Mi madre es una egoísta a la que
siempre le importó poco de sus hijos, pero por alguna razón, cuando
nosotros crecimos y nos independizamos, hicimos de cuenta que lo habíamos
olvidado. Un pacto de silencio nos ha protegido del dolor que
significa hurgar en el pasado y nos permite, una vez al año durante
cada verano, reunir el coraje necesario para enfrentar el reencuentro
y pasar unos días en familia.
La cabaña se encuentra sobre los
barrancos de la playa. Cuando mis padres la construyeron, aquí no había
más que arena, piedras y viento. Los demás veraneantes se habían
ido instalando más allá del recodo que hace el acantilado, en un más
sitio resguardado, pero Mamá eligió éste lugar porque aquí, dice,
los elementos de la naturaleza se desencadenan con toda su potencia y
nos hacen sentir la fragilidad humana, nuestra temporalidad ante lo
eterno. Yo creo sencillamente que este terreno era más barato.
Durante el año, recuerdo, en la casa
de la ciudad, Mamá solía ser un fantasma que vagaba por la casa
siempre en ropa de dormir, siempre con la resaca de algún somnífero
asomando en su voz ronca, con el cigarrillo a punto de caer de sus
labios. Pasaba la noche despierta y dormía durante el día.
— Hola amor, —decía si se
encontraba con alguno de nosotros en el pasillo de las habitaciones—
me duele la cabeza, voy a quedarme en la cama. ¿Podrías decirle a
Dolores que me traiga un té?
Algunas veces parecía recordar que
tenía hijos, y se apeaba del sopor uniéndose a la cena que nuestra
empleada servía en la cocina. Se sentaba en la cabecera de la mesa,
inquieta, nerviosa como un conejo, y yo no sabía si su desazón se
debía a una incapacidad para comunicarse o a que no había podido
encontrar sus lentes. Entonces nos preguntaba —con poco interés,
creo recordar— cómo marchábamos en el colegio, si Pedro había
aprendido a nadar, si Anita seguía con aquella tos tan ruidosa, o si
yo me sentía más a gusto con ese profesor de matemáticas tan
estricto y antipático. Nosotros reímos y yo le contestaba que aquel
profesor lo había tenido en segundo, y que de eso hacía ya más de
un año, y que Pedro jamás aprendería a nadar porque sentía terror
del agua, y que Anita tenía tos casi desde que había nacido y no había
ninguna razón para que dejase de tenerla.
— Y Pedro todavía se hace pipí en
la cama —gritaba Anita para alejar la atención de sí.
— No es cierto, sólo algunas
veces… —balbuceaba Pedro.
Pedro, el tímido Pedro, siempre se
empeñó en ocultar a Mamá su enuresis, sin darse cuenta de que ella
no lo hubiese notado aunque él apareciera mojado con los orines de un
mes entero.
Mamá escuchaba nuestras historias un
poco triste y un poco ausente, y hacía gestos de asombro con sus
hermosas manos, luego sonreía como dando por terminada aquella
fatigosa puesta al día y mandaba a Dolores a comprar helado. Era
entonces que empezaba la fiesta, la fiesta con que ella nos regalaba
cada tanto, por la única razón de existir en su entorno, por el
hecho tan trivial como casual de que fuésemos sus hijos, y que en
aquel momento constituyésemos su único auditorio. Era un don
especial, así lo sentíamos todos, especialmente ella. Nos hablaba de
sus tiempos en el teatro, de su época de brillo en las carteleras,
nos contaba una y otra vez cómo un famoso director español la había
seleccionado para hacer una película —aunque nunca se llegó a
filmar— y nos relataba el final de “Bodas de sangre”, donde la
gente la aplaudía de pie, durante diez minutos enteros.
Deberían haberme visto —nos
contaba con la mirada perdida en sus recuerdos— saludando una y otra
vez, llegando a mi camarín repleto de flores, o escapando por la
puerta trasera del teatro para no morir aplastada por el fervor de mis
admiradores.
Llegado aquel punto, apagaba las
luces de la cocina, abría la cortina para que la iluminase sólo la
luz de la luna, y subida en una silla de pino, nos recitaba monólogos
tristes y poemas de amor que nos conmovían y hacían llorar a Anita.
Yo también me conmovía, pero no podía dejar de pensar en lo que diría
los vecinos que pasaban por la calle y veían a mi madre trepada en
una silla de cocina, a oscuras, gesticulando frente a unos niños.
Terminada la actuación —sabíamos
que había terminado porque cruzaba los brazos y cerraba los ojos, y
así quedaba hasta que comenzábamos a aplaudir— comíamos el helado
en un ambiente silencioso que entonces creíamos parecido al
recogimiento que su actuación merecía. Pero ella ya no volvía a
interesarse en nosotros, tomaba un vaso de agua, prendía el
cigarrillo que había quedado fuera de la caja y comenzaba a irse de a
poco aunque permaneciese sentada. Y por mucho tiempo volvía a ser el
fantasma que deambulaba de noche por la casa y por el que nosotros,
sus hijos, sentíamos una vaga familiaridad.
Pero en el verano todo cambiaba.
Aparecidos los primeros síntomas de la primavera, ella comenzaba su
propio cambio y los preparativos. Dejaba de lado la crisálida de su
ropa de dormir y nos llenaba de alegría la vida vistiendo ropa de
calle en colores claros. Nacía en ella otra mujer, una mujer activa y
dinámica y nosotros vivíamos la ilusión de que nuestra madre nos
visitaba.
Mandaba a limpiar la cabaña de la
playa, preparaba la mudanza, confeccionaba la lista de invitados, elegía
las flores que plantaría en el jardín.
— Debo comprar una malla de baño
nueva para Anita, —decía anotando en una libreta— recordar los
abrigos para las noches frescas, encargar los geranios al vivero. Sí,
son plantas muy rústicas y resistirán bien el viento y el salitre
—hablaba como para sí.
— ¿Podremos dormir en la carpa?,
¿podremos armarla en la playa? preguntaba Pedro cada año, sabiendo
de antemano la respuesta, pero esperándola como un acontecimiento.
— Claro que sí - otorgaba ella,
condescendiente.
También preparaba la casa de la
ciudad para cerrarla durante el verano y enloquecía a nuestra
empleada dando instrucciones imposibles de cumplir, lo que provocaba
que, al final de la primavera, Dolores presentase su renuncia. Pero
pasados unos pocos días, Mamá ya la había convencido de que se
quedase, explotando el amor que la pobre mujer sentía por nosotros.
Finalmente partíamos a instalarnos
en la playa, donde mis hermanos y yo éramos felices. Pero entonces
sucedía algo inexplicable para nosotros. Al poco tiempo de llegados,
el entusiasmo de Mamá comenzaba a decaer y lentamente, se iba
apagando ante nuestros ojos. Todo en ella declinaba, se marchitaba,
hasta que Papá, sobre el final de la temporada, venía a rescatarnos
del mismo fantasma insomne que deambulaba en las noches por la casa de
la ciudad.
En aquel tiempo de nuestra infancia,
Papá ya simpatizaba con el alcohol, aunque todavía no se había
vuelto una simpatía militante, como lo sería después. Se ocupaba de
nosotros —asistido de Dolores, que era nuestro ángel de la
guarda— y llenaba las ausencias de Mamá lo mejor que podía. Pero
en verano solíamos verlo poco. Todos decíamos que aprovechaba esa época
del año para hacer sus viajes de negocios, aunque yo creo que
simplemente huía de la presencia de Mamá. Con ella tenía una relación
de indiferente vecindad desde el nacimiento de Anita, según supe años
después por boca de mi hermana mayor Emilia, a quién se lo dijo
Dolores, a quien se lo confesó Mamá. Pero Papá, que envejeció
intentando ocupar los lugares que ella dejaba, intentando protegernos
de nuestra destino —como hoy lo hacemos nosotros mismos— nunca
tuvo la fuerza suficiente para enfrentar los veraneos.
Emilia y Santiago son hijos de Mamá,
pero de un matrimonio anterior del que nunca nos contó demasiado ni
nosotros quisimos averiguar. Vivían con su padre, un conocido
director de teatro, y se reunían con nosotros a pasar las vacaciones,
lo que los convertía en unos desconocidos a los que nos unían lazos
de sangre, extraña relación que en nuestra familia parece ser un
sello identificatorio. Su vida transcurrió en todos los teatros del
mundo y en ningún sitio en particular. Un día de diciembre
simplemente llegaban a la cabaña de la playa, convocados por el
verano, con sus valijas cargadas de polvo y timidez que conjurábamos
con el primer baño y los primeros abrazos.
A medida que crecimos fuimos
comprendiendo lo importante que éramos los unos para los otros y hoy
los cinco hermanos formamos una familia. El hecho de que nuestros
afectos maternales hayan sido tan mezquinos, nos ha llevado a valorar
los días en la playa como únicos referentes de normalidad, o quizás
hayamos tenido aquí momentos realmente felices. En todo caso, cuando
crecimos pusimos especial cuidado en cultivar el recuerdo de lo bueno
y cálido, de lo mejor del pasado. Y en cierta forma, esta casa, estas
vacaciones representan mucho más que una casa y unas vacaciones.
Este verano, como sucede cada año,
se ha producido el milagro de que éste lugar un poco mítico y un
poco mágico, nos vuelve a reunir. Cada vez pensamos que será la última,
que ya hemos tenido suficiente, que ya nadie puede querer volver, pero
algo muy fuerte impulsa ésta unión. Tal vez necesitemos reelaborar
nuestra historia, o tal vez estemos decididos a demostrar el amor por
el absurdo.
Es casi gracioso ver a nuestra madre
tratando de recordar cómo eran aquellos niños que nunca conoció, y
a nosotros tratando de olvidar lo que nunca tuvimos.
Mamá ha estado en la casa una
semana, preparando los detalles del reencuentro. Papá prometió que
llegaría hoy de noche de la ciudad. Pedro llegó de Suecia y Santiago
llegó de Francia, sin sus respectivas mujeres locales – creo que no
desean mezclar aquellas sus nuevas familias con ésta - y con ese tono
de piel verdoso típico del invierno boreal. Anita vino acompañada de
sus perros y de su depresión, todo inseparable de ella misma. Hoy la
mañana nos trajo a Emilia, y yo desperté alegre, escuchando su voz
un poco grave y un poco ronca, tan parecida a la de Mamá.
Desayunamos los cinco juntos, contándonos
pequeñas historias triviales de cada uno, de esas que provocan
intimidad aunque no sean importantes. Hasta Anita se veía distendida,
con el cabello al viento y un aire despreocupado. Santiago nos mostró
fotos de sus edificios en Francia, y nos llenó de orgullo.
Cuando Mamá bajó, ya todos habíamos
terminado. Creo que lo hizo a propósito, para crear la tensión de su
entrada en escena. Hablaba con nosotros mientras bebía su té, con
esa actitud deliberada que fluctúa entre jugar a las visitas y váyanse
todos al carajo. Yo sentí el aire tensarse como una cuerda de violín.
Nadie estaba cómodo, a pesar de que los problemas aún no habían
comenzado y que entonces no podíamos saber lo que pasaría ese mismo
día. La conversación era forzada, pero Mamá no parecía notarlo.
— ¿Cómo llegaste a estar tan
gorda, Anita? —preguntó ella— eras tan delgada como yo y mira cómo
has quedado.
Hasta un comentario tan banal puede
desencadenar una tormenta, sobre todo si se tiene en cuenta que Anita
no es delgada desde los diez años. Ví a mi hermana revolverse en la
silla, incómoda en su cuerpo, retorciéndose los dedos como cuando
era una niña. Mamá, indiferente frente a un tornado, cortaba una
tostada y la untaba con miel.
— Deberías haberte casado con
aquel novio que tuviste una vez. Pero ahora...- el movimiento de los músculos
faciales con que mostró resignación fue una maravilla de
expresividad y economía gestual.
— No me casé porque detesto la
comida caliente, las casas hermosas y el sexo estable - susurró Anita,
mirando empecinadamente las nubes, que iban ennegreciendo de a poco- Y
tú, ¿ porqué te casaste, Mamá?
Ella no pareció molesta con la
pregunta, sólo hizo un gesto con el cigarrillo que acababa de prender
y movió las manos con aquel ademán suyo, que tanto podía expresar
desconcierto como asombro.
— No peleemos, querida. Estamos aquí
todos juntos, somos una familia a la que ni el tiempo ni la distancia
han podido separar –a ésta altura del discurso Mamá ponía cara de
ternura y miraba el infinito. De pronto se iluminó su rostro — ¿Y
si recitamos?
Nadie era capaz de recitar más que
ella, y nosotros recibimos la propuesta con sonrisas irónicas, aunque
sólo Anita giró la silla y se puso a mirar la playa, de espaldas.
Mamá empezó en un tono muy quedo,
que casi no escuchábamos, para ir elevando la voz de a poco, como
hace en estas dunas el viento que viene del mar. Eran unos versos
hermosos de amor, pero dolían demasiado. La voz de Pedro no me pareció
soplada por la brisa.
— ¿Porqué nos dejaste solos, Mamá?
Ella pareció no escuchar, aunque
interrumpió el recitado despacio, como si las palabras fuesen
muriendo de a poco, como si se hubiese ido extinguiendo el propósito
de la poesía. Pedro no la miraba, ni miraba a nadie, pero tampoco
soltaba su hueso.
— Yo diría que tenemos edad de
conocer las razones por las que fuimos condenados a vivir como huérfanos
– dijo mi hermano y el salitre de su voz raspaba el aire- aunque
quizás creas que lo mejor sea explicarlo en tu testamento.
Cada palabra, cada sonido del
entorno, sonaba amplificada como en el teatro, demasiado fuerte para
una simple reunión familiar.
Mamá jugaba con el cigarrillo, y
parecía tan desconectada como en sus mejores tiempos de abandono y
ropa de cama. Me hubiese gustado saber si en ese momento sentía algo,
si se dolía de algo, o si simplemente lustraba el acrílico de su
alma.
El sonido del teléfono, necesario e
inevitable como la luz roja de un semáforo, rompió la mañana en
pedazos.
Emilia se levantó de la silla y entró
a la casa con precipitación de fuga. Luego hubo una interrogante que
nadie escuchó, palabras sin significado y el golpe final del tubo
contra el aparato. Volvió diferente y con paso lento, asomó su
cuerpo sin decidirse a entrar a la terraza y susurró al aire que papá
había tenido un accidente.
Santiago, Pedro y yo nos levantamos
de las sillas, en un impulso de actividad tan inútil como vacío.
Anita lloró como siempre y Mamá apagó el cigarro que tenía en la
mano. Expiró el humo, demudada.
— Ojalá se muera -dijo– ojalá
no lo vea nunca más.
Había gritado esas palabras con más
pasión de la que yo le había visto en toda la vida, tanto que casi
me hizo dudar si había empezado una de sus actuaciones. Muchas
situaciones dramáticas tienen su origen en un grito, hablé para mis
adentros. Ella no actuaba, ni miraba el infinito, ni movía sus
hermosas y finas manos. Ni siquiera fumaba. Inmóvil, tenía los ojos
fijos en Pedro, que desviaba la mirada como queriendo forzar al
destino a torcerse, a volver hacia atrás los segundos necesarios para
que no se produjese la explosión que anunciaba el aire, el big bang
producido por el nacimiento de Mamá a la realidad del mundo.
— Tu padre nunca quiso otra cosa de
mí que tener a su hijo. Y desde entonces no puedo dejar de pensar que
ese momento de debilidad arruinó mi vida, -hablaba con los ojos
clavados en Pedro- no puedo dejar de pensar en ese momento en que tu
padre me convenció de que tú debías nacer, en ese momento en el que
me ató para siempre.
Se hizo el silencio. Pude notar que
algo extraño se había producido en el universo, la inmovilidad de
los personajes, las nubes que no pasaban, las agujas del reloj que no
giraban. Nadie se movía ni respiraba, parecían vueltos de piedra.
“El tiempo es sólo una ilusión, el tiempo es sólo una ilusión”,
repetí como un mantra mil veces.
Y volvieron a moverse, Mamá se
encargó de ello.
— Yo estaba casada con tu padre,
Emilia, - Mamá había girado la cabeza y miraba a mi hermana - tenía
un futuro con él, tenía proyectos, una vida por delante. Conocíamos
éste lugar en la playa y acá habíamos imaginado nuestra casa. Pero
quedé embarazada del padre de Pedro, y él me convenció de dejarlo
todo, de irme con él y tener a su hijo. Perdí un futuro como actriz,
perdí un marido importante que me hubiese llevado a la cúspide. Fue
un error que pagué con el resto de mi vida.
Pensé que Mamá iría a cruzar los
brazos sobre el pecho y a cerrar los ojos, y que nosotros deberíamos
aplaudir como en aquella lejana cocina de nuestra infancia. Pero la
función no había terminado.
— En esta casa debería haber
vivido con tu padre, Emilia – mi madre hablaba con tristeza
lorquiana - y a pesar de mi error, cada verano lo he estado esperando,
gastando mis ojos mirando el camino, aferrada a la ilusión de que él
llegaría en cualquier momento a devolverme el futuro que me robaron.
Había sido la escena final. Mamá
hizo su mutis dignamente y salió por la puerta de la terraza, aunque
esta vez sin aplausos.
Nosotros quedamos en silencio, cada
uno sumido en sus pensamientos, sentados sobre los restos de nuestro
pacto de silencio. Quizás alguno pensó en el significado del
desamor, tal vez otro pensó en la trascendencia de la vida. Yo imaginé
lo delicioso que sería darme un baño antes de ir a ver a Papá al
hospital. Sin hablar, comencé a sacarme la ropa, caminé hasta la
orilla y me zambullí. Entré en el mar lo más profundo que pude,
para que él entrase en mí y así confundir nuestras lágrimas de
sal. Cuando mis pulmones estaban por estallar salí a la superficie y
allí estaban mis hermanos, alrededor, nadando y riendo como en los
viejos tiempos, recuperando los años olvidados.
Hoy Mamá volvió a su casa de la
ciudad, a su cama de la ciudad. Creo que para ella empezó el
invierno, a pesar de que el verano recién empieza.
Pedro, Anita y yo fuimos al hospital
a ver a Papá, que está fuera de peligro, y podrá salir en un par de
días. Emilia y Santiago estuvieron a nuestro lado todo el tiempo, tal
vez porque no tenían otra cosa que hacer, tal vez no.
Y aquí estamos los cinco hermanos,
juntos en ésta casa. Las ventanas están abiertas porque es una noche
calurosa y yo, desde la terraza, escucho al viento jugar con sus
voces. El aire de mar me hace sentir una paz interior que anhelaba
desde hace mucho tiempo y el sonido de las olas desgarrándose en la
orilla anestesia las viejas heridas. Me siento bien, porque la casa aún
está aquí, porque aún estamos aquí.