Juana, retorno de la extranjera |
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Fue
en la escuela, como le sucedió a la mayoría de los uruguayos de la segunda
mitad del XX, el encuentro con la poesía de Juana de Ibarbourou en labios
de maestras, a través de tizas que anotaban versos con letras redondeadas,
en pizarras oscuras como la vida que aprenderíamos después, y en libros de
texto y cuadernos que pesaban sobre aquel tiempo de liviana lentitud. La poeta había nacido en el interior del país (Melo, 1892), contaba con sonoras distinciones como la de haber sido nombrada "Juana de América" en agosto de 1929, era respetada y visitada por numerosas personalidades extranjeras cuando llegaban a Montevideo, donde se había radicado hace años, entre soledades y largos silencios, y sin lograr adaptarse a los carriles capitalinos, que extendían rutas fuera de los más hondos intereses de esta mujer fronteriza. |
Juana de Ibarbourou (1892-1979) |
Nosotros,
niños en la década del sesenta, sólo escuchábamos sus poemas, que llevábamos
a nuestros cuadernos y hogares. Para los alumnos con buena memoria y
ademanes al uso, quedaban las fiestas de fin de curso donde se recitaban
entre nervios y padres, calificaciones, emociones muy variadas, y la alegría
anticipada de las vacaciones al otro día. Poco
más reteníamos de Juana. Su nombre, sí, su época y la aureola oficial
que terminó condicionando su vida y obra. Las nuevas generaciones de poetas
uruguayos no tuvieron en ella un modelo artístico ineludible. Ibarbourou no
perteneció a ninguna escuela ni tampoco dejó discípulos de relevancia. Su
primer poemario se publicó en 1919, cuando declinaban la pedrería, la
sonora ornamentación, el exotismo, los metales luminosos del modernismo, y
todavía no asomaba la revolución del manifiesto surrealista. La
actividad poética de Juana fue insular, diferente a la de sus coetáneos
desde sus inicios. En cierta medida estuvo impulsada, influenciada por las
lecturas que su padre (Vicente Fernández, nacido en Lugo en 1851) le
realizaba de autores españoles (Espronceda, Núñez de Arce, Rosalía de
Castro) cuando la niña contaba sus primeros cuatro, cinco años. Más
adelante su escritura se apoyó en unas líneas personales que no abandonaría
jamás, desarrolladas siguiendo la temática, el transcurso de su propia
vida, auténtica y casi exclusiva fuente argumental de sus libros de creación.
Desde
el título inicial, Las lenguas de diamante, la poeta conoce un éxito
inmediato de crítica y público, inusual en el ámbito uruguayo (y en no
pocos ámbitos en general) que se prolongaría en las décadas siguientes,
aunque con diversa intensidad. Cuando
la editorial madrileña Aguilar publica en 1953 sus Obras completas
(reeditadas en 1960 y 1968) la autora ya está envuelta en su propio halo,
un espacio donde conviven la permanente reflexión sobre el paso del tiempo,
la nostalgia por un pasado rural pleno de vitalidad y sensaciones
imborrables, el amor, el desamor, la soledad y la muerte. Si
bien a partir de 1930 (año de aparición de La rosa de los vientos)
guardaría un silencio poético de veinte años, roto con la publicación de
Perdida (Buenos Aires, Losada, 1950), Ibarbourou no deja de escribir
ni de ser objeto de distinciones nacionales e internacionales. Pero cabe señalar
que desde la edición de Aguilar, en España no se habían vuelto a publicar
los dos primeros poemarios de la autora uruguaya. Hace
pocos meses otra editorial madrileña, Cátedra, dentro de su colección
"Letras Hispánicas", presentó en un solo volumen Las lenguas
de diamante y Raíz salvaje, precedidas de una excelente
introducción del crítico y profesor de literatura Jorge Rodríguez Padrón
(canario, radicado en Madrid)[1] La
posibilidad de leer hoy estos títulos, releer unos cuantos poemas que hacía
treinta años había conocido en la escuela de mi barrio montevideano,
resultó especialmente grata teniendo en cuenta no sólo la vuelta de la
poeta a las librerías, sino sus contrastes con las corrientes poéticas
actuales y las de su época, los enfoques de reinterpretación que propone
el profesor Rodríguez Padrón, y la incidencia de esta lírica vitalísima,
de permanente cuidado rítmico y aparente sencillez expresiva, en los jóvenes
lectores del presente que acceden aquí a una experiencia creativa
diferente. Ida
Vitale, compatriota de Juana y también poeta, anotaba esta valoración
sobre su colega en el Diccionario de Literatura Uruguaya (Arca,
Montevideo 1987): "Poesía hipervital, neo-romántica, privan en
ella, no la búsqueda de novedades expresivas, sino la confianza en los
impulsos íntimos del creador, y la expresión de una sensualidad
sana". Coincido
en la observación de esa "confianza en los impulsos íntimos",
en la apuesta sostenida de Juana por la incidencia de su yo, que determina
siempre la percepción del asunto poético, cuando no se alza como entero
protagonista del poema. Ibarbourou es decididamente subjetiva, hasta daría
la impresión de mantenerse ajena a la problemática social si no fuera por
la solidaridad simbolizada, indirectamente, en su actitud ante otros seres
vivos, que humaniza e idealiza para ejemplificar su deseo de amparo y
perfeccionamiento de sus semejantes. La
presencia del dolor, la desnudez y el tono confesional a la hora de
expresarlo, marcan en su voz la convivencia de los demás, que la poeta
incorpora a esa primera persona para aumentar la sensación de sinceridad y,
paralelamente, para que el lector se encuentre identificado con una
situación que puede ser la propia. Como
eficaz contrapunto a la expresión del dolor, está la comunicación de una
alegría inusual en la mayor parte de la poesía que leemos en el presente.
Juana no tiene ningún reparo en formular versos como: "¡Ah, que
estoy cansada! Déjame que duerma, / Pues, como la angustia, la alegría
enferma. / ¡Qué rara ocurrencia decir que estoy triste! / ¿Cuándo más
alegre que ahora me viste? // ¡Mentira! No tengo ni dudas, ni celos, / Ni
inquietud, ni angustia, ni penas, ni anhelos. / Si brilla en mis ojos la
humedad del llanto. Es por el esfuerzo de reírme tanto..." (poema
"Despecho"). De
todas formas, en estos primeros poemarios de Ibarbourou hay una voluntad
todavía más valiosa que su supuesta naturalidad, "buena salud
espiritual", sensualidad, gozo y angustia existenciales,
musicalidad y demás zonas recurrentes en los críticos de todas las épocas,
está el afán de una mujer por declarar su condición de persona en pro de
su sitio terrestre. La poesía será su instrumento, el vehículo para sus
anhelos, pero asimismo el muro secreto que se irá levantando año tras año
entre ella y el coraje para cambiar su propia realidad vital. Cuando
yo vivía en Uruguay y me llegaban noticias personales de Juana (tuvimos más
de una amistad en común), me preguntaba sencillamente: si ella tanto cantó
su amor por la vida en el campo, por los gustos más humildes y hondos, ¿por
qué no rompió con su entorno capitalino, con los laureles y la hipocresía
reinantes, y se marchó al interior del país? La respuesta podría ser: el
miedo. Un miedo que, curiosamente, no aparece en estos dos libros, donde
la manifestación de una completa integridad humana será el eje de una
balanza con dos platos bien diferenciados: la dicha y el dolor, y unos
escenarios y referencias exteriores (elementos de la naturaleza o el
amado/amante, como los más frecuentes) que alejan cualquier análisis
directo de la poeta ante su propio temor de "ser en aquel territorio, o
amar de aquella forma al sujeto elegido". Juana celebra y lamenta,
tratando de no escarbar en las raíces del daño. Cuando éste tiene
levantado "su muro" ya es tarde, y la mujer guardará silencio e
irá desplazando los contenidos de su poesía hacia zonas descarnadas,
conmovedoras en sus últimos años. Ella conocía el precio de la vocación
poética, de la verticalidad de su voz surgida en décadas de sometimiento
femenino, de renuncias, de votos por el papel secundario que a su condición
humana le estaba reservado, y asumió la escritura sin desviarse de sí
misma. Rodríguez
Padrón, al colocarnos ante los dos títulos iniciales de la autora, anota
certeramente: "De nada vale, en el caso concreto de Juana de
Ibarbourou, apelar —como se hace equivocadamente— a la felicidad y al
gozo de existir, a la explosión vivificadora de los sentidos.
Apasionamiento y sensualidad (ese primitivismo, corporal que no esencial)
nunca se hallan próximos a una pureza lírica que quiera preservarse de
toda contaminación existencial; al contrario, están para poner en
evidencia una falsedad convencional; crecen hasta configurar su propia forma
verbal, su ritmo particular, se agitan en una violencia indiscutible, la que
expresa, sin tapujos, la condición de víctima que asume la poeta como
compromiso por serlo. ¿Juventud ansiosa de amor? Puede que sí. Pero
siempre como lo que falta, como evidencia de la necesidad de lugar. Y
el ejercicio de la poesía se revela entonces como un camino por donde
alcanzar dicho lugar, pero arrostrando todas las consecuencias. Por
eso, la escritura de Juana de Ibarbourou se vuelve inclasificable
para quienes se apresuran a buscarle perfecto acomodo en un contexto histórico
o estético definido; y tampoco puede entenderse ajena al gran cambio que en
la articulación de ese mismo plazo la poesía lleva a término". En
aquel tiempo crecía en Ibarbourou una identidad que, ahora sí, es fácilmente
extrapolable al presente, la figura del nómada, de la extranjera, de la
criatura sola delante de sus sueños y de una realidad esquiva y, a la
postre, más extraña de la que se creyó en la fugaz juventud. La
escritora falleció en Montevideo en 1979, unos meses después de que me
radicara en España. De Juana había traído su imagen apartada de cualquier
archipiélago. No llegué a conocerla personalmente, pero aquellos versos de
mi infancia y los ecos de sus años finales me produjeron un dolor confuso,
apenas mitigado en un mal poema que le dediqué y que, por suerte, jamás se
publicó. Aquella mujer, aquella isla sin lugar se había marchado a
tientas, por el filo de esas fronteras que ya podemos reconocer en nosotros.
Ese
perfil de Juana es plenamente contemporáneo, reencontrarlo desde una nueva
edición española es motivo de satisfacción para cualquier lector que
quiera acercarse a una de las figuras más singulares de la poesía
latinoamericana del siglo que se acaba. [1] Juana de Ibarbourou. Las lenguas de diamante / Raíz salvaje. Ediciones Cátedra. Colección Letras Hispánicas, Nº 447. Edición de Jorge Rodríguez Padrón (Madrid, 1998, 283 págs.). |
Héctor Rosales
Barcelona, 31 de octubre de 1998
De la revista LETRALIA, edición nº 68, 19 de abril de 1999. Cagua, Venezuela.
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