Los alrededores de la Ciudadela
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Allá
por el 1860, año más, año menos, lo que es hoy Andes y 18 de Julio lo
constituía un grupo de casillas de madera que habitaban negros, pardos y
gente de mal vivir, no obstante su proximidad a la vieja Ciudadela, cuya
muralla, siguiendo la recta de la calle que lleva su nombre y que hoy
interrumpe la plaza Independencia, fue demolida
en época de Latorre.
Toda
esa población que vivía sin comodidades de ningún género, sacaba los
braseros a la puerta de sus covachas; y allí elaboraba las comidas,
manteniendo encendido perennemente el fuego durante las horas del día,
con el fin de que no faltara en ningún momento el agua caliente para el
mate.
Los alrededores lo formaban corralones, caballerizas, depósitos de carros y herrerías, cuya especialidad era el herraje de caballos.
Las
Diligencias “al Paso”. - Las diligencias tenían en esas mismas
inmediaciones sus locales para guardar las matungadas; y muy especialmente
la que la carrera al Paso del Molino y Puente de Las Durannas, llamada
“La Rosita”, como así también la caballada de un francés, conocido
por Monsieur Antoine, quien, con un servicio de Breacks, efectuaba idéntico
recorrido, hasta que, en 1870 más o menos, se inauguró la línea del
Tranvía Paso del Molino, acontecimiento ante el cual Mr. Antoine, muy
cuerdamente, optó por vender a la nueva empresa su tropilla de jumentos,
y adscribirse también a aquella en calidad de cochero.
“La
YEGUA”. - Volviendo a
los pobladores de las casillas, había entre ellos una parda más brava
que un ají, si hemos dé estar a lo que nos contara el popularísimo
martillero y amigo don Pepe Laugarou, quien nos refería que la mujer, por
lo bruta, había sido bautizada con el apodo de “la yegua”.
Lougarou,
los suyos “y la yegua”. Lougarou, que desde pequeño fue revoltoso y barullento y que por serlo
acaudillaba a la morrallada de su edad, cada vez que iba o regresaba del
colegio, disponía que sus huestes — yendo él, naturalmente a la cabeza
— dieran por tierra con cuanto brasero y adminículo de cocina
encontraran a su paso, y en manera muy especial con los de propiedad de
“La yegua”, quien los corría hasta adentro mismo de la ciudadela, en
donde los revoltosos se diseminaban, escondiéndose en los mil vericuetos
que la vetusta construcción, con sus diversos negocios les ofrecía, para
librarse de los escobazos, garrotazos y coscorrones, que en medio de los más
soeces insultos, pretendía aplicarles la burlada parda.
Marineros
ingleses. Hasta fines
del pasado siglo era muy corriente ver galopar por nuestras calles a
marineros ingleses, quienes muy aficionados a tal deporte, alquilaban
caballos para proporcionarse el placer de “hacer de jinetes”.
Los
tales ingleses, muy maturrangos, despertaban la curiosidad y la risa de
los habitantes de la ciudad, quienes no podían menos que festejar las
incidencias por las cuales pasaban los huéspedes, que, con la rubicundas
pantorrillas al aire, dado que el ruedo de los amplios pantalones, a
fuerza de irse recogiendo con el roce de la montura, les llegaba ya a las
rodillas, en un tirón de riendas que provocaba la detención brusca del
animal, los dejaba anhorquetados sobre los pescuezos de los mismos, cuando
no eran arrojados al suelo por la misma sofrenada.
Lo
que más agradaba a los ingleses era galopar, porque sin duda el andar así
más sereno que el trote, les hacía bambolear menos sobre las monturas.
No
era cosa del otro mundo tampoco ver a un par de esos mismos marineros que,
achispados por frecuentes libaciones, montaran enancados, lo que provocaba
la rechifla de los pilluelos, quienes, corriendo tras ellos, les gritaban:
¡A
la moda de Portugal!... ¡Dos turros en un bagual!...
Pero los aludidos, prácticos y filósofos en todo; eran los primeros en festejar su inestabilidad sobre el paciente caballo y la formidable grita que provocaban. |
por Rómulo Rossi
De "Recuerdos y Crónicas de Antaño"
Almanaque del Banco de Seguros del Estado 1956
Ver, además:
Vicente Rossi en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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