Demasiados blues |
Desperté con el ruido de un golpe en la puerta. Extendí la mano, pero a mi lado en la cama, sólo había un hueco ya frío. Me incorporé y noté que se me estaban formando grandes manchas de sudor en las axilas del vestido. Hubiera querido bañarme pero ya no era posible. Miré el reloj de manecillas fosforescentes que estaba en el suelo. Marcaba las seis y estaba por amanecer. Me deslicé fuera de la cama, apoyé los pies en el suelo de hormigón y sentí frío. Todavía ahora recuerdo aquel frío en las plantas y se me eriza la piel de la espalda, como si ella también tuviera memoria de aquel sitio. Tardé en pararme lo que tardé en acostumbrarme al temblor de mis rodillas. Mientras, dejé vagar la mirada por la enorme cabecera de la cama de madera casi negra, con las molduras cascadas y apolilladas. Era casi el único mueble, con excepción de dos cajones de cerveza apilados y una silla de esterilla medio desfondada, de cuyo respaldo colgaba mi bolsa roja. Pero el lugar era tan grande que parecía vacío. |
Mercedes
Rosende
de "Demasiados blues"
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