Mercedes Rosende y el vértigo de los rechazos |
Una de las apreciadas sorpresas con que nos podemos encontrar en un buen libro de cuentos, es el imperio de la (una) atmósfera de encantamiento que genera, más allá de la diversidad de los temas abordados, de la sutil y constante sensación de estar prisioneros de un mundo inquietante y fugaz, en donde ocurren todas las historias que se cuentan. Ese tipo de atmósfera, que puede ir del mantenimiento constante del estímulo del suspenso, ¿a... dónde? del erotismo, de lo fantástico o de la propensión al rechazo de lo humano y tantas otras gamas más, solo es posible pergeñarla cuando el aire conductor de las historias no es otro que el lenguaje y la singularidad lograda en el arte de contar. Sospecho que, cuando se da naturalmente con la impronta personal a la hora de contar una historia, el lenguaje se erige en un elemento tan singular y tan intransferible como una huella digital, al punto que pasa a comportarse a poco de empezar, en una presencia tan válida como un personaje más. Presencia que, a su vez, se independiza de la temática que lo ha nutrido y se impone por sí misma, para generar una suerte de estado de gracia entre quien escribe y quien lee. Al mismo tiempo, el lenguaje en sí mismo nada significa más allá de la epidérmica y posible atracción de su continente, si no se tiene a mano un buen contenido, una buena historia capaz de generar una atmósfera que emocione, conmocione o violente en buena ley, tanto a la imaginación como a la razón. |
Eso es lo que me ha ocurrido con estas excelentes historias de Mercedes
Rosende, pues soy de los que creen, a la hora de leer o de escribir un cuento o una novela, en la indispensabilidad de los conflictos y de las situaciones como componentes de una trama atractiva. Mercedes
Rosende, aficionada a la identificación de apreciables tormentos disfrazados de nimiedades inquietantes que duran lo que una visión al paso, no sólo cumple con precisión de cirujano con esos requisitos, sino que además deja trascender en cuentagotas a lo largo de todas sus historias, un regusto a tarea de obsesa que sonríe y que disfruta en grande con la construcción de personajes realmente asquerosos – la Gorda detestable de El infierno nos cercó, por ejemplo-, o dotados de una removedora decrepitud trabajada a pulso, como el personaje de Esta tos me está matando,
Johnny. Ese regusto a íntima delectación en la pintura de las bajas encrucijadas, se hace presente en prácticamente todas las historias restantes y parece darse a través de una tan atractiva como árida austeridad de la palabra, donde lo accesorio o la generosidad adjetival no existe ni encuentra lugar, dejando espacio apenas para el servicio estricto de la precisión. Lo vemos en el mundo de drogadictos empedernidos, asaltantes de comercios y amantes de Miles Davis en fuga, de Demasiados
blues. O en el pasar narcótico del tiempo, con sueños de cangrejos y alacranes de Entre dos luces. O en el cínico reportaje al maestro de la periodista que padece alergia nerviosa - “Me sentaré ante un teclado, frente al horror delicioso de una pantalla vacía, e iniciaré el lento proceso de dejar atrás mi propia piel para resbalar fuera” –, en Ídolos caídos. O la dura piedad de El verano recién empieza, historia en la que “mamá solía ser un fantasma que vagaba por la casa siempre en ropa de dormir”. O, por citar uno más, en la pericia para manejar el humor más negro, como ocurre en la absurda peripecia de la mujer dividida en Ablación oportuna, sin duda una de las mejores narraciones de este libro. |
Mario Delgado Aparaín
Prólogo de "Demasiados blues" por Mercedes Rosende
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