Los testigos de una generación |
"Balance y liquidación" de nuestro novecientos |
Nos
adueñamos del difundido título de un magistral estudio del ilustre
peruano Luis Alberto Sánchez, referente a la discutida existencia de
Maestros en la literatura hispanoamericana de comienzos de este siglo,
para enfocar a través de ese prisma caprichoso y cambiante —generación,
plazos, comienzo y final de una época, vigencia de una obra— el
complejo grupo humano que vertebra la llamada generación del 900, en el
Uruguay. Y qué queda de ella, detrás de ella, en el presente y para
después. Propósito ambicioso en tan poco espacio, que queda propuesto
para más detenida y extensa investigación, limitándonos apenas a un
esbozo que por fuerza omite a muchas figuras, para sólo apoyarse en las
fundamentales. Brillante
e irrepetida, la llamada "generación del 900". Brillante y
extraña, por el desnivelado caudal de edades e ideas estéticas y filosóficas
que se ampara bajo ese rubro generacional. ¿Desde cuándo y hasta cuál
dio existe una generación, cómo se deslinda la coexistencia, las
influencias, las coincidencias y oposiciones entre unos y otros? La
convivencia de escritores de muy desigual cronología, la muerte temprana
que sacó del escenario a muchos de ellos —Herrera y Reissig, Herrerita,
Florencio Sánchez, Delmira Agustini, Rodó, se van de la vida entre 1910
y 1917; se eclipsa de o poco la voz poética de María Eugenia Vaz
Ferreira en los umbrales de la segunda década del siglo, hasta su epílogo
en 1924; en 1917, Roberto de los Carreras ya avanza por entre el mundo de
nieblas en medio de las cuales vivirá hasta su muerte, en 1963—, y
otros que cruzaron gallardamente por todos los años de este siglo,
activos y creadores casi hasta el final, algunos abrazando los soplos
renovadores que revitalizaron sus estilos —la evolución que va de "Las Lenguas de
Diamante" a "La Rosa de los Vientos", tributaria de los
vanguardismos de entonces, ilustra el ejemplo con el nombre de Juana de
Ibarbourou, para quien "sin la renovación constante el ser envejece
doblemente y el verso caduca más pronto que la criatura humana"— y
otros tercamente fieles a los espejismos modernistas, sin desertar de sus
sonoridades y melodías— como Ovidio Fernández Ríos, admirador y
seguidor de Chocano y Darío lo mismo en sus mocedades que hacia los
ochenta años de su vida. Junto a todos ellos: ausentes precoces,
silenciados en camino, supérstites de su propia juventud, otro caso
diferente plantea Juan Zorrilla de San Martín (1855-1931), que coincidió
—sin compartirlo— con el empuje de un tumulto revolucionario en las
disciplinas intelectuales, y fue romántico desde el comienzo y romántico
hasta el fin, pese a que en torno se sucedían como aluviones, las
corrientes estéticas, que pasaron sin rozarlo, manteniéndose ajeno a
esos "ismos" venidos del Viejo Mundo como ecos de los diversos y
en ocasiones delirantes "manifiestos poéticos" gestados en los
resplandores de la primera Guerra Mundial. "Poeta de la Patria"
desde el consagratorio triunfo popular de La Florida, con su "Leyenda
Patria" de 1879, poeta de la tradición aborigen con su "Tabaré"
de 1888, fue sin embargo, en cuanto a caudal pero también en cuanto a
categoría, más prosista que poeta, pues en cierto modo fue "Tabaré"
el estupendo epilogo lírico de su creación en verso, y el acervo en
prosa constituye un material extenso, riquísimo y no del todo bien
conocido por los lectores actuales. Hecho curioso, significativo, si nos referimos a los poetas mayores del 900 y años siguientes, es que, salvo excepciones, no hicieron escuela. Tuvieron imitadores furiosos, o entusiastas, que es lo mismo; plagiarios; se asimilaron sus ritmos y sus estructuras. Pero no asumieron, tal vez porque no les interesaba serlo, ese papel de los conductores; actitud quizás explicable por la individualidad exasperada, la doloroso exaltación del Yo que prevaleció en ellos, cada quien único en si mismo, principio y fin de su universo creador. En el terreno del pensamiento creador, Rodó y Vaz Ferreira, más serenos, si fueron mentalidades que irradiaron influencias duraderas; más intensas en el caso de Rodó, cuyo "Ariel" desplegó las alas por toda Hispanoamérica y sostiene su impronta con más vigor en otros países del continente, hasta hoy, que en el país natal. Para evitar forzosas exclusiones y no irnos en nóminas
que por fuerza siempre resultarían incompletas, estamos citando al paso sólo
aquellos autores que nos sirven para ejemplificar las dificultades que
ofrece un enjuiciamiento integral, inexorablemente desordenado, de una
"generación del 900" que incluye a muchos nacidos en los últimos
decenios del siglo pasado, y de los cuales hemos visto desfilar entre 1975
y lo que va de 1976 a tres de las personalidades más representativas:
Fernán Silva Valdés,
Pedro Leandro Ipuche y Alberto Zum Felde. Con
"Agua del Tiempo", "Poemas Nativos", y otros títulos
que hablan de una raíz telúrica y una revisión estética de la tradición.
Silva Valdés afirmó su rico criollismo, estilizado y viril a la vez,
cantó con sentimiento de americano las cosas de su patria, fue original y
sincero, de inconfundible acento, empinándose en una reciedumbre poética
que seguirá escuchándose por encima del tiempo. Otra vertiente nativista
es la de Pedro Leandro Ipuche, más confesional y subjetiva, propia de un
ser muy introvertido que refleja especularmente su intimidad en el mundo
que canta, y que supo llevar el decoro de su existencia, cierto pudor
criollo y señoril, a toda su obra, signada, en verso y prosa, por lo
altivez de un hombre dulcemente inútil para las cosas prácticas,
ingenuamente crédulo en la bondad de sus semejantes. Dos poetas que nos
legan un mensaje de amor terruñero, de estrofas con pájaros, árboles y
ríos de nuestra tierra, a quienes no se olvidará. Junto a ellos,
desapareció el maestro de la crítica nacional, al cerrar sus ojos
Alberto Zum Felde en mayo de este año, agudo y penetrante atisbador de
estilos y modos literarios, analítico y mentalmente organizado para calar
en extensión y profundidad, el fenómeno creador. Siempre anduvo, desde
la combativa juventud, por un orbe propio mitad mito, mitad
leyenda. No se prodigó, vigiló su autoridad, y su magisterio
tiene segura permanencia. Quedan
aún, entre nosotros, Juana de Iborbourou, con sus lejanos 84 años
distantes de las gentes, y Carlos Sabat Ercasty, con sus fuertes 87,
refugiado en su sordera que no le impide seguir escribiendo.. Son los
solos testigos de una época irrepetible de la cultura hispanoamericana, a
la cual dio el Uruguay nombres de tan alta prosapia, que jamás han vuelto
a manifestarse, juntos, en una misma hora y un mismo país. Entre
los muchos que se fueron y los dos únicos que sobreviven, median
tres cuartos de siglo a lo largo del cual, si muchos conceptos vitales se
han modificado y muchos valores o criterios de valores cambiaron según el
curso del tiempo, siguen vigentes todos esos grandes escritores de cuyo
erguido individualismo se nutre el esplendor de un prestigio
literario que a ellos se debe. |
Dora Isella Russell
Montevideo,
junio 1976.
Almanaque del Banco de Seguros del estado - año 1977
Dora Isella Russell en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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