Pobrecitos nuestros abuelos |
La
rápida transformación que nuestra capital está experimentando y muy
especialmente en lo que a edificación se refiere, nos mueve a recordar la
fisonomía de Montevideo, ciento y tantos años atrás. Muy
pocas eran las casas que contaban con más de un piso; y en su
arquitectura los “maestros albañiles” no se torturaban mayormente el
meollo buscando la combinación armoniosa de las líneas. Frentes lisos,
blanqueados, y apenas si en el arranque del pretil se ponía una modestísima
cornisa. Y
en las peregrinaciones nocturnas ... - Todas las ventanas estaban
provistas de verjas o rejas de hierro batido, algunas de las cuales,
llamadas voladas, porque se separaban demasiado del macizo edificio,
llegaban a salir hasta treinta centímetros de la línea de edificación.
Y como entonces no existían veredas ni servicio de alumbrado; o cuando lo
había se hacía con velas de sebo que las apagaba cualquier racha de
viento, la gente que tenía que caminar durante las horas de la noche, tenía
por fuerza que marchar muy arrimadita a las paredes para no caer en
algunos de los numerosos pantanos que llenaban las calles. El
farol, que más que alumbrar guiaba inciertamente con su humareda
pestilente, unos copetines de más, una distracción, un tropezón o
cualquier otra incidencia, provocaban muchas veces un encontronazo con el
armatoste de hierro de la reja; y ello daba lugar, como es lógico
suponerlo, a que quedara maltrecha la personalidad del transeúnte, como
lo demuestra el hecho de que un periódico de aquellos días, se expresara
en los siguientes términos sobre las malhadadas rejas: Un
manco y una tuerta. “Un artesano honrado que tiene estropeado el brazo derecho por una de
las innumerables rejas de ventana que usurpan el paso en nuestras aceras y
una señorita bonita que acaba de perder un ojo por la misma causa, van a
presentarse al honorable Cabildo para que, a más de obligar a los dueños
a pagar una multa por cada desgracia que originen, se imponga a cada una
de esas ventanas una contribución anual, mientras subsistan en el estado
presente. ¡Epa,
amigo!... -
No era cosa del otro mundo que dos personas que marcharan en sentido
contrario en noche “más oscura que boca de lobo”, se fueran la una
sobre la otra, y que, al chocar los cuerpos, ambas retrocedieran,
instintivamente, por si acaso pudiera haber en el choque intención
aviesa. ¡Epa,
amigo! ¿Quién
es Ud., paisano? Yo
soy don Braulio. No le había reconocido la voz. Ah...
pues yo soy don Gaspar, el maestro albañil... Mire que está oscura la
noche... No se ve ni lo que se conversa!... Así
es. Como la tormenta se ha venido de golpe y teníamos noche de luna, me
vine sin el farolillo en la mano. Lo
mismo digo. Bueno,
hasta mañana, don Gaspar. Que
lo pase bien vuestra merced. Y
aquellas dos sombras proseguían luego sus rutas, adosadas a las paredes,
buscando en ellas el apoyo que les negaba la luz; y, a tientas, con el
instinto que inculca ese sentir abstracto que se llama “querencia”,
llegaban a las puertas de sus casas, que se abrían con llaves de hierro
descomunalmente grandes. Cada
llave de aquéllas pesaba tanto como un martillo. Por
arriba, por abajo... - Otro de los peligros a que estaban expuestos nuestros mayores, era el
de los chorros de agua procedentes de los techos de las acanaladas de las
casas. Los caños, en vez de estar colocados por el interior de la propiedad, daban su escape a las aguas pluviales al lugar correspondiente a la acera y a una distancia del suelo, de dos y medio a tres metros. De
modo que aquellos eran chorros verdaderamente perforadores. Los buenos habitantes de Montevideo tenían, pues, en sus andanzas nocturnas, peligros por todas partes; por arriba, los chorros de agua; por los costados, las rejas voladas; y a sus pies, cuando no un charco, un desnivel tan pronunciado que no siempre hacía guardar el equilibrio a quien tuviera que salvarlo. El escaso transeúnte en aquellas ya lejanas noches, quedaba librado a sus propias fuerzas, porque los serenos y guardia civiles eran seres desconocidos. Ni noticias de su existencia se tenían. Los pasos en las esquinas. - En invierno, el cruzar una calle constituía también un serio problema, pues verdaderos lodazales, cuando no pantanos, obligaban a quien tuviera que salvarlos, a dar grandes rodeos y no pocos saltos para evitar el hundimiento en el barro. Los "pulperos", establecidos siempre en las esquinas, buscando la comodidad de sus clientes colocaban en todo el ancho de la calle y de trecho en trecho, pedazos de tablas, ladrillos o piedras, para que, gracias a un pequeño esfuerzo de equilibrio, sus clientes salvaran el "barrial", siempre que, en uno de los saltos, el transeúnte, dando un resbalón como consecuencia de la inseguridad del punto de apoyo que pisaba, no diera con su humanidad, cuan largo era, sobre el matete, con la algazara que es dable imaginarse de los gauchos y chiquillos que estaban estacionados en todos los momentos junto a las puertas de esos boliches. Y esas mejoras que improvisaban los pulperos y que hoy llamaríamos pasarelas, antaño denominadas pasos, no corrían el peligro de verse arrastradas por el tránsito de vehículos, porque, sencillamente, casi se puede afirmar que éste no existía. |
por Rómulo Rossi
De "Recuerdos y Crónicas de Antaño de
Almanaque del Banco de Seguros del Estado 1956
Ver, además:
Vicente Rossi en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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