Museo con generales y momia

Ricardo Rodríguez Pereyra

La sirvienta empujó la puerta del dormitorio con el pie y entró haciendo malabarismos con el plumero, un balde con agua sucia y un trapo de piso colgando de una escoba dada vuelta. Respiraba con malhumor. La patrona la había llamado a gritos durante cinco minutos y ahora se la veía tranquila, acostada de espaldas sobre el piso. Un conjunto de ropa interior negro resaltaba la desnudez blanca del cuerpo. Yacía sobre un gigantesco papel de embalaje azul, que a modo de alfombra cubría las tablas de madera brillante. La sirvienta no pareció sorprenderse. Dejó los implementos de limpieza y poniendo las manos en la cintura le preguntó con cierto aire insolente:

- ¿En qué puedo ayudarla, señora?

- ¿Ves esa tiza? Agarrala y dibujame. Hacé el favor.

- ¿Y qué quiere que le dibuje?

- ¡Tenías que ser paisana bruta! ¡No quiero que me hagas un paisaje, ché! Me tenés que dibujar a mí.

- ¡Sin insultos, oiga! Mire que si no me voy ahora mismo. ¡Ya me están cansando que tanto!

- Bueno, bueno, Mecha, no te enojes refunfuñó entre dientes y se acomodó sobre el papel que crujió. Le indicó que contorneara su silueta. Separó los brazos y las piernas como si tomara sol. La sirvienta se fue agachando lenta, trabajosamente. Tomó la tiza y empezó a dibujarle el cuerpo desde los hombros.

- Faltan pocos días para la ceremonia, ¿sabés? La sirvienta asintió y siguió dibujando. Se mordía la punta de la lengua que asomaba por la boca abierta con un gesto que recordaba al de un niño haciendo palotes. Recorrió el contorno de los brazos con la tiza, salteó las manos y volvió al interior del cuerpo para dibujar las axilas, las caderas y las piernas. Estuvo un rato así hasta que su obra quedó terminada. La mujer flexionó el cuello como si fuera una tortuga dada vuelta. Le costó incorporarse, se apoyó en un codo y luego en el otro para observar el trabajo.

- Dame la mano, ayudame, Mecha. ¿Cómo te quedó?

La sirvienta miró la silueta con satisfacción y observó a la patrona que empezó a vestirse en silencio. Antes de salir del cuarto se dio vuelta para mirar una vez más el dibujo. Recordó las siluetas de sus manos que hacía de niña. Y las películas de crímenes que pasaban por la televisión. ¡Qué locura le había hecho hacer la señora Rosita, María Santísima! Se persignó con disimulo. ¿No sería cosa de mal agüero como abrir un paraguas dentro de la casa? La silueta blanca, decapitada, sin manos y sin extremidades inferiores, le pareció el contorno del cuerpo de una víctima en el escenario del crimen. Ella no quería ser acusada de nada. Recogió el balde y todo lo demás y abandonó atropelladamente la habitación. Al bajar la escalera tropezó con el señor Ariel que subía ensimismado en la lectura del diario cuyos titulares anunciaban: "FUERZAS ARMADAS RECUERDAN A SUS MARTIRES" y más abajo: "SE REABRE IMPORTANTE MUSEO".

Ariel salió de la casa y caminó hacia la parada del ómnibus con el diario debajo del brazo. Se subió el cuello del sobretodo. Las hojas caídas de los árboles, mojadas por la lluvia de esa madrugada, se amontonaban sobre las veredas. El ómnibus acercándose, a lo lejos, le trajo el recuerdo del viejo tranvía que hacía tanto que ya no circulaba. Le hizo señas, subió y sacó el boleto. El guarda tenía la cara somnolienta, barbuda. Ariel no le prestó atención y caminó entre los asientos con paso distraído. Todavía flotaba en el sueño. Ocupó un asiento del fondo y sus pensamientos fluyeron contra el telón del paisaje que ya conocía de memoria, que casi nunca miraba. El mismo camino de los últimos treinta años. Vinieron a su mente retazos de la pesadilla que había tenido durante la noche.

Algunos tanques avanzaban por la avenida en dirección al Museo. Soldados armados a guerra entraban al edificio y revisaban sala por sala. Las paredes se estremecían como decorados de cartón pintado y el piso de tablas temblaba bajo el impacto de las botas. Rompían los cristales de las vitrinas con las culatas de las ametralladoras. Caparazones de mulitas, moluscos y tortugas, ágatas traslúcidas y puntas de piedras caían hacia afuera y rodaban por el recinto. Los soldados daban vuelta los cajones de los escritorios, las hojas de los biblioratos, los innumerables informes, las memorias anuales, las cartas; todo el material archivado desde años atrás era desparramado por toda la Dirección. Por último se llevaban al señor Díaz. Lo arrastraban de los brazos. En la pesadilla no alcanzaba a entender los gritos del hombrecito, pero sabía que en vano trataba de ser creído inocente. No intentaba sabotear la ceremonia de reapertura. Ignoraba además que los funcionarios a sus órdenes estuvieran urdiendo algún complot. Un poco antes de despertarse llegaba Rosita abriéndose paso con una espada de madera, con una larga peluca rubia al estilo Lady Godiva cubriéndole en parte el cuerpo desnudo.

- ¿Qué haces así, mujer? -le habia preguntado Ariel.

Ahora comenzaba a recordar más detalles: Rosita había desmontado de un extraño animal que al principio se parecía a un unicornio y que luego iba transformándose ante sus ojos, pasando por distintas formas hasta culminar en una suerte de caballo y perro gigantesco que respondía al nombre de Malón. No escuchaba que el animal fuera llamado en algún momento pero Ariel sabía en el sueño que se llamaba así. La figura de Rosita se veía aumentada de tamaño como por obra de esos espejos de los parques de diversiones.

Se escuchó un grito del señor Díaz. Las cortas piernas del hombre desaparecían, pataleando, en el interior de un camión con toldo verde. Un brillante zapato de charol cayó sobre la calle mugrienta y enseguida una bota le pasó por encima.

- ¿Decíme qué carajo estás haciendo acá?- gritaba Ariel, enfurecido ante el espectáculo de la desnudez de Rosita. Un viento súbito levantó las guedejas rubias descubriéndole los senos. Se cubrió el triángulo negro del pubis con una mano mientras blandía la espada con la otra.

Un nuevo alarido del señor Díaz en el interior del camión le impidió entender la respuesta de su mujer que sonreía con un brillo extraño en la mirada. En realidad le resultaba difícil concentrar su atención en lo que pudiera estar sucediendo con el director del Museo, no podía apartar la mirada de los pezones marrones, puntiagudos, que lo miraban como ojos. Fue entonces que reparó en aquél detalle: Rosita ya no tenía ojos. Había perdido los rasgos de la cara de un momento para otro. Ahora era sólo un óvalo enmarcado por largos cabellos rubios.

Una frenada del ómnibus le hizo perder el hilo de los recuerdos. Las imágenes del sueño rebotaron ante sus ojos y se desvanecieron instantáneamente en su cerebro. Por un momento le pareció que uno de los ojos-pezones se había instalado misteriosamente en el asiento de al lado. Miró con atención la fórmica beige y descubrió que en realidad se trataba de una mancha de sangre del tamaño de una moneda de diez pesos. Se le ocurrió que quizás él mismo podía estar sentado sobre una mancha como esa. Nunca se fijaba donde se sentaba. Su madre se lo reprochaba de niño cuando aparecía con un chicle pegado en los fundillas. El frío del asiento atravesaba su sobretodo y también el pantalón llegándole a las nalgas. Se entretuvo en imaginar el origen de esa sangre. ¿Una muchacha recién desflorada? ¿Una mujer menstruando? ¿Por primera vez? ¿Por última? ¿Un subversivo herido huyendo? Se encogió de hombros y abrió el diario. Las noticias sobre la inminente reapertura del Museo, cerrado enseguida del Golpe, continuaban a la orden del día. Recordó la mañana de principios del invierno cuando el capitán había ido a entrevistarse con el señor Díaz.

- La ceremonia está prevista para las nueve y quince. Bien puede ser que se inicie a las diez. Ya se verá. De todas maneras se aconseja que el personal del Museo esté en sus lugares de trabajo habitual media hora antes. ¿Queda claro? Bien. Se recomienda el uso de saco y corbata para los hombres, sin barba por supuesto. Y las mujeres nada de pantalones. Todas las funcionarias deben llevar polleras correctas. Por la rodilla creo que va a estar bien. Es probable que el Ministerio reparta una circular entre los jefes con indicaciones más precisas acerca de la vestimenta y arreglo personal de los funcionarios asistentes a la ceremonia.

- ¿Es cierto que va a venir el presidente...?-preguntó el señor Díaz.

- Por el momento no puedo adelantarle nada. Se han manejado versiones al respecto pero... ¡Pero no me interrumpa, Díaz!

- Disculpe, capitán, disculpe. Pensé que debía estar al tanto para extremar el cuidado de todos los detalles y si viene el presidente...

- ¡Díaz, Díaz! ¿Es necesario que le recuerde que el gobierno también son los comandantes?

Cualquiera de ellos si asiste a la ceremonia conmemorativa debe ser motivo de orgullo. Y debe ser un estímulo para que como usted mismo dijo, extremen el cuidado de los detalles. Ahora si no hay interrupciones me gustaría seguir con el ensayo. Recuerde que un funcionario debe estar cerca de la puerta para saber cuando llega la comitiva. Tiene que dar la impresión de que no está esperándola. ¿Comprende? Que sea algo espontáneo, natural. Primero van a llegar las motocicletas, luego la limusina de la guardia y detrás la de la escolta presidencial, en la tercera vendrá el gobierno. Luego los demás autos con las autoridades, invitados, prensa, en fin, todo el mundo. Cuando vean aparecer las motocicletas todos irán a sus puestos de trabajo. El encargado de las luces encenderá en primer lugar la araña principal. A propósito, Díaz, ¿cómo marcha la limpieza de la araña?

Un funcionario adelantándose unos pasos dijo:

- Faltan baldes y detergente.

El director del Museo lo miró severamente y se apresuró a contestar al capitán:

- Ya ordené que Intendencia pase la solicitud a Proveeduría. Yo creo que...

- ¿Qué es lo que usted cree, Díaz?- preguntó el capitán con tono arrogante.

-Que han surgido algunas dificultades con la licitación. Todavía no se presentó ninguna firma. Me parece que sería más rápido si se pudiera sacar la plata del rubro diario. Así evitaríamos que...

El capitán se fastidió. ¿Ya no le daban crédito al Estado? ¿Cómo es posible que no quieran venderle detergente y unos baldes de mierda? ¿Tanto les preocupa esperar unos meses para cobrar unos pesos? Además es plata segura. Parece que no les interesara la simpatía del gobierno. ¿Qué tiempos son estos? Seguramente intentan boicotear la ceremonia. Con baldes o sin baldes el Museo va a estar resplandeciente, carajo. ¡Aunque tengan que limpiarlo con la lengua! Las delegaciones extranjeras se van a morir de envidia. A ver qué escriben después esos hijos de puta de la pobreza de nuestro país y del mal gusto de los milicos. Ya me imagino a los estirados de los agregados culturales yendo como cualquier correvedile a pasar comunicaciones a sus embajadas para que se manden una ceremonia mejor que la nuestra la próxima vez que tengan que inaugurar algo! ¡El país necesita conmemoraciones como ésta! ¡La gente tiene que saber dónde están sus verdaderos héroes! No tienen que olvidar cuáles son sus obras. Y ahora este pelotudo cagatintas me sale con que los baldes y el jabón no alcanzan. ¡Qué laven cada pieza con la lengua! ¡Cómo me gustaría meterle la ametralladora en el culo a este viejo de mierda!

- Está bien, Díaz. Hágame llegar la solicitud que mañana mismo le pediré al subsecretario del secretario del Ministerio que le dé curso. Mientras que sigan con la limpieza de los pisos, las paredes y... ¡Ah! Fundamentalmente que se tomen los mayores cuidados para el traslado de la momia al salón principal.

Ariel y el señor Díaz entrecruzaron una mirada de asombro.

- ¿La momia?- balbuceó Díaz.

- ¡Sí! la momia.

- Pero... es un material tan delicado...

- ¡La momia, dije!

- ...no creo que se justifique su manipuleo...

- ¡Díaz!

- ... para una ceremonia tan breve...

- ¡Díaz!

- ... lo que no significa que le reste importancia, capitán.

- ¡Díaz! ¿Quiere dejarme hablar?

- Por supuesto. Disculpe, disculpe.

- La momia es una de las atracciones... qué digo una; es la mayor atracción de este museo. Es interés del gobierno y de las fuerzas vivas de nuestra sociedad que el mayor número de gente, el país en pleno, tome conciencia de una vez por todas, del riquísimo patrimonio histórico que el Museo posee. Es responsabilidad de todos, es tarea de todos, velar por la seguridad de la momia que nuestras pasadas generaciones han sabido preservar hasta el presente para honra de nuestro pueblo y ejemplo de las de- más naciones que siempre se han mirado en nosotros. ¿Se imagina usted, el orgullo de nuestro pueblo cuando se libren los comunicados oficiales exhortando a la población a concurrir al acto que tendrá lugar en la recientemente denominada Plaza del Museo, como finalización de los festejos del glorioso aniversario del proceso de Reconstrucción Nacional...? Me parece que lo veo. Me imagino la emoción que embargará a más de un alma recia, formada en las rígidas disciplina militares, cuando se lean los telegramas de felicitación de los gobiernos de nuestras repúblicas hermanas... ¡Ah! me olvidaba de Egipto. Sobre todo Egipto. Porque si no entendí mal, hay sobrados elementos de juicio, suficientes pruebas que apoyarían la versión de la procedencia oriental de la momia. Entonces, Díaz, yo me pregunto, y le aseguro que haga los esfuerzos por no indignarme, carajo; cómo se puede pretender ignorar la responsabilidad histórica, ineludible, que le cabe como representante máximo del Museo; cómo puede negarse a mostrar a la momia ante los ojos del mundo. No se olvida que algunos periodistas extranjeros de vocación democrática han sido invitados a venir al país para cubrir la ceremonia...

- Capitán, capitán, por favor no me entienda mal. En ningún momento he querido negarme...

- ¿Ah no?

- Sólo que temía por...

- ¡Temía! ¿Temimos nosotros cuando arriesgamos nuestras vidas para salvar a su museo de la vandálica acción de los grupos apátridas que quisieron subvertir nuestros valores tradicionales, destruir nuestras instituciones, socavar hasta los cimientos mismos de la sociedad en la cual se halla inserto el Museo? ¡Temía! ¡Temores! Agradecimiento, Díaz, agradecimiento. ¿No cuenta el agradecimiento para usted? ¿Y la Paz? ¿No vale nada para usted? ¿No agradece al gobierno que depositó su confianza en usted al dejarlo seguir al frente de esta institución?

- ¡Me ofende, capitán!- se le escapó un poco de saliva con la indignada protesta. -¡Cómo va a pensar eso de mí! No sabe cómo debí luchar al principio para poder convencer a los subalternos sobre la disciplina que era necesaria mantener. Si hasta he tenido enojos con amigos de toda la vida que me criticaron por aceptar un puesto del Proceso. ¡Disculpe! Lo digo en el mejor de los sentidos, excelencia... capitán. Siempre fuí demócrata. Toda mi familia. Yo convencí a la gente. Enseguida vieron que tenía razón. Sus hijos pudieron volver a las aulas con tranquilidad y confianza. Se vieron libres del flagelo de los profesores que intentaban deformar las mentes juveniles con doctrinas foráneas. ¡Me acuerdo de haber visto las fogatas donde quemaban los libros que no eran convenientes para...!

- ¡Está bien! Suficiente, Díaz. No es momento para dejarnos ir por las ramas. Ni es tarea de un civil pasar revista a las actuaciones del gobierno. Mejor sigamos con el ensayo. Quiero que la momia esté en el centro del salón principal. ¿Entiende?

El director tragó saliva, se secó el rostro con el pañuelo y carraspeó antes de asegurar que lo entendía. El capitán siguió:

- Bajo la lámpara que deberá estar perfectamente limpia. ¿Entendido?- giró la cabeza y alzó la voz para dirigirse a un grupo de funcionarios de guardapolvos grises, que en el salón contiguo lavaban las piezas de la araña que habían bajado al ras del piso. - ¿Entendieron, muchachos?

El director, Ariel y los demás respondieron a coro como si fueran alumnos saludando a la maestra.

- ¡Perfectamente limpia, capitán!

- Sigo con el cronograma entonces. Nueve quince o treinta llega la comitiva. Encendido de luces. El disco con el Himno deberá estar listo para que se empiece a escuchar cuando las autoridades lleguen al umbral. En la primera estrofa todo el mundo cantará. El disco se dejará sólo hasta la mitad para acelerar la ceremonia. Díaz, usted avanzará unos pasos hasta el Ministro de Cultura, si no viene él, puede ser que venga el de Agricultura y Pesca. Los saludos serán breves y corteses. No olviden que estará la televisión enfocando siempre. Luego, si el Presidente se hiciera presente, los funcionarios lo aplaudirán calurosamente y enseguida dejarán el camino libre para que él, o quién lo represente en ese momento y el cuerpo de guardia privada, avancen hasta el sarcófago. Es probable que el Ministro lea alguna cosa, dos o tres minutos. Luego, usted se acercará y dirá también algunas palabras. ¿Tiene escrito algo? Recuerde que quiero leerlo yo antes para asegurarme. Usted sabe que en estos tiempos hay que tener cuidado con lo que se dice. La infiltración apátrida está esperando rescatar frases irreverentes hasta de los labios de los mismos próceres. Por eso mismo hay que cuidar tanto la difusión de los textos y de las ideas... además hay que desconfiar siempre. Cierta prensa internacional ha tenido la cobardía de hacerse eco de asquerosas calumnias tendientes a debilitar la credibilidad exterior de nuestro gobierno. A ver, deme eso que escribió, Díaz.

El director le pidió a Ariel que le trajera una carpeta de la que sacó una hoja dactilografiada, plegada en dos, inmaculada y se la entregó al capitán que la acercó casi hasta la nariz. Leyó moviendo los labios y luego preguntó en tono de orden:

- ¿Me permite que le tache algunas cosas, Díaz?

- ¡Cómo no, capitán! Lo que usted juzgue más... apropiado.

- Más tarde se lo devuelvo, ahora proseguiré con los detalles. Le recuerdo que nada, absolutamente nada debe quedar librado al azar. El final de la ceremonia será una repetición del inicio: de nuevo el Himno, esta vez hasta el final. Que se escuche hasta que las autoridades se alejen en los autos. La luz de la araña se apagará recién cuando haya partido la última de las motocicletas de la guardia. La nota que le voy a corregir habrá que distribuirla entre los periodistas. Es probable que no alcance el tiem- po para leerla en su totalidad, Díaz; si le hago una seña, así, ¿ve? deje de leer enseguida, esté donde esté. Yo tomaré la palabra. A veces es necesario alterar un poco el orden de las ceremonias. Bueno, creo que por hoy es suficiente. ¿Alguna pregunta?

- Capitán, ¿será posible que pudiéramos contar con un pasadiscos para esa fecha?

- ¿No tienen tocadiscos?- rugió el capitán.

- No, capitán. He cursado varios expedientes desde que... bueno... antes nunca habíamos necesitado un aparato así. No se recibían visitas oficiales y...

- ¡Está bien! Le haré llegar uno. Banderas. No me diga que no tiene banderas. Al entrar me pareció ver una bastante buena.

El director sonrió aflojándose:

- ¡Banderas sí! Tenemos tres muy lindas que nos hizo llegar la Liga de Damas Patrióticas.

- Bien, entonces por el momento nada más, Díaz.

- Capitán... quería recordarle lo del detergente.

- ¡Cuente con eso! Buenas tardes.

Cuando el capitán iba a salir del recinto los dos guardias que estaban al lado de la puerta entreabierta se pusieron a su lado y caminaron mirando en derredor con aire desconfiado, olfatearon cierto olor desagradable. Cruzaron el salón pasando cerca de los hombres que trajinaban con la araña. Algunos focos arrojaban sombras chinescas sobre las paredes con manchas de humedad. El empapelado se había despegado en algunas partes. Los pisos de madera crujieron bajo las botas de los soldados de cutis cetrino. Al abrir la puerta una fuerte ventisca sacudió los caireles de la lámpara. Uno se desprendió y cayó contra el piso de tablas. El funcionario que no había podido atajar la pieza desprendida, se puso lívido al ver acercarse al director vociferando amenazas de un sumario administrativo por incompetencia.

- ¡Trate de conseguir una pieza parecida en cualquier parte y rece para que no se note la diferencia si no quiere que lo echen a patadas en el culo!

El hombre balbuceó una excusa. Cuando el director se alejó por un pasillo, corrió hacia un rincón oscuro y doblado sobre sí mismo vomitó violentamente.

 

Ariel recorrió los salones donde se amontonaban toda suerte de objetos inútiles, cubiertos de polvo y llegó hasta la oficina del director. Golpeó antes de entrar.

- ¿Me mandó buscar, señor?

- Pase. Siéntese, Ariel.

Ariel deslizó los dedos por las molduras del antiguo sillón y se sentó sigilosamente. Le sorprendió la voz iracunda del director que lo estaba apuntando con el dedo.

- ¡No me fume! ¿Cuántas veces se lo tengo que decir...?

Ariel recorrió ansioso la bruñida superficie del escritorio buscando un cenicero, cualquier cosa donde aplastar el cigarrillo y terminar con el sermón que sabía se le vendría encima. Finalmente, con un gesto de benevolencia el director le señaló un inmaculado tintero vacío. Se apresuró a aplastar la colilla y no pudo evitar quemarse los dedos. Con un gesto de dolor en su cara recordó al recio capitán fumando esos pestilentes cigarros ante la mirada complaciente del director que ahora le decía:

- ¿Usted sabe lo que sería un incendio para nosotros? La cantidad de libros, de papiros, aves embalsamadas... ¡Y los mapas! Ariel, los mapas del siglo XVIII. Pero si no es bueno siquiera pensarlo. Una vez, un poco antes de que usted entrara a trabajar aquí hubo un principio de incendio. Un cortocircuito dijeron, o un pucho mal apagado... No sé. Es una experiencia por la que no estoy dispuesto a volver a pasar. ¡No, señor! Además ya...

- Disculpe, señor...

- ¡Está bien! Hoy no quiero discutir, no quiero enojarme. Ya tuve bastante con ese miliquito prepotente. ¡Un mocoso de dientes de leche! Estoy seguro que ni siquiera había nacido cuando yo ya estaba al frente de este museo. ¡Fíjese! ¿Por qué me hace así con la cabeza? ¿Se piensa que soy tan viejo?

- ¡Pero, señor! ¿cómo se le ocurre?

- Bueno, bueno, vamos al grano. Necesito la mayor colaboración de todo el personal para conseguir que la ceremonia sea todo un éxito. Espero contar con el apoyo de todos. ¡De todos! Si no encuentro la disposición necesaria... la buena disposición, quiero decir, me veré obligado a aplicar sanciones. Sanciones graves. ¿Me entiende, Ariel?

El secretario miró las cornisas grises de enfrente, las palomas, una rama cerca del balcón, una mujer a lo lejos en una ventana. Suspiró:

- Lo entiendo, señor.

- A usted le tengo reservada la tarea más delicada.

Una chispa de temor cruzó por sus ojos. La mujer cerró las persianas. Ariel con cierto tono resignado dijo:

- Usted dirá.

- Quiero que se encargue del traslado de la momia.

- ¡Señor!- en el balcón que da al río, el súbito aleteo de las palomas asustadas. ¿La voz de Ariel? ¿Un ruido de la calle? La cara regordeta del director hinchándose en una sonrisa meliflua. Un enorme gato de dibujos animados.

- No me diga que no se va a animar a trasladarla desde el sótano hasta el salón principal, caramba.

- Señor Díaz, escúcheme, por favor. ¿Usted sabe el riesgo de deterioro que ya está corriendo en el lugar donde está ahora? Hace más de un año que estamos mandando expedientes sobre la humedad y los arreglos que se necesitan. No creo, sinceramente, que resista un traslado en las condiciones en que debe estar a esta altura del...

- ¿Y usted, Ariel?

- ¿ Yo qué, señor?

- No me diga que usted sí está en condiciones de resistir un traslado.

Una sirena pasó aullando en la calle. El viento movió las ramas cerca de la ventana. Un olor desagradable flotaba en el ambiente aunque los hombres parecieran ignorarlo. Ariel murmuró casi para sí mismo:

- No le entiendo.

- Ya se me está haciendo el idiota. ¡Usted es un hombre inteligente, no es ningún pelotudo! No voy a arriesgar mi cargo porque usted tenga miedo por la integridad de un montón de trapos sucios que rellenaron de mierda hace miles de años. ¡Mire lo que me hace decir! Le confieso que estoy nervioso. Hace noches que no duermo. Desde que me enteré que querían reabrir el Museo de un día para otro. Usted sabe cómo son estas cosas. Hace más de treinta años que trabajo para el Estado. Hoy están unos y mañana otros. Si uno quiere progresar en la vida, si se quiere conservar el cargo... Y bueno, Ariel, la verdad es que hay que estar bien con Dios y con el Diablo. No, no me diga que le parece una filosofía barata...

- Yo no dije que...

- Ni falta hace. Se le nota en la cara. Yo sé leer entre líneas y sé qué me está diciendo con esa mirada. Usted ya no es tan joven, caramba. A veces me da la sensación de que es un idealista; que todavía tiene sueños de pendejo. Se lo digo sin ánimo de ofenderlo. Recuerde una cosa nomás: los hombres pasan y las instituciones quedan. Pero yo quiero conservar mi puesto todo lo más que pueda. Todavía no llegó mi momento de pasar. ¿Entiende?

- ¡Yo también quiero conservar mi trabajo, señor!

- Entonces no perdamos más tiempo. ¿Sí? Hágame el favor: quiero una lista con los nombres de los peones que crea más aptos para un trabajo de este tipo y me la hace llegar cuanto antes. Avísele al personal que de aquí en más cualquier otra tarea es suspendida. El traslado de la momia y la limpieza del edificio para el día de la ceremonia es prioridad uno. ¡Prioridad uno! ¿Me entiende? ¡Ah! recuérdeme mañana llamar al Ministerio para preguntar cuando nos van a firmar la nota para el pedido del detergente. De paso, vamos a aprovechar a pedir unos litros demás, porque seguro que después, hasta que no haya otra ceremonia no nos van a dar un carajo.

- Señor, permítame una palabra nada más.

El director se aflojó el nudo de la corbata y lo miró con un fastidio indisimulable.

- ¿Qué quiere, Ariel?

Ariel apoyó las manos en el brazo del sillón y se adelantó un poco hacia el escritorio. Su imagen se reflejó sobre la superficie.

- No me gustaría que piense que intento desconocer su autoridad. Siempre he sido muy respetuoso de las jerarquías y usted sabe que acaté siempre sus decisiones...

El director movió la cabeza de un lado a otro en suave vaivén, sonrió irónico. Un gato relamiéndose con plumas entre los dientes.

- ... y nunca me atreví... Digo, nunca se me pasó por la cabeza cuestionárselas, pero en el presente caso... creo que es muy grave la situación sobre...

El gato saltó erizado sobre el hombre:

- ¡Basta! ¡Basta! ¿Pero cómo se atreve? ¿Qué se ha pensado? ¿Quiere que me corten la cabeza? Me imagino lo que pensará: que caiga la cabeza del viejo. ¡Total! Es un viejo gagá, arterioesclerótico, maniático. ¿No? Un viejo que no entiende nada. Un viejo que está a favor de los milicos...

- No señor. Eso no...

- ¡Cállese la boca, Ariel! Mire que todavía tengo cojones para defenderme. Sepa, señor mío, que si estoy donde estoy es porque siempre supe hacer lo que debía. Tengo más visión que usted, que Gurmendez y que todos ustedes juntos que se pasan arreglando el mundo sin otra cosa que revolver la taza de café. Sepa, Ariel, que en estos tiempos tan difíciles he sabido hacer de este museo una institución digna de respeto, mantenerlo vivo; aún cuando es- tuviera cerrado y sin utilidad alguna aparente. ¿Por qué se cree que lo eligieron como lugar para la celebración de un nuevo aniversario del Proceso? ¿Por qué se cree que lo van a volver a abrir? ¡Váyase! ¡Váyase de acá! Y póngase a trabajar. Ah, y una cosa más: no quiero escuchar gente murmurando en los pasillos ¿Entendido?

Ariel salió con la cara enrojecida, llevándose por delante a una mujer de guardapolvo grisáceo que a duras penas logró evitar la caída del vaso de té que le llevaba al director. Se disculpó con una frase incoherente. La mujer le sonrió comprensiva. Ella entendía. Adoptó los modales más educados y sumisos que se le ocurrieron y entró en la oficina. Depositó el vaso en el escritorio, cerca del director que enseguida revolvió el té con malhumor. Las hormigas que habían sido cuidadosamente introducidas en el líquido giraronen el interior, pero el hombrecito no pudo des- cubrirlas por causa de su miopía.

 

El día de la ceremonia había llegado. El olor a pintura fresca no alcanzaba a eliminar el aroma nauseabundo que surgía de los sótanos del viejo edificio. Ariel no podía apartar la mirada de la esfera de su reloj. Díaz no aparecía a pesar de que ya era la hora del inicio. Por momentos le parecía verlo llegar, avanzando en la persona de cualquier invitado, de esos que entraban sonriendo concierta timidez al recinto iluminado a pleno; pero enseguida se daba cuenta de que era su impaciencia la autora de la confusión. Se imaginaba el traje brillante del director, su cor- bata al tono, el pañuelo asomando del bolsillo del saco y sus cabellos teñidos, ralos, peinados cuidadosamente, trenzados, para disimular la calvicie que pronto reinaría en su cráneo. Casi podía ver los pequeños ojos de ratón achicándose en un gesto de honda satisfacción al mirar hacia el centro del salón, bajo cuya gigantesca araña de cristales con centenares de lamparitas encendidas, reposaba la momia, pensó para distraerse en cualquier nadería. En la ignorancia terrible de la momia por ejemplo. Supina bobada, ¡bah! ¿Por qué razón la momia iba a saber más que otro muerto? Su calidad de momia no la elevaba por cierto, de la nada absoluta de la muerte. Pensó también, cómo habría sido su vida allá, cuando vivía en tierras ignotas, mirando cielos y horizontes parejos, interminables. Seguramente a la persona que hubiera sido la momia jamás se le habría ocurrido imaginar un momento como éste, rodeado de visitantes de una civilización más cercana a la destrucción nuclear que a Osiris o a los dioses indígenas.

Rosita suspiró a su lado.

- ¿Te aburrís?

- ¿Tengo cara de aburrida?

- No.

- ¿Entonces...?

- Decía nomás. Por decir algo.

- ¡Ah! ¿Dónde está el Director? No lo veo por ninguna parte.

- ¡Ojalá lo supiera! Ya todo el mundo está intranquilo.

Rosita no lo escuchó. Caminó hasta una vitrina donde estaban expuestos extraños caparazones de animales, posiblemente marinos. Se inclinó apenas para leer el cartelito pegado del lado de adentro del vidrio. Las costuras del vestido estampado apenas le permitían moverse y se veía obligada a caminar como si estuviera cagada. Cuando volvió junto a Ariel comenzó a mover el cuello de derecha a izquierda sólo un poco, como una vieja muñeca. Echó de menos los anteojos que había olvidado en su casa porque sin poder agacharse no había alcanzado a leer nada.

En ese momento se escucharon los primeros acordes del Himno. Hubo un aplauso cerrado ante el paso de las autoridades que fueron ingresando al salón con un despliegue de charreteras y botas. Un sacerdote barrigón corría con pequeños pasitos detrás de los generales. Ariel sintió que se le aceleraba el pulso cada vez más. ¿Dónde mierda se había metido el director? Vio a Gurmendez, el capataz que había estado encargado del traslado de la momia, que le hacía unas señas ininteligibles. ¿Qué le pasaba esa mañana? Unas horas antes cuando le había abierto la puerta del Museo para dejarlo entrar lo había encontrado nervioso, casi asustado. Nunca antes lo había visto así, con el rostro pasándole del rojo al blanco más intenso. Gurmendez se abrió paso entre la gente.

- No va a venir.- le susurró cuando estuvo a su lado. Rosita estiró el cuello todo lo que pudo para escuchar mejor.

- ¿Cómo sabés? ¡Qué disparate estás diciendo!

-Los ojos de Gurmendez se agrandaron (Ariel hubiera jurado que miraba a la momia con una manifiesta expresión de temor) mientras decía:

- Sé lo que le digo. No va a venir, Ariel, no viene.- se llevó un pañuelo a la nariz. Recién entonces Ariel reparó en el hedor que se le metía por la nariz. Gurmendez estiró una mano para saludar a su mujer.

- Perdo... perdóneme, se... se... señora. No... no la había visto.

Rosita enarcó las cejas y se dejó estrechar la mano sin entusiasmo tratando de evitar cualquier movimiento que le descosiera el vestido.

- ¿Te acordás de Gurmendez, vieja?

Ella asintió con la cabeza mientras se llevaba un frasquito de "Avant le fetê" a la nariz. Ariel de reojo observó la impaciencia de los militares que vigilaban la entrada principal esperando ver al director (¿o esperaban la llegada del Presidente?) en tanto abrían y cerraban la boca siguiendo las estrofas del Himno que surgía de un disco que giraba en un viejo aparato. Algunos sacaban los pañuelos y fingían secarse el sudor aunque en realidad trataban de aliviarse de esa mezcla de formol con algo similar al olor de los excrementos y trapos quemados.

Gurmendez le tironeó del saco.

- Ariel, decí vos el discurso.

- ¡Estás loco!

- Dale yo tengo el papel.

- ¿Qué papel?

- Ese... el... de... del... El del discurso, Ariel.

Metió una mano en el pantalón y extrajo una hoja doblada en cuatro. Se la tendió con la misma precaución con la que hubiera manejado una granada. Un relámpago de duda asaltó a Ariel. La momia resplandecía blanca, inmaculada bajo las luces.

Desplegó el papel. Era una hoja tamaño oficio dactilografiada. Tenía algunas tachaduras y correcciones en lápiz efectuadas por el capitán que había venido encargándose de la ceremonia y que en ese preciso instante llegó hasta ellos con el ceño fruncido.

- ¡Me quieren decir dónde está ese viejo pelotudo!

- No sé.- dijo Ariel. Gurmendez permaneció lívido y callado.

- ¿Llamaron a la casa?

- Sí. Estaba la empleada, capitán. Dijo que esta mañana ella se levantó a las siete como siempre y que el señor Díaz ya había salido. Pensó que ya estaría aquí.

Un general de nariz colorada se abrió paso entre la gente. Al caminar las condecoraciones bailoteaban sobre el engalanado uniforme. El joven capitán se cuadró abandonando su habitual arrogancia, haciéndole la venia.

- ¿Qué pasa, capitán? ¿Por qué no empezamos de una vez? Mire que ya vino todo el mundo.

- El director, general.

- ¿Qué pasa?

- Todavía no llegó.

- ¡Cómo! ¿Usted no le aclaró que tenía que estar aquí con tiempo de sobra?

- ¡Sí, sí, general! Estaba todo controlado.

- ¡Ya veo, capitán! ¿Llamó a la casa?

- El secretario llamó, general. Salió muy temprano.

- Entonces...

- No sé, general, habrá desaparecido...

El superior le lanzó una mirada furibunda. El capitán se ruborizó como cogido en falta; sin saber exactamente de qué, se disculpó con palabras atropelladas. El general lo apartó de un empellón y se enfrentó a Ariel:

- ¡Usted!- se llevó un pañuelo a la nariz sin disimulo.

- ¿Si?

- Diga el discurso que estaba programado.

Rosita sonrió. Las costuras del vestido que la tenían inmovilizada le apretaron todavía más. Su pose se hizo más envarada aferrando la cartera de charol. Sus ojos trataron de perseguir el potente reflector del iluminador que seguía los desplazamientos del camarógrafo. Llamó a su marido con voz soñadora.

- Ariel...

Ariel trató de prestarle atención y al mismo tiempo miraba al general que le ordenaba con un gesto breve y colérico que diera comienzo a la lectura. Pensó que debería explicarle que no era correcto que un simple secretario leyera el discurso del director; que sería conveniente esperar por lo menos diez minutos más. Pero por alguna razón que nunca le quedaría del todo clara, comenzó a caminar hasta el improvisado sarcófago hecho con una vi- trina barnizada y claveteada a los apurones. El general, el ca- pitán y Rosita siguieron sus pasos.

- Ariel.- insistió la mujer.

- ¿Qué querés?

El general se impacientó:

- ¡Vamos, hombre, vamos!

- ¿Saldré en televisión?- preguntó Rosita.

- ¡Sí, señora, sí!- gruñó el general.

Rosita se colgó del brazo del general y escuchó el ruido de la tela rajándose en alguna parte.

- Capitán...

- General, señora, general.

- ¡Ah, lo felicito! Le voy a preguntar algo.

- ¡Vamos!- ordenó el capitán a Ariel, quien comenzó a leer mientras se superpuso la voz de su mujer preguntando:

- ¿Verdad que me parezco a Rita Hayworth?

- Se escucharon unas carcajadas disimuladas como toses.

Gurmendez comenzó a alejarse lentamente del grupo mirando en dirección de la salida. La masa alargada yacía bajo los vidrios, ¿algo más hinchada que antes? Sus blancas envolturas (¿más blancas que antes quizás?) resplandecían con la iluminación. Ariel no podía apartar la mirada de la momia que hoy, por primera vez se le antojaba una desconocida. a lo largo de toda la lectura sus ojos irían y vendrían del papel a la momia.

- ... enorme honor poder recibir hoy aquí...

Volvió a escucharse la voz de Rosita:

- ¿Verdad que me parezco a Rita Hayworth?

- ... a las autoridades y demás invitados- ("Qué limpias están las vendas, realmente")- para conmemorar este nuevo aniversario del Proceso...

- Se escuchó la voz del capitán en sordina:

- ¡Señora, por favor! Si no se calla vamos a tener que expulsarla del Museo.

Y Rosita indignada:

- ¡Cómo se atreve! ¿Usted sabe quién soy?

Varias invitadas se dieron vuelta para observarla mientras se abanicaban y tapaban sus bocas con los pañuelos y trataban de esconder los frascos de perfumes. Por un momento sonrieron olvidando el olor.

- ... halagado de poder afirmar que se conserva aquí un invalorable acervo, la memoria viva para nuestras futuras generaciones, un rico patrimonio- ("La nariz apuntando al techo, ¿casi aguileña ahora? Igual que la del señor Díaz cuando se enojaba... ¿cuándo se enojaba?")- un testimonio cultural...

La puerta se cierra detrás de Gurmendes que ha logrado salir del salón y que ahora tratará de deslizarse por los pasillos húmedos, semiderruidos, por los vericuetos del edificio a los que el público no tiene acceso.

- ... al que siempre deberá recurrirse para la conservación de objetos antiguos y piezas únicas como ésta...

- Rosita contempla la vitrina y sonríe, haciendo caídas de ojos, casi enceguecida por la continua exposición a las luces de la televisión

- Gurmendez está por alcanzar una de las puertas del edificio donde están apostados varios soldados. Piensa que no le resultará difícil pasar junto a ellos, siendo como es, un funcionario del Museo.

- Ariel siente unas irresistibles ganas de fumar, pero la cabeza de la momia parece ir surgiendo debajo de los vendajes. Seguro que en su lugar aparecerá la cara regordeta del director, maldiciéndole por su peligrosa costumbre de fumar que puede convertir en cenizas al Museo.

- ... orgullo de nuestra institución que hoy exponemos ante vuestros ojos y ante la mirada de todo el país...

- Afuera la ventisca amenaza con transformarse en tornado. El viento arremolina hojas acartonadas, las levanta por el aire y las desparrama contra las columnatas del Museo. Enfrente, alrededor de la Plaza, esperan varios camiones del ejército, algunos automóviles oscuros, lujosos, y el camión del Canal. En la puerta principal, cuatro soldados, ametralladoras en mano tiritaban de frío, cubiertos por los ponchos que el viento les vuela.

Por una de las calles del costado, de las que bajan hasta el río de aguas amarronadas, aparece la figura de Gurmendez, desafiando al viento y a las primeras gotas. A excepción de estos hombres, no parece existir más vida en las calles cercanas. Ni siquiera automóviles circunvalan la Plaza, ya que el tránsito desde horas antes ha sido desviado por avenidas paralelas. A pesar del mediodía que está cercano, diríase que aún continúa la noche, en la que poco a poco, la silueta de Gurmendez se va desdibujando hasta desaparecer.

En el interior del Museo, la voz de Ariel, con claros signos de cansancio continúa elevándose entre la concurrencia. Rosita, extrañamente callada ahora, teme por la integridad de su vestimenta. Siente que sus miembros se van aflojando un poco más con cada nueva rajadura. Sus senos van a escapar de la prisión de la tela en cualquier momento "¡Maldita harpía! "Está segura de que Mecha le hizo mal el dibujo deliberadamente para arruinarle con un papelón la mejor velada de su vida. Pero no tiene que dejar de sonreír bajo ninguna circunstancia. Allí está la televisión y su marido se está luciendo por primera vez en todo el tiempo que lo conoce. La cara que van a poner en el barrio cuando la vean aparecer en los noticieros. Con un poco de suerte hasta pueden llegar a pasar toda la ceremonia en cadena nacional.

- ... ningún esfuerzo es poco cuando se pretende conservar para el bien de la humanidad, un testimonio cultural que nos permitirá comprender nuestra historia, nuestro presente y predecir también el brillante futuro...

Ariel tiene la sensación de que las paredes recientemente blanqueadas comienzan a girar, y con éstas, todos los asistentes, desde Rosita, convertida en una muñeca estática, con una solapa descosida, las mangas despegadas de los hombros del vestido, la falda sostenida milagrosamente por dos o tres hilos; el general con su nariz de borracho; algunos señores con caras solemnes, descompuestos como todos por el olor inmundo; las señoras con sus pieles, también solemnes, descompuestas y aburridas; el sacerdote, que acostumbrado al olor de las almas dormita con los dedos entrecruzados piadosamente sobre la barriga, hasta los tipos de la televisión. Todo, todo le da vueltas como en una calesita. Lee con mayor velocidad, las palabras salen de su boca sin que el cerebro tenga tiempo necesario para clasificarlas y entenderlas. Un zumbido se instala en sus oídos. Ante sus ojos, mezclándose con las letras, comienzan a estallar un sin fin de lucecitas de colores que relampaguean sin cesar. Está seguro de que el ruido que escucha es el de su propia sangre recorriendo las arterias, galopando hacia el centro de su cuerpo donde parece encolerizarse, burbujear y volver a salir para seguir recorriéndolo de los pies a la cabeza.

© Ricardo Rodríguez Pereyra, Buenos Aires, 2004.

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