Primitivo Larriera lleva cincuenta y
tantos años mirando atardeceres. Sólo por excepción ha perdido
algunos, con el "chala" en una "punta" de la boca para que no
estorbe el paso de cuento, interjección o suspiro; siempre lo
"agarra" el crepúsculo. Ha visto ponientes de todo "pelo", desde el
tímido otoño, cuando la tarde palidece y se "dentra" con una
vinchita "punzona", hasta el majestuoso tramonto estival, donde el
día muere a lo varón, como esquilador herido entre vellones que
salpica de sangre. No se acostumbra a ellos. En su niñez les temía.
Cuando adolescente le anunciaron la hora del locro y, ya novio, la
del adiós. En la madurez aprovechaba el flechillal del poniente para
pastorear recuerdos que la oración convertía en estrellas. Hoy,
cincuentón, el tramonto le sorprende con miedo, hambre, malicia y
melancolía, todo a un tiempo. Se niega a envejecer. Regaló la
tropilla de sus recuerdos, porque todos porfiaban hacia la
querencia. Desea seguir adelante. Le duele acampar en lo vivido. Su
melancolía no es sonaja llorona de lazo tendido sobre el anca. Nace
del pucho de porvenir, de lo que espera aún, del camino que presume
demasiado corto... Está más muchacho que nunca, lleno de disparates
y arrepentimientos. Reverdece. Es flor todavía. Flor de zapallo. No
sirve para adornar la trenza de ninguna romántica; pero cualquier
china seria, formal, de su casa, si la cultiva y deja que la flor se
haga carne dulce, puede alimentarse con ella. Como es natural,
Larriera ya no habla más que a los estómagos. Mas éstos mantienen el
corazón, según se ha dicho. He ahí cómo la emoción tardía de
Primitivo llega por las cocinas a las tranqueras. Tenía una cocinera
moza, apagada y bonitilla. La mantuvo con palabras y sueldo. Era
ambiciosa la peona: quiso llevar el fogón a la sala. Larriera se
opuso. Entonces ella resolvió ofenderse. A poco, su agravio se hizo
venganza y ésta tuvo bigotes, ojos castaños y poncho calamaco. Se
parecía mucho a Julián Arroyo, peón de la estancia. Una noche,
Primitivo vio a la venganza entrar agachado en la alcoba de la
cocinera. ¿El galán pretendía pasar por lobizón? La estancia vieja
había tenido una familia de ellos. Al más audaz Larriera le
sorprendió con un cuero de oveja en la bolsa. Deshizo la nidada sin
dejar un solo huevo. Seguro estaba de haber acabado con aquellos
"pájaros". Por eso, tranquilo, sin ningún "santiguao", pero armado
de positivo garrote, entró en el dormitorio de Robustiana. De un
palo por poco deja seca el Arroyo aquél, y esa misma noche, la
cocinera, llorosa, abandonaba el establecimiento. Primitivo no creía
en duendes ni en arrepentidas. La experiencia le movió a medicinar
al derrengado peón. Consideraba con dolor viejo, que en lances de
brujerías el varón es el menos culpable, aun cuando la vanidad suele
asegurarle lo contrario. Por eso le curó con gusto de unto sin sal.
En su concepto, Arroyo había saldado la deuda. El puso el garrote,
el otro el costillar: estaban a mano. Cuando, ya restablecido,
Julián pidió su cuenta para marcharse, él se opuso. Su rival
continúa en "las casas". Robustiana fue puesta fuera de ley. Al irse
dejó dos vacíos: la olla y el capricho del patrón. Primitivo se
apresuró a rellenar el primer hueco. Llamó a "Pirincho", su ahijado,
entenado o hijo, de lo cual ni él mismo está muy seguro, y le mandó
al rancho de los "ingleses". Llama así a una familia de negros que
poblaron en la orilla del campo. Una morena con ojos de pascuas y
trompa de viernes santo, se encargó de la cocina. El segundo agujero
dejado por la peona, quedó sin rellenar. Quien cuenta medio siglo de
feo y un año de viudo, no dispone, por lo común, de otro camino
sentimental que el de las segundas nupcias. Primitivo contaba con
ése y con alguno que otro campo traviesa. No quiere volver a casarse
y el "feo" de Robustiana le quitó su afición por los atajos.
Resolvió poner nudo a las diabluras. Aprovechó esa llave falsa para
cerrar el último capítulo de su novela. Tiene páginas felices en el
libro y páginas amargas... Casi todas sus heroínas son del tiempo en
que las mujeres usaban una trenza y una palabra y faltaban a ella
como ahora; pero con más recato. Para pasar de una hoja a otra,
humedeció los dedos a veces en lágrimas y a veces en sangre. En una
se detuvo a releer hasta que la aprendió de memoria. Casó. Y luego,
cuando se aburría, que en su opinión era casi enviudar, inició
nuevos episodios que su consorte llenaba de puntos suspensivos. En
eso continuó hasta que Robustiana le mochó los puones. Por su culpa,
Primitivo ha soltado sin bozal su caballo "de ancas". Desde que la
moza se fue, atardece junto con la tarde. Pita para tener una
estrella, suspira y duda. Hoy ni siquiera fuma. Hace rato que la
tarde se apagó y su pucho también. Allá arriba empiezan a
desparramarse sus luces. En la vía láctea queda el grueso del rodeo;
pero las siete cabritas han hecho "punta" y cuatro tordillas se
alejan en cruz hacia el sur. Primitivo no las costea. Ni siquiera
las mira; y de todo esto tiene la culpa el correo que a las seis
llegó con carta de Robustiana. Larriera deja el patio, entra en el
comedor donde Pirincho desde hace una hora espera para escribir al
dictado la contestación, y vuelve a leer la misiva:
"Patrón:
La presente tiene por motivo hacerle conocer la situación en que me
veo por culpa e mi mala cabeza. Olvidé, sí, lo mucho que debo a su
generosidá, y la que fue casi una hija pa usté, hoy se halla muy
comprometida pa salir del paso. No quiero mentar lo mucho que lo
extraño y las privaciones que' pasao; porque conozco su güen corazón
y no quiero golver a su estancia por lástima, sino como perdonada.
Estoy en lo de mi hermana Casilda en la costa del "Guarilay". La
pobre es muy gaucha, pero no así su esposo, joven largo de manos y
no mal parecido, quien pretiende cobrarme la comida. Usté me conoce,
patrón, y sabe que una muchacha honrada como su servidora, antes se
deja morir de hambre por los caminos que cair en falta. Pero la
necesidá, lo que se llama necesidá, es muy hereje, muy indecente y
no hay que ponerla tan a prueba. De este mal a que me veo espuesta,
sólo puede sacarme en ancas una palabra suya. Si la meresco entuavía,
escriba en un papel: "vengase". Nada más. Eso basta pa que al otro
día, me tenga en la estancia..."
Primitivo estruja la carta. La tira a un rincón y empieza a pasearse
por el cuarto. Responderá. Busca la palabra más elocuente. Asómase
al marco de la ventana, como si la respuesta estuviese escrita en el
pizarrón de la noche. Mira luego al amanuense. "Pirincho" traga
saliva, baja los ojos, se agacha...
—¡Escribí! —ordena al muchacho.— "China: la dispreceo".
La moza quería una palabra y él le manda tres.
Mas no está conforme con la respuesta. Tal vez la frase refleje su
estado de espíritu. Quedó muy lastimado. Lo está aún. Cuando el gurí
repite lo escrito, Larriera se pregunta cuál es la razón de ese
desprecio, dónde finca. Si se refiere a Robustiana cocinera, la
frase no dice la verdad. Ninguna peona ha sabido como ella
espolvorear de canela una mazamorra, ni hacer de cada pastel de
hojaldra un verdadero librillo. No conocerá la vergüenza, pero la
cocina, sí. Como tal, no merece desprecio. Ahora falta averiguar si
como mujer lo merece. Una tardecita, Primitivo, en lugar de tomar el
mate, le tomó la mano. Ella no advirtió la equivocación, ni él
tampoco. Ambos estaban muy entretenidos en elegir nubes encendidas.
Jugaban a "cuála" se apagaría primero. Larriera ganó. Era baquiano
en incendios crepusculares. Cuando la peona intentó retirar su
diestra cautiva, recordó la viudez del atrevido y dio por perdida
aquella primer "mano". Esperaba ganar la otra ante el Juez.
Estableció condiciones. El establecimiento está
situado a igual distancia de la iglesia que de la comisaría. El
pleito debía terminar en bendición o escándalo. Si el cura no les
hacía la cruz, ella haría la cruz a su patrón, por diablo canoso,
con cara de hombre serio y atrevimientos de muchacho. Primitivo le
prometió el altar y hasta la pila. Luego, faltó a su palabra y ella
a su propósito. ¿Por qué, si no desprecia a la cocinera, "desprecea"
a la pobre moza? ¿Será porque ella tuvo la desgracia de tropezar con
su rabo y caer? No pudo ocurrir de otro modo. Robustiana, acosada,
borracha, para defenderse de su simpatía, cerró los ojos; pero
olvidó taparse las orejas. Por el conducto auditivo el sitiador hizo
entrar sus razones en fila india, de punta, afiladas, intencionadas,
irresistibles: piropos, quejas, arrullos. Entre adjetivo y adjetivo
escalonó suspiros hondos. Tras éstos hizo avanzar consonantes,
frases veteranas de efecto infalible, flechas venenosas, avispas de
aguijón dulce que zumbaron músicas de siesta. El enjambre, el
bochorno y el destino hicieron lo demás. La inocente, escuchó. Era
curiosa, y Larriera, ladino. Por su parte, el Señor no puso párpados
en el oído de sus criaturas. Él sabrá por qué. Mandinga también lo
sabe. Entonces, ¿por qué culpar a Robustiana? Por entre estos
escrúpulos se abre paso la cara de Julián Arroyo. Con él la moza
sólo ejerció venganza. Esta afirma la existencia de cariño.
¿Entonces Larriera desprecia a la pobre paisanita porque le amó?
—¡Borra eso que escribiste, Pirincho! — ordena.
—¿Y qué pongo, padrino?
—Escriba: —dicta— "Mujer, usté me ha faltao muy feo".
Después de soltarla, encuentra que tampoco le gusta esa
contestación. En primer lugar tiene sobra de palabras. Desearía
encontrar una, sólo una, monosílaba, negativa, terminante. Pensó en
el "no", entre dos signos de admiración, puestos como estacas. Para
que así, aun seco, no se arrolle; pues necesita que permanezca
estirado en el tiempo. Se niega a usarla; porque tal respuesta
carecería de color burlesco. Desea colocar entre Robustiana y él la
distancia que separa a un estanciero de marca de una china
"orejana". Se arrepiente de no haber sabido guardarla, "culpa" de su
corazón democrático. Busca insultos. Refuga los primeros que se le
ocurren. Son demasiado ásperos, resortes para hacer saltar varones.
Tienen punta y filo. No puede desenvainarles contra una dama.
Después de todo, Robustiana es mujer y carece de hombre que "saque
la cara" por ella. El marido de Casilda es un "descarao", según de
la carta se desprende, y Julián Arroyo prefirió la "salú" a jugarse
por la moza. Larriera continúa apartando insolencias. Ninguna le
conviene. Desea, necesita ofender a la ingrata y al mismo tiempo
sugerir el sabor melancólico de un romance "pasmao". "Usté me ha
faltao muy feo", repite diez veces seguidas. Pero, en verdad, él la
faltó primero. Estaban en paz. ¿Por qué prometió casarse con ella,
sabiendo que no puede hacerlo? Debe quedar en viudo por respeto a su
finada. En el lecho de muerte, ésta le arrancó tal juramento que ha
de cumplirlo. Si es cierto que el ánima de los difuntos vaga por los
sitios donde moraron y asisten invisibles a los actos de sus deudos,
la extinta no podrá llamarse a engaño. Primitivo no volverá a
casarse. Para evitar malas interpretaciones, usa en el guardapelo
del reloj, un retrato de la muerta. Así la lleva con él a todos los
peligros. Por tan sagrada razón engañó a Robustiana. ¿Con qué
derecho la enrostra faltas?
—Borra lo que escrebiste, Pirincho — dice ahora. — Pone: "Usté murió
pa mí".
Renunció a la ironía. Sufre y no consigue la sonrisa amarga que
deseaba. Esta respuesta es grave, solemne, fúnebre: oración, hisopo,
puñado de cal. Con esas cuatro palabras ya tiene cruz la difunta
Robustiana. ¡Lástima que no sean verdad! Porque la moza vive, de
recuerdo presente, en las raíces de Primitivo. Toda vez que masca un
churrasco chamuscado, piensa en la ausente y suspira, no sabe si por
ella o por la carne. Después de "sestiar", la "inglesa ensilla un
cimarrón", pero el mate no tiene gusto a picardía; sino a yerba. En
tiempos de Robustiana su galleta abría la boca y eran tres para
iniciar un proceso. Cuando la cebadora se alejaba diciéndole "adiós"
con las chancletas, se rompía el tema. Zurcíanle a cada rato.
Acababa el amargo por roncar y los dejaba solos, mano a mano. Y de
noche, los ojos de la moza se le aparecen como luces malas. No ha
muerto. La extraña. Atribuye su melancolía a cualquier pretexto
digno. Jamás confesará que se "halla" sin ella.
El orgullo ha decidido su entierro. Para la hombría, Robustiana "jiede"
ya. El carancho de su vanidad, planea sobre ese cadáver. Pero el
machismo de Primitivo no contó con la conciencia. En este instante
le acosan remordimientos. La desgraciada, no tiene horcón. Es
huérfana, pobre y, lo que es peor, "bonitilla". Nació pequeña,
escasa de músculos y sobrada de ojos. Siempre fue liviana. La
ausencia, el hambre y el cuñado rondan esa oveja. No tiene otro
sostén que el amor a Primitivo. Si la declara difunta, si corta ese
tiento, la condena a caer. Piensa que la pobre cuenta veinte años
"ágatas"; que le sobran penas y le faltan malicias. Dio dos
resbalones. Primitivo tomó parte en el primero. Por desgracia esa
caída no tiene levante. No pasa lo mismo con la segunda. Julián
Arroyo puede reparar la falta. No hay difunta que se lo impida. Es
soltero, pobre y hasta un poco ambicioso. Al casarse con su víctima,
purgará su pecado y el de su amigo y patrón. Larriera le propone
salvar esa alma. Si Julián vacila, tal vez una majada criolla y el
puesto vacante del Talar le decidiesen. No todos los casados inician
la nueva vida con rancho hecho y animales propios... Tiene abiertos
muchos caminos. Más para que el proyecto resulte, antes que nada es
preciso salvar a la novia.
—¿Qué escribiste, ai? — pregunta al "gurí".
—La dejunción d'ella, padrino.
—¡Borrá!
¡Cuidado con lo que responda! No debe transar. Existe ese peligro.
Su contestación ha de tocar en la generosidad; mas no en cobardía.
Aquella hoja blanca no será mortaja de doncella; pero tampoco ha de
ser bandera de parlamento. Basta con que resulte pañuelo para que la
ausente enjugue su llanto.
—"Te extraño" — dicta — "pero no vengas nunca".
Ese "te extraño" alcanza. Con la confesión de su recuerdo Robustiana
tiene lo suficiente "pa ir tirando". Si Julián repara el mal que
causó, siempre dispondrá de tiempo y licencia para ir al "Guaribay"
en busca de su prometida. Se casarán por allá, en el rancho de
Casilda, a vista y paciencia del cuñado y después Arroyo la traerá
aguas abajo. Es conveniente que la joven desposada acampe
directamente en el puesto del Talar. Luego de lo ocurrido, la ex
peona no debe poner su planta en la azotea de los Larriera. Por fin
Primitivo ha dado con la respuesta. En ella aparece romántico y
altivo, hombre de corazón y de conducta. Entrega al correo una
semilla para que se haga árbol y renuncia a su sombra. Pirincho
alarga al patrón su lapicera. Sólo falta firmar. Y, sin embargo, el
estanciero no se resuelve... Mas ahora no piensa en Robustiana, sino
en su comadre Joaquina, viuda del teniente a guerra Don Hilarión
Gaudencio. ¡He aquí el peligro! Su comadre no es bonita; se quedó en
simpática. Tampoco es rica. Su marido la dejó dos suertes, la del
campo y la de su viudez, porque dicen lenguas y atestiguan
cicatrices que el difunto tenía pesada la mano. El campo está
hipotecado y la viuda libre. Ni siquiera es joven Joaquina. Tiene
treinta y cinco años. Representa más edad y confiesa menos. En
opinión de Primitivo, la comadre está en la época peligrosa, donde
la mujer espera un diablo que la reconcilie con el mundo o un santo
que la reconcilie con el cielo. Si no es joven ni bella, ¿por qué le
atraerá? ¡Por desgracia! Hace años que pleitean. Sostuvieron las
primeras escaramuzas en vida del teniente. La visitaba entonces,
creyendo de buena fe cumplimentar al amigo. Ella jamás le dio pie.
Cuando Gaudencio pasó a mejor vida dejando en mejor vida a su
consorte, Primitivo se ilusionó. Lleno de esperanza cayó una tarde
al rancho. Joaquina sentó entre ella y el compadre un "gurí empacao".
Primitivo intentó comprar al muchacho. Ni reales, ni zalamerías, ni
miradas furiosas conmovieron al nene. Entonces protestó. Él era un
paisano formal, no necesitaba testigos. Además, nunca le gustaron
los "gurises"... En la visita próxima pidió una vieja prestada y con
ella sustituyó al pequeño. No quería contrariar al compadre. Este,
ofendido, se marchó antes del segundo "amargo". Hace seis meses de
esto. De tanto en tanto, la viuda le "torea" con algún dulce casero.
Pasa la miel por sus labios. Días pasados mandó a la "azotea" una
"sandia" con las iniciales del compadre. Alusiones... Después de
cada "invitación" Primitivo ordena que ensillen su caballo. Durante
horas la coscoja le llama a misa. Cuando se disponía a estribar,
siempre aparecía Robustiana con el mate, la manera y la sonrisa.
Ella le salvaba. Pero desde que la cocinera se ausentó, Joaquina se
acerca. Y ahora le agarra sin perros. Es la única mujer capaz de
hacerle faltar a su promesa. Quiere matrimonio. Si la complace,
empezará a temer el encuentro de ultratumba con la finada. Tendrá
miedo a la muerte. Ya está viejo de soportar vejámenes, quiere
conservar su derecho a morir en cualquier cancha, cuando el mal
humor, sus opiniones o un insolente lo dispongan. Por eso "cuerpea"
a su comadre Joaquina. Entre las pretensiones de la viuda y su
debilidad por las simpáticas, siempre puso como poncho a Robustiana.
Arrolló en el brazo las polleras de la china y no hay mirada
traicionera que le "dentre". La viuda vale más; pero la soltera se
conforma con menos, pone paz en su conciencia y remiendos en su
corazón. Si la escribe que no vuelva a la estancia, si la pobre
obedece, si deja un portillo, una rendija para que la comadre
introduzca por ella la punta de su mala intención, está perdido. Le
espera el casamiento y después ¡quién sabe qué vergüenza tendrá que
sufrir con tal de diferir, en lo posible, su entrevista con el
ánima!
—¡Pirincho —dice— borre lo último que escribió!
En tanto el niño obedece, Primitivo echa cuentas. Está cercado.
Tiene que sacrificar o su orgullo o su libertad. ¿A cuál renuncia?
¿Es altanero? ¿Es arisco? Ama a su comadre. Le resulta halagador
saber que ella nunca quiso al finado Gaudencio. Piensa que ha
llegado al mediodía y quizás, quizás a la siesta de la vida sin
haber encontrado el varón capaz de apasionarla. Tal vez espera a
Primitivo. Acaso él resulta un príncipe que se retrasó por jugar en
el camino casi todas las chucherías; pero que aún conserva algunas
hebras de plata en las sienes para tejer el nido. Su comadre así se
lo dio a entender con cuatro suspiros y un: "vaya Dios a saberlo".
Pero si cede, fuera del caso de conciencia, ¡cómo queda el criollo
inocente, el Primitivo, el romántico capaz de perdonar! ¿Ya no
conserva sano el espíritu? Es viudo. Goza reputación de tal. Usa
luto aún. ¿Tiene edad para caer en un desposorio tardío con vistas
al infierno? ¿Ya no merece amor al fiado? Hecho el balance agrega,
en favor de Robustiana, la partida de locros insulsos y el silencio
que desde su ausencia lava los cimarrones del atardecer. Pasa raya.
Se emociona. Busca la palabra que su cocinera quería. La encuentra y
dice al ahijado:
—Escriba: "¡Venite!"
Y en el momento de firmar, como Pirincho sonríe, aprovecha para
colocar un consejo:
—¡Ahijao! —dice— el varón tiene muchas malicias y una sola concencia.
Cuando te veas en un pleito semejante, ¡pone una mano sobre el
corazón y alarga la otra pa levantar al cáido! |