La venezolana Teresa de la Parra

Crónica de Dora Isella Russell

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1829 (Montevideo, 16 de junio de 1968)pdf

Ana Teresa Parra Sanojo, que la Literatura conoce más por Teresa de la Parra, es sólo la autora de dos libros: Ifigenia y Las memorias de Mamá Blanca, pero por ellos su nombre se inscribe con permanencia en la novelística de nuestra lengua.

Es necesario trasladarse idealmente a la Caracas del primer cuarto de siglo —como a cualquier ciudad suramericana del primer cuarto de siglo— para intentar comprender cómo los prejuicios de una sociedad pudieron reprobar lectura tan clara y fresca, y envolver a su autora en el comentario denigrante y encarnizado.

Es verdad que a través de su heroína María Eugenia Alonso, en Ifigenia se esboza una critica de la escritora a su ciudad, a su clima aldeano y apegado a viejos formulismos, trasluciendo la decepción sufrida por la propia Teresa al regresar, después de muchos años de ausencia, a su patria. Pero no alcanza esto para justificar el ambiente tenso que explica su radicación definitiva en París, años más tarde, y que le entristeció el alma dolorosamente.

Nacida en París, el S de octubre de 1890, vivió en Caracas los años de su infancia, pero asomó a la adolescencia en Europa, adquiriendo en España esa educación refinada y formal de los grandes colegios y evolucionando después a través de viajes y experiencias íntimas, hacia ideas independientes que, vuelta a Caracas en 1911 —en 1908 o 1909, según Zérega Fombona— la rodearon de una fama extraña, en la que se conjugaban cierto misticismo introspectivo, cierta liberalidad de juicio, cierta nostalgia sensitiva, con un ingente afán de belleza, que requería perfección y armonía en cuanto concerniera a la vida espiritual y a las circunstancias materiales que la rodeaban. Esa mezcla desigual de lo europeo y lo americano que había en ella, explica el desequilibrio emotivo de Teresa, sus raíces abonadas por la tradición de una cultura sedimentada y su corazón aguijoneado por la realidad telúrica, extraña planta exquisita cultivada con recetas universales que se aclimató mal en el trópico criollo, luchando para sobrevivir en toda su delicadeza pese al ardoroso cielo de nuestras latitudes, en un drama íntimo que se resolvió en frustración y desaliento. Fue en el fondo una desadaptada perpetua, una mujer en evasión de sí misma, que todo lo tuvo —hermosura, distinción, talento— menos esa verdadera paz secreta en la que suele verse la imagen asequible de la felicidad. “Como en toda vida hermosa —escribe a su respecto Mariano Picón-Salas— en la de esta encantadora Musa caraqueña hubo gloria, esplendor, padecimiento y melancolía".

El estreno de Teresa de la Parra en las letras venezolanas causó revuelo, y el éxito acudió en seguida a iluminar a la joven que publica en 1922, el Diario de una señorita que se fastidia, en “La Lectura Semanal'*, la revista de José Rafael Pocaterra. Más tarde, con el nombre de Ifigenia (1924) ese “díario" singular alcanza consagración definitiva y se convierte en uno de los dos pilares de su gran nombradía. Francia de Miomandre, en el prólogo de la primera edición, resumió el argumento en la siguientes líneas:

"Es la historia de una muchacha de Caracas: María Eugenia Alonso, que vuelve a su casa después de una larga ausencia coronada por unas breves semanas de permanencia en París, donde gasta sin darse cuenta el dinero que le quedaba. Al llegar a Caracas se entera de que no tiene un céntimo de que disponer. Ha de ser la víctima designada a las Euménides de la familia, la moderna Ifigenia".

En torno a ese sencillo núcleo, se desarrolla una narración extensa, lenta y pormenorizada que asume carácter autobiográfico bajo pretexto epistolar, en el primer capitulo, excesivamente largo para epístola, y bajo el de “diario" en los siguientes, en los que asimismo aparecen intercalaciones de forma epistolar. Esto rompe el equilibrio externo de la obra, su estructura, aunque no su fluidez, su hechizo de juventud, gracia, candor. Si era Teresa misma, "la Señorita que se fastidiaba" en Caracas, de ese fastidio brotó un testimonio estético de alta categoría narrativa, en virtud del cual una joven de sociedad definía su vocación literaria. Es innegable el aporte personal, lo que de autobiográfico encierra Ifigenia, sus impresiones acerca de una Caracas que la defrauda y un medio que la oprime. Pero lo importante es, principalmente, la revelación de una escritora de raza que gana, con el primer libro, la admiración y el entusiasmo de los lectores y críticos más responsables de su época.

Sin embargo, es —para nosotros— su segundo libro, Las memorias de Mamá Blanca, el que mejor expresa la madurez de sus condiciones intelectuales, el ápice de su emoción y de su estilo. La prosa se aligera, fluye, se colma de seducciones. La travesura nostalgiosa, al evocar el buen sabor lejano de la infancia de la protagonista, de “vejez generosa y sonriente", de “alma jovial ante lo inesperado”, risueña y melancólicamente. Si Ifigenia es, en el decir de Luis Alberto Sánchez, “una de las bellas aventuras de la sensibilidad americana", en Las memorias de Mamá Blanca nuestro continente puede hallar rediviva la eterna niñez criolla, la genuina infancia de una criatura del continente, en los años puros en que comienza el aprendizaje de la vida. Se ha dicho —y es verdad, en parte— que es Teresa de la Parra “uno de los pocos escritores tropicales en cuya literatura el paisaje no tiene un valor de protagonista"; hay que tomar con algún reparo esta afirmación de Ramón Díaz Sánchez; porque si es cierto que para Teresa importa más, mucho más, lo psicológico, el conflicto humano de los seres que incorpora a sus páginas, tampoco puede decirse que el paisaje «es una ausencia —no es, bien entendido, que diga esto Diga Sánchez— en su obra. Ya se trate del íntimo, recoleto, de esos patios caraqueños con resabios coloniales, lujosos de plantas y embalsamados de jazmines, que pinta Marta Eugenia Alonso en Ifigenia —aunque, convengamos con el escritor citado, que es alusión marginal, episódica y no presencia protagonicé; pero, más decididamente, en Las memorias de Mamá Blanca, hay, rotundo, paisaje; la sola pintura del trapiche, por ejemplo, rivaliza con la de cualquier personaje. Este libro se publicó en 1926, cuando ya cuentan en el haber de Teresa muchos viajes, muchos recuerdos y un noviazgo largo y trunco con uno de los más ilustres escritores americanos, el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide. Empero, el tema del amor fue soslayado por Teresa, celosa de su intimidad y de su independencia, siendo este aspecto una de las grandes reservas de su existencia. Se nos ofrece la imagen de una mujer conflictual, que teniendo todos los atributos de una gran escritora, escribió poco; que viviendo la mayor parte del tiempo en París, activo foco de renovaciones estéticas, no se dejó arrastrar por las grandes corrientes innovadoras de su momento; que actuando en sociedad, fue una solitaria, que disponiendo de todos los privilegios físicos y espirituales para ser feliz, se frustró oscuramente sin hallar su destino; que se desdobló por un lado, en la muchacha frívola que asiste a fiestas y casas de modas, y por otro, en la grave y reflexiva corresponsal de grandes escritores a quienes envía, en sus sus cartas, quizá lo más intenso, desnudo y genuino de su alma. Porque la correspondencia de Teresa, en lo que de ella se ha podido recoger en volumen, es la conmovedora confidencia de un ser exquisito, hondo y trascendente, inconforme y misterioso. Por algunas de esas cartas sabemos que sintió una vehemente admiración por Simón Bolívar, penetrando con sutileza y hondura en aspectos biográficos poco frecuentados del prócer venezolano.

Cuando sobre el esplendor de su belleza cayó sobre el otoño del grave mal que terminó sus días, siguió viviendo con serena apacibilidad, espectadora de su muerte, en distintos sanatorios que, en lo alto de las montañas nevadas de Suiza, prometen mejoría ficticia para sus pulmones enfermos. Las cartas que envía desde esos andenes provisorios para el viaje final, tienen todos los matices de la inteligencia, la sagacidad, la comprensión. Desde 1931 ha comenzado el desenlace. El espectáculo diario de la muerte le ha abonado el espíritu para el estoicismo, hasta que al fin no puede desoír el llamado del mar, del azul intenso, de la vida que se iba quedando lejos. Va a Barcelona, va a París, vuelve a Madrid, irritables los nervios y destrozado el cuerpo. Dolores, sufrimiento físico, se suman a la destrucción moral. Hasta que llega el 23 de abril de 1936, en que cerró los ojos con sólo cuarenta y seis años, y fue sepultada en el cementerio de la Almudena. Teresa de la Parra, víajera errante, no había terminado aun con sus andanzas. Trece años más tarde, en 1949, llegaron sus restos a Caracas, a reposar en Tierra de Jugo.

Duerme al fin con su leyenda, su corazón enigmático y silencioso, el aura de una belleza aristocrática y el peso tremendo del talento. Fue, sin lugar a dudas, una de las más grandes novelistas de Venezuela. una de las grandes novelistas de nuestra América.

 

Crónica de Dora Isella Russell

(Especial para El DIA)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXVII Nº 1829 (Montevideo, 16 de junio de 1968)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                        Dora Isella Russell en Letras Uruguay

 

                    

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