serviciales e imprevistos: si se fastidian con el hombre, pueden hacer que se queme con el agua hirviendo, o que se le estropee la comida. Pero en general conviven en buena armonía, laboriosos, dedicados en sus modestas tareas.

Una concepción animista de las divinidades naturales pobló el mundo esclavo pre-cristiano de espíritus antropomorfos, habitantes del bosque, como Lechy: de los campos, como Polevik; de las aguas, como Vodianor, de Rousalki, habitantes acuáticas y forestales, especies de sirenas malignas, que según la leyenda son las almas de jóvenes ahogadas. Tuvieron dioses urbanos y guerreros; dioses de sus alegría, vinculados a la fecundidad y la primavera, casi parientes de Dionisios: "Donde pone su pie / brota el trigo en montañas. / Donde pone sus ojos / florecen las espigas"· No faltaron los terribles dioses de la tormenta y el raya ni, en suma, cuantos representaban las fuerzas desconocidas y misteriosas de la Vida y la Muerte.

Pero esa familia de diosecillos hogareños, espíritus de las granjas y los graneros, habitantes de establos y tejados no tiene igual en ningún otro pueblo. Humildes, al alcance del hombre, sin el relieve cosmogónico de los dioses imponentes que no descienden hasta los mortales, tienen mucho de esos gnomos de los bosques que pueblan los cuentos de Andersen y de Grimm. Si el campesino es bondadoso con ellos, tendrá su recompensa. Estarán lustrosos sus zuecos sin que él los limpie, y hallará bien alimentado a su caballo cuando le unza el arado para abrir el surco. La leche que hierve no se derramaré del recipiente, m sobrevendrá ninguna de esas catástrofes domésticas de panes quemados o vajillas rotas. Si la dueña de casa vencida por el  cansancio del día, abandona en el regazo la costura a medio hacer, el “troll" la concluirá por ella con puntada prolija y diminuta. Hay cierta ternura hogareña en estos duendes que vigilan la casa y trabajan infatigablemente para crear en torno al individuo las pequeñas comodidades materiales que le hagan más, llevadera la existencia.

No tienen ningún nivel intelectual, ninguna grandeza mítica, ninguna trascendencia simbólica. Pero son útiles, oscuros y discretos, fáciles de satisfacer, parientes pobres de Puck, formando alrededor del hombre la gárrula farándula de seres invisibles que le acompañan por el camino

 

Crónica de Dora Isella Russell

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXIV Nº 1669 (Montevideo, 10 de enero de 1965)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

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                      Dora Isella Russell en Letras Uruguay

                    

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