Paul Marie Verlaine

Fracaso y gloria del príncipe de los poetas

Crónica de Dora Isella Russell

(Especial para EL DIA)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXV Nº 1756 (Montevideo, 11 de setiembre de 1966)

Verlaine y Rimbaud por Fantin Latour (Musee du Jeu de Paume)

Fue en 1866, hace cien años, cuando el más sombrío, extraño y triste de los poetas franceses del simbolismo publicaba en París — al mismo tiempo que François Coppée "Le Reliquaire" — un libro que admira y conoce más la posteridad de lo que sus contemporáneos lo conocieron. A “Les Poèmes saturniens", punto de partida de la gran obra poética de Paul Marie Verlaine, no les prestó atención la crítica, colegas ni el público, y prueba de ello es que veinticuatro años más tarde, en 1890, quedaban todavía muchos volúmenes del limitado tiraje de 491 ejemplares que componían la primera edición. Como si desde el comienzo, el talento singular de aquel hombre estuviera marcado por la adversidad y la desventura sobre las cuales se levantaría una gloria que no compensó su turbia vida, tenebrosa de sinsabores y miseria. Los lectores coetáneos de “Les Poemes saturniens no penetraron más allá de la estructura melódica, sin profundizar en el advenimiento de una nueva manera lírica que esos poemas significaban. El inicio de Anatole France demuestra que se atuvo a las palabras del autor sin ahondar en la esencia angustiada e innovadora: sólo entendió “A los que, como copas vacías, frases cincelamos / y hacemos versos tristes sin moción ninguna / y que nunca en el grupo de soñadores vamos / a bogar por los lagos a la luz de la luna. / Nosotros de la lámpara a los rojos reflejos, / conquistamos la ciencia, domamos la emoción / igual que el viejo Fausto de los grabados viejos, / llenos de voluntad, llenos de obstinación. En cuanto a Hugo, Leconte de Lislle, Jules de Benville, sólo emitieron elogios triviales, y ni siquiera Saint-Beuve tuvo la perspicacia de vislumbrar la grandeza verleniana encerrada en la obra primigenia. Más sincero y personal será el entusiasmo con que después Hugo salude "Les Fêtes Galantes". Pero hubo un profesor de inglés de Besançon que intuyó desde el principio la trascendencia magistral de Verlaine. Pero ese profesor se llamaba nada menos que Stéphane Mallarme.

El silencio general caído en torno de su primera esperanza literaria, entristeció al joven de veintidós años que ya a esa edad, presumiblemente, se había deslizado por la pendiente del alcoholismo, una de sus grandes tragedias. El alcohol lo volvía violento, desdoblando en él instintos bestiales y homicidas. Lúgubre, obsceno, impuro, consciente de su drama y sin voluntad para enmendarse, necesitado de consuelo y comprensión, la existencia arremolinada de bajas pasiones le hacia experimentar el hambre de la femenina ternura: “Tengo a veces un sueño extraño y penetrante. / de una mujer que ama y que amo intensamente, / y no es, hora por hora, ni siempre diferente, / ni siempre igual, y entiende mi espíritu inconstante".

Y se interroga: “¿Es morena? ¿Bermeja? ¿Rubia tal voz? Lo ignoro. / ¿Su nombre? Tengo idea de que es dulce y sonoro / como el de las amadas que el mundo ha desterrado; / su mirada de estatua con castidad sostiene, / y para su voz grave, lejana y mansa tiene / la inflexión de las voces queridas que han callado". Ese sueño ideal se corporiza cuando conoce a Mathilde Mauté, ‘‘en el dulce esplendor de sus dieciséis años” y teniendo él veinticinco, que le inspiraré "La Bonne Chanson". Para sorpresa de quienes le conocen el lado saturniano, se casa con ella en agosto de 1870. La inquietante máscara de sátiro lascivo, calvo, de frente abollada y barba intimidante, contrastaba violentamente con la joven suave y cándida, aniñada, que, sin embargo, gustadora de poemas, terminó por sentir amor hacia aquel hombre de fealdad grotesca, mongoloide y simiesca, como le retrataba su buen amigo Lepelletier. El noviazgo impuso una pausa de sobriedad y mesura al dipsómano inveterado, que dejó de frecuentar —por un tiempo— las familiares tabernas. como si el deseo de regenerarse, de sacudir el lastre de sus vicios, hubiera hallado en la idea del matrimonio, la promesa de una cura decisiva. Sin embargo, sus costumbres disipadas, las escabrosas desviaciones de sus sentidos, desde la salida del colegio Bonaparte, sólo hallaron un paréntesis que se reabriría más tarde. Es singular que tomara rumbos tan tortuosos y oscuros, un ser criado entre la alegría y el cariño paternos, que tuvo una infancia cómoda y feliz, y una madre abnegada que no escatimó bondades y ternuras y supo perdonarle siempre.  

El hombre que contrae enlace con Mathilde es un degenerado sin remedio, un pervertido, un hijo que ha pegado a su madre y que volverá a hacerlo. El remanso del noviazgo pronto se desvanece. La novia orgullosa del brillo de su prometido en las tertulias íntimas, se volverá en corto plazo en una desventurada. Las desavenencias coinciden con la aparición de un personaje extraño, en octubre de 1871: es un joven provinciano, de diecisiete años, alto, desvergonzado, de modales chocantes y agresivos, que le ha enviado versos desde su rincón natal, versos inesperados, geniales, demoníacos, llamado Arthur Rimbaud. Será su ángel malo. Su talento chisporroteó durante tres años y medio para extinguirse luego, como una crisis de adolescencia. Cuando se separe de Verlaine, irá de aventura por tierras lejanas, trafica, se enriquece, comercia con armas y especias, hasta volver para morir a la casa paterna, atacado de una parálisis progresiva que concluye con él en 1891. La carta que ha escrito a Verlaine le impresiona no menos que los poemas incluidos en la misiva, y le ofrece hospitalidad en su casa de París: Verlaine estaba atrayendo el rayo sobre su cabeza de sileno vencido a los veintiocho años Rimbaud fue la tentación, el impudor, el rival de una Mathilde próxima a ser madre. El ajenjo, el opio, el haxix, le embriagan no menos que descubrir la vida parisiense. Y Verlaine rinde a aquel cerebro endemoniado, el tributo de reverencia que le despiertan siempre las inteligencias exquisitas. Rimbaud le tiraniza, se apodera de su voluntad, mientras discurre exponiendo teorías audaces y desequilibradas, y habla de la necesidad de que los poetas se vuelvan videntes mediante el total desarreglo de los sentimientos. Corrompidos y talentosos ambos, coinciden en la superioridad del intelecto. Más perverso el joven que su protector. Por una censura de Mathilde sobre la conducta inescrupulosa de Rimbaud, el poeta brutaliza a su esposa; una semana después nace el pequeño Georges. que parece desencadenar sobre su inocencia la tormenta, en un vértigo de borracheras y crueldad, que culminan cuando Verlaine quiere ahogar con sus propias manos a su mujer. Abandona el hogar y empieza — o se acentúa— su decadencia lamentable, siempre con su alma condenada al lado, hasta que un día, en Bruselas, hiere al predilecto de dos balazos. No le mata, pero el episodio depara a Verlaine dos años de prisión. Durante su permanencia en ella, se insinúa en aquel espíritu atormentado un extraño proceso místico, una conversión que aspira a la paz de la conciencia y la serenidad cristiana, y nacen los poemas maravillosos de "Sagesse", en 1881. Sus propósitos de vida honesta y limpia no le acompañan por mucho tiempo, una vez que cumple su condena. Y poco a poco lo retoma su antigua vida licenciosa. Vuelve a la bebida, golpea a su madre. Del caos, empero, surgen poemarios como "Jadis et Naguére". Indigente, miserable, enfermo, es un clochard más que arrastra por las calles su pierna paralítica; de hospital en hospital lleva su ruina física; de café en café, su bohemia impenitente, su leyenda satánica, su aureola de poeta inmenso que ha dejado de ser en vida. Al morir Leconte de l´Isle, casi como una ironía, le consagran “príncipe de los poetas": príncipe maldito, desterrado para siempre del paraíso, víctima de sus funestas abyecciones, que muere en su ley en enero de 1896. Como un contraste, una muchedumbre de nombres esclarecidos acompaña sus restos hasta el cementerio de Batignolles.

Todo en la existencia de Verlaine fue asi de grande y de negativo, de luzbélico y de lírico, de sombrío y de musical, de carnal y de refinado. La impar música de sus versos, la sonoridad difícil, el ritmo sabio de la frase, pertenecen a un exquisito. Al lado del cual se yergue la sombra del sátiro innoble, voluptuoso, todo bestialidad e instinto. En su poesía no se concilian esas vertientes. En su vida, no parecen tener sentido los lirismos. De un fracaso inicial en lo literario, que cumple un siglo; de la ignorancia de su época sobre “Les Poemes Saturniens”, pasó al fracaso personal de su vida intima, de su matrimonio deshecho. Y sin embargo, de esas caídas de pecador sin redención; de esos fracasos, se nutrió la gloria imperecedera del más influyente y decisivo, del más alto y notable de los simbolistas, del más auténtico y desdichado “príncipe de los poetas" de todos los tiempos.

 

Crónica de Dora Isella Russell

(Especial para EL DIA)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXXV Nº 1756 (Montevideo, 11 de setiembre de 1966)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                    Dora Isella Russell en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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