Rolando Faget para
siempre |
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R.F., Montevideo, 1941-2009.[1] |
“Dame un abrazo rápido y ya nos veremos, nunca me gustaron las despedidas largas”, me dijo con la cabeza baja, confinado en una silla de ruedas, pierna y brazo diestros paralizados, desde una casa de salud del centro de Montevideo. Fue la última vez que estuvimos juntos. Antes pasé media vida comunicándome con un hermano de toda la vida, con la persona más desprendida y solidaria que conocí, con el dueño y señor de un corazón ilimitado. Es muy difícil para cualquier obra literaria, o de lo que sea, estar a la altura de un ser humano así. No obstante, Faget fue un poeta verdadero, dentro y fuera de la decena y pico de títulos editados en breves recopilaciones que, pese a su limitada circulación original, llegaron a manos de algunas de las personalidades más importantes del siglo XX. Nunca pretendió celebraciones por la propia trayectoria, y sí por aquellas que le interesaron, ya que estoy hablando, una vez más, de uno de los mayores difusores de las letras y la cultura uruguayas del que tengo memoria. Y lo hizo sin recursos materiales, recorriendo innumerables ciudades y pueblos de diferentes países, sobreviviendo como el más humilde de los peregrinos. Con un pequeño bolso, un sobre lleno de papeles y recortes de prensa cultural bajo el brazo, una bufanda roja y unas enormes alas invisibles, no hubo viento ajeno a sus impulsos. El más joven poeta de la historia uruguaya era, es y será (empleando una definición muy acertada de su hermano José): “un niño de tres años escondido detrás de una barba”. Excelente locutor de radio, con una voz profunda, vehemente y uruguayísima, leyó de manera irrepetible poesía y prosa, expresó esperanzas, proclamó convicciones que, en tantos momentos, nos ayudaron a ver luces y horizontes donde sólo había noche implacable. A partir de ese ejemplo (y sin olvidar el formidable sentido del humor rolandiano, su militancia por la alegría), intento hilvanar estas palabras cinco días después de su discreto adiós, que fue fiel a su existencia, e inocente del dolor inevitable en quienes tuvimos, tenemos la dicha de quererle. Para la gente que desconocía el nombre de nuestro poeta, les aviso de una crónica llamada “Faget o el ángel sumergido”, escrita hace diez años, donde encontrarán más referencias. Está en internet, como también una antología que debería haberse publicado en Montevideo en la segunda mitad del 2008. Rolando siguió de cerca la génesis de esta obra. Habíamos hablado por teléfono sobre los textos; la esperaba con ilusión, la supo agradecer. El pasado domingo 3 de mayo, horas antes que este amigo insustituible se librara de la silla de ruedas, de las paredes fijas en el otoño montevideano, de las inútiles expectativas, en México se lanzaba una primera edición virtual de “Nadie dude el lucero”. No tuve tiempo de decirle que ya circulaba ese título (tomado de un verso suyo). Él fue más veloz y trascendió al ciberespacio, a los días terrestres, a las miserias humanas y a las vanas campanillas de una fama que logró evitar, porque su búsqueda de libertad tampoco admitía esos venenosos caramelos, esas cadenas camufladas. Sí Rolando, sí, me habías pedido un abrazo rápido de despedida... Perdón por no haberte soltado todavía desde aquella sala en la casa de salud de nuestra capital. Dale saludos a Marosa, al Darno, a tu madre, a tantos seres queridos donde ahora estás. Aquí nos aseguraste, felizmente, que no hay muerte ni nada parecido. Tenías razón. Aguardo tu carta, tus postales. Sé que escribirás. [1] - Foto: última imagen que registré de Rolando, bar Tasende, Montevideo, mayo de 2007. |
Héctor Rosales
Barcelona, 9 de mayo 2009
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