Otra piel
Por Ricardo Rodríguez Pereyra

El hombre entró al consultorio.  Estudió la habitación de un rápido vistazo, con un gesto de aprensión.  Paredes altas pintadas de blanco sucio, una ventana cubierta por una cortina de voile ceniciento.  Por allí entraba el ruido de la calle con el tránsito incesante y la confusión de motores, bocinas y frenadas.  La luz que venía del exterior al atravesar los vidrios esmerilados se hacía amarillenta, espesaba más la atmósfera viciada que ya había respirado en la sala de espera.

           

El médico estaba sentado en un antiguo sillón de cuero negro detrás del escritorio de caoba brillante atestado de papeles. Debía tener alrededor de sesenta años, cabellos sospechosamente azulados; por el guardapolvo desprendido se asomaba su prominente abdomen que formaba un gran pliegue sobre la madera reluciente. Hizo una seña invitándolo a acercarse, en tanto consultaba un grueso vademécum.

           

El hombre caminó unos pasos tímidamente retorciendo una gorra de pana azul.  Esperó unos segundos frente al escritorio al lado de una silla.  El médico hizo un nuevo ademán para que tomara asiento, mientras seguía consultando el vademécum, se desprendía un botón de la camisa y se aflojaba el nudo de la corbata.  El hombre pensó que allí dentro hacia más calor, enseguida reparó en el zumbido de un ventilador de pie que le recordó el motor de un viejo avión.  Mientras esperaba que el médico levantara la vista y lo atendiera volvió a inspeccionar la habitación tratando de entretenerse.  La alfombra tenía algunas quemaduras de cigarrillos. Cerca del escritorio habla una vitrina blanca de metal con patas altas y finas, en su interior estaban apiladas cantidad de medicamentos y unos grandes bollones con formol donde flotaban pequeñas masas informes e incoloras.  También descubrió un cuadro que representaba un pergamino con un texto de varios párrafos en caracteres griegos y en otra pared, cuatro diplomas.

 

El médico abandonó el vademécum y abrió una carpeta que estaba entre los papeles, Leyó en voz baja algunas palabras.  El hombre no escuchó bien pero entendió que se trataba de los datos personales que le había suministrado un rato antes a la secretaria que lo había atendido.  Finalmente el médico se quitó los pequeños anteojos y lo miró por primera vez.

 

-- Bien, cuénteme el motivo de su consulta. ¿Qué siente?

 

El hombre comenzó a tartamudear y se señaló la cara y las manos.  La piel tenía un tono violáceo, cubierta por unas escamas abultadas que parecían moverse constantemente y contener una sustancia líquida en su interior.

Finalmente el médico se colocó los anteojos y lo miró. El hombre se removió incómodo en la silla. Después cautelosamente adelantó una mano hasta ponerla bajo el círculo de luz de la portátil.  Los pequeños globos se removían tan despacio que parecían inm6viles, sólo aquél líquido que a veces se volcaba más hacia un lado, revelaba el movimiento de las extrañas escamas.  El médico apagó la luz de la lámpara y sonrió.

 

-- Bueno, bueno.  Tranquilícese, esto no es para estar en ese estado.  Usted está muy alterado.

 

-- ¡Tengo miedo, doctor! -gritó el hombre casi a punto de llorar. Enseguida se asustó de escuchar su propia voz tan alta.

 

--¿Miedo? ¿Miedo de qué?

 

-- Creo que...¡estoy loco!

 

-- ¿Por las manchas...?

 

-- ¡Si!

 

El médico lo miró y largó una risotada.

 

-- ¡Por favor, hombre!

 

-- Fue todo tan repentino,

 

-- ¿Ah sí?

 

-- Sí.  Hasta ayer todo iba bien.

 

-- ¿Quiere decir que recién hoy vio las manchas?

 

-- Sí, por la mañana.  Verá: yo estaba durmiendo y de pronto me desperté con una rara sensación.  Me quedé

en la oscuridad casi sin respirar tratando de descubrir qué me había despertado.  Tenía miedo, sentía que algo extraño estaba sucediendo.  Desde niño que no experimentaba esa especie de mano retorciéndome las entrañas...

           

El médico que hasta entonces había mirado de reojo el reloj dos o tres veces y pasado las hojas del vademécum con aire distraído, lo interrumpió para preguntarle si de niño también había experimentado esos temores extraños en mitad de la noche.

 

-- Acabo de decírselo, doctor, Pero esto de ahora era diferente.  Pensé que tal vez alguien había entrado en la casa. Un ladrón, un asesino, qué sé yo. ¿Usted ha visto la televisión últimamente?  Cada día es peor que el anterior.  Robos, secuestros, violaciones, suicidios...  ¡Dios¡ -comenzó a sollozar cubriéndose la cara con las manos.- ¿Dónde está realmente si existe?

 

-- ¡Cálmese, hombre! Cálmese.  Y cuénteme qué pasó después.

 

-- No me animaba a encender la luz. Me quedé quieto, hasta que empecé a escuchar los ruidos de la calle, el camión lechero, los ómnibus que pasaban frente a la ventana.  Escuchaba esas voces y esos pasos resonando en las baldosas.  No sabía bien de qué diablos se trataba, pero algo habla cambiado. ¡Yo había cambiado! ¿Comprende?

    

El médico lo miró y no dijo nada.  Se aflojó más el nudo de la corbata.  Se desprendió el botón del cuello.  El hombre extendió las manos sobre los papeles del escritorio.

  

-- ¿Comprende, doctor?

  

-- Sí, lo comprendo.

  

-- Eran estas llagas inmundas.  Al principio en la oscuridad me pasaba la mano por los brazos y la cara y sentía la piel llena de escamas,  sentía que se movía algo dentro bajo la presión de mis dedos.  No me animaba a encender la lámpara pero cuando llegó el amanecer y el cuarto se iluminó me vi los brazos y pensé que me moriría de la impresión. Mi corazón galopaba como un caballo. ¡Qué horror¡ Después me miré al espejo y me vi la cara. Las mismas excrecencias horribles, el mismo color.

 

-- Entonces decidió consultarme. -dijo el médico caminando hacia la ventana con las manos en los bolsillos.  El hombre miró al médico que ahora de espaldas a él, miraba hacia afuera.  El sol acentuaba aún más la tonalidad celeste de los cabellos del médico.  El hombre trató de recordar algo sin saber qué era exactamente, después siguió su relato.

 

-- No me resultó fácil decidirme a venir.  Tenía miedo de salir a la calle.  Tenía miedo de que me vieran así. Me imaginaba el asco que iba a causarles a los demás.

 

-- ¿Asco? ¿Por qué razón? -preguntó el médico dándose vuelta bruscamente.

 

-- ¡Pero doctor! Póngase en mi lugar.  Si yo mismo sentía asco de verme reflejado en el espejo.  Cómo no se iban a sentir los demás que no tenían manchas, que tenían la piel tan limpia como siempre.  Encendí la radio, escuché las noticias, tomé un café.  Trataba de hacer lo mismo de todos los días, como si no pasara nada.  Después me vestí como pude, tratando de no tocar las escamas y salí a la calle.

El médico volvió a sentarse en el escritorio, sonrió con una expresión casi picaresca.

 

-- ¿Y qué pasó entonces?

 

El hombre se cubrió la cara con las manos y pareci6 que iba a estallar en llanto.  Enseguida comenzó a hablar atropelladamente.

 

-- ¡Toda la gente tenía las mismas manchas! Todos eran monstruosos. ¿Se da cuenta, doctor? ¡Debo estar loco! Corrí, corrí. Tropecé con muchas personas.  Me insultaban, algunos me patearon y otros se daban vuelta y se quedaban parados mirándome.  Se reían a carcajadas.  No puedo entender qué ha sucedido, en qué momento ha venido esta especie de... epidemia.  Sí, eso. Es una epidemia que transforma a los seres en monstruos, ¿no, doctor? Pero ellos...los demás digo, no se tenían asco.  Se besaban, se acariciaban, incluso estoy seguro de que hacían el amor tocándose con estas escamas inmundas como amebas...-suspiró e hizo una pausa para tomar aliento, enseguida prosiguió:-- Al final me sobrepuse y decidí venir a verlo.  Alguien alguna vez lo mencionó, no recuerdo quién.  Tenía tanto miedo cuando entré al consultorio.  Pensé que su secretaria y usted estarían igual que todos,  con la piel llena de purulencias.  Discúlpeme, doctor, pero pensé eso realmente.  Cuando entré a la sala de espera su secretaria estaba de espaldas escribiendo a máquina, y yo pensé que iba a ser como en una película de suspenso, que cuando se diera vuelta vería su cara igual que la mía.  "Ojalá que no se de vuelta ... ojalá que no se de vuelta", pensaba porque así podía imaginarme que al menos había una persona que se habla salvado. Y cuando ella se dio vuelta y la vi me sentí feliz. ¡Feliz! Sin embargo me desalenté rápidamente. No debía ilusionarme fácilmente. Imaginé su voz llamándome desde aquí para que entrara. Sabía, era casi una certeza en ese momento, que al entrar lanzaría un alarido porque usted... usted estaría igual que yo o peor, con las mismas marcas de la monstruosidad.

El médico rió alegremente y tamborileó los dedos sobre el escritorio.--¡Pero, hombre¡ Ya ve que no ha sido así.

 

-- ¿Entiende por qué tengo miedo de haber enloquecido, doctor?  Tengo miedo de salir a la calle y encontrar que todo el mundo está igual que siempre, como estaba hasta ayer.

 

-- ¿Qué puedo hacer? Confiar en mí.  Para eso ha venido.  Yo lo voy a ayudar.

 

-- Entonces.. . ¿no estoy loco, doctor?

 

-- Claro que no, hombre, claro que no.

 

-- ¿Y estas manchas? ¿Estas escamas?

 

-- Desaparecerán.  Ya verá como desaparecerán.

 

--  Se lo agradezco tanto, ¡tanto!

 

El médico le sonrió.  De levant6 y abrió la puerta llamando a la secretaria.  Enseguida apareció una mujer joven, de largos cabellos rubios, con túnica celeste.  El hombre se levantó respetuosamente al verla aparecer, sacudió la gorra de pana nerviosamente frente a su cara tratando de ocultarse.  Bajó la cabeza pensando que la joven era bonita.  Sin embargo había algo en sus rasgos que le recordaba una muñeca de cera. Ella apenas reparó en su presencia.  El médico señalando al hombre preguntó:

 

-- Señorita., ¿tendremos el medicamento apropiado para el señor?

 

La mujer lo miró ahora atentamente y se le acercó.  Con sus manos delimitó un cuadrado imaginario alrededor de la cara del hombre que se mostraba claramente turbado.

 

-- Creo que es un cuarenta y ocho, doctor.

 

-- ¿Segura?  Pensé que seria cincuenta y dos.  En fin ... está bien.

 

La mujer salió del consultorio, El médico se pasó el dedo índice entre el cuello de la camisa, resoplando.  El hombre lo miró, sintió calor, transpiraba.  Sobre la cara del médico, en cambio, no habla ninguna gota de sudor.  Por la puerta entreabierta, el hombre vio que la secretaria abría y cerraba cajones buscando algo.

 

-- ¿Me va a inyectar, doctor?

 

-- Nada de eso. Mucho más fácil. No sentirá nada.-- le palmeó el hombro sonriendo.

 

-- Aquí está, doctor.- anunció la secretaria entrando en la habitación.  Entre sus dedos sostenía un par de guantes casi transparentes y una máscara por los cabellos y ésta se balanceaba de un lado a otro, como una cabeza decapitada.

 

El hombre comenzó a retroceder.  El médico le sonrió, tendiéndole los guantes.

      

-- Bien, hombre. Siéntese.  Con esto volverá a recuperar su lozanía y la calma.  Todo eso que lo tenía tan preocupado.  Podrá volver a mirarse al espejo.  Y todo por un precio realmente accesible.

      

El hombre se sentó lentamente. El médico le dejó caer los guantes sobre sus piernas; enseguida, ayudado por la secretaria procedió a colocarle la máscara en la cabeza.  El material se adhirió a la piel fácilmente.  El hombre no se resistió.  Por unos segundos en la habitación sólo se escuchó el zumbido del ventilador y después un largo alarido.

© Ricardo Rodríguez Pereyra, Buenos Aires, 1990.

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