Una manzana para Linda Ricardo Rodríguez Pereyra |
para Linda Banti |
No le resultaba nada fácil recuperarse luego del monólogo de Blanche. El espectáculo que venía haciendo desde hacía tres semanas era un conjunto de escenas de famosos dramaturgos, desde Cuzzani a Shakespeare. En la escena final representaba a Blanche en el Tranvía, cuando recuerda el suicido de Alan. Para Linda ese era el momento más desgarrador de la pieza de Williams.
Linda lo había visto a Tennesse Williams una vez en New York, almorzando o tomando algo, en una mesa cercana a la suya. El extravagante hombrecito estaba con Ana Magnani y un apuesto muchacho de largos cabellos. Ella había deseado acercarse y presentarse como una actriz argentina; decirles que admiraba al escritor y a la actriz, pero su timidez se lo impidió. Eso había sido en los enloquecidos sesenta, y ahora, treinta años después, ni siquiera ese grato recuerdo, tan poco rato después de la representación, lograba alejarla de las palabras terribles de Blanche, a la cual ella le había prestado su voz, sus entrañas y su boca para decir: "Y desde aquel momento no hubo para mí una luz más intensa que la de esta vela de cocina."
Se miró en el espejo. El rimmel se le había corrido, diluido por las lágrimas y le rodeaba ambos lados de la nariz; pasaban por las comisuras de sus labios y le pintaban una mueca de tristeza que terminaba en el mentón. Sólo el rojo de su cabello despeinado y alborotado le confería cierto toque de vitalidad a su rostro.
La luz del camarín que venía relampagueando desde hacía rato, se apagó. Caminó a tientas en la oscuridad tratando de sacudirse a Blanche de una buena vez. Una parte suya trataba de retractarse y gritarle a todos y Alan especialmente, que no era cierto que él le diera asco; trataba de evitar que el muchacho se suicidara al borde de la piscina. Pero el tiro de la banda sonora volvía a resonar dentro de su cabeza, como minutos antes en el silencio de la pequeña sala.
Se oyeron voces. El asistente puteando con el iluminador y luego alguien que llamaba al electricista. Linda se encogió de hombros. Se desvistió en medio del cuarto. La luna que entraba por la claraboya la descubrió semidesnuda, bañada de color azul. En ese momento volvió la luz y un espejo le devolvió su figura; y en un segundo plano un retrato suyo que le sonreía desde el improvisado tocador. Se quedó con la mirada perdida en los ojos de esa muchacha que se parecía a su hija, pero que era ella misma. La foto era en blanco y negro, pero su memoria la pintaba a su antojo, con los verdaderos colores que habría tenido entonces.
No podía recordar qué papel estaba haciendo en la época en que le habían tomado esa foto. Sabía sí, que debía haber sido durante esos años que ahora se le aparecían encerrados entre dos paréntesis, como si fueran términos de una ecuación, con signos a un lado y a otro de cada extremo. Todo lo demás era otra historia. Dentro de esos paréntesis estaban su juventud, la provincia lejana, los amores, los sueños posibles y el futuro que entonces ni era esperado ni acechaba. Sólo estaba el presente. Aquél, donde un nuevo mundo y hasta las utopías parecían posibles. También estaba el teatro por supuesto, años de éxitos en el mundo del off Corrientes, cuando la vanguardia se había llevado los espectadores de la gran avenida, hartos de los pasatiempos que los adormecían.
Tomó la foto entre sus manos. No la había hecho enmarcar a tiempo y la humedad había comenzado a ponerle una suerte de estola que arrancaba desde el pómulo izquierdo y avanzaba hacia la frente, justo en el nacimiento del cabello, en volutas concéntricas. Así se debería ver el cerebro sin el recubrimiento de la piel. Se encogió de hombros. También era cierto que su cabello ya no era el de antes. Se había ido cambiando el color varias veces a lo largo de su carrera hasta llegar al actual rojizo. Hacía tiempo que venía gastando zapatos arribas de un escenario y el éxito de las grandes marquesinas y las tapas de las revistas, seguía esquivándola. Claro que eso no importaba. Ella iba a seguir hasta el último aliento, representando para diez espectadores, en las salas vacías que se resistían como podían a convertirse en locales de video juegos.
Se puso el vestido por encima de la cabeza y se sentó en la silla frente al espejo. Blanche se iba adormeciendo lentamente. La iba dejando en paz. Un aroma dulzón la invadió. Entonces reparó en la manzana. Había quedado arriba de la mesa donde tenía el maquillaje, desde la noche anterior. Era agradable comprobar que la fruta había perfumado el camarín. La puso dentro de un sobre de papel marrón junto con el libro que estaba leyendo y luego la olvidó.
Fue después, recién había subido al subte cuando la recordó. La manzana, roja, brillante, rompió el papel y cayó rodando por el piso del vagón del tren que corría bajo las calles. Fue a parar entre los zapatos negros, casi sin lustre, de un hombre que miraba hacia el túnel negro que pasaba a cada lado de las ventanillas. - Perdone.- dijo ella. - No se preocupe.-le respondió el hombre- Es una linda manzana. Un lujo en estos tiempos. - Por eso la llevaba escondida. No quería parecer ostentosa. - Al contrario. Una fruta así tiene que mostrarla, llevarla en la mano bien alto para que todo el mundo la vea. - Creo que tiene razón.- dijo Linda con una sonrisa que le iluminó la cara.
El tren se detuvo en la estación Callao. El hombre la miró. Por un instante pareció vacilar, como si quisiera decirle algo pero antes de que las puertas volvieran a cerrarse salió del vagón rápidamente. Se perdió entre la gente. Y Linda decidió que era un buen momento para empezar a comer la manzana. |
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Ricardo Rodríguez Pereyra
Buenos Aires, agosto 1993
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