La reina de las flores |
Dicen que doña Rosaura nunca estuvo muy
convencida de dar su consentimiento para que Rosita se presentara a
competir por el título de Reina de las Flores; pero como ella sabía que
a su esposo no le quedaba mucho tiempo de vida, pensaba que si su hija
llegaba a ser elegida, él se iba a sentir orgulloso y sin duda el triunfo
de su hija iba a ser su última alegría, o mejor dicho una de las pocas
alegrías que habría tenido a lo largo de toda su vida grisácea. En
realidad, él había vivido para su mujer y las dos chicas. Se habían
casado cuando ya pasaban los treinta y nunca habían pensado en dejar el
pueblo. Apenas una vez habían ido de veraneo a la playa cuando las hijas
eran pequeñas. El tiempo se había deslizado tan rápido,
como si hubiera sido contado en una de esas biografías que a Rosaura le
gustaba leer, como si no se hubiera tratado de sus propias vidas. Cuando
quisieron darse cuenta, Martín se había jubilado del Banco sin haber
logrado alcanzar un buen puesto, de eso hacía ya dos años. Ella lo había
ayudado siempre cosiendo para afuera y seguiría haciéndolo hasta que
pudiera sostener la aguja y pedalear en la vieja Singer. Por eso había
aceptado aunque no le gustaba demasiado la idea de que su hija menor
desfilara medio desnuda delante del jurado, integrado por los viejos señores
del pueblo, a los que la edad colocaba más allá del bien y del mal; esos
respetables ancianos lograrían darle al acontecimiento un aire de
honradez y beneficencia, que en otra circunstancias, habría despertado la
crítica hasta de sus propias esposas. Pero los tiempos habían cambiado y
la misma Secretaria de Cultura del pueblo, una oscura profesora de canto
de colegios secundarios, iba a formar parte del jurado del concurso.
Rosaura en el fondo soñaba con un destino diferente para su hija. Clara,
su hija mayor, ya estaba encaminada, el año próximo se casaría con
Mariano, el joven heredero de uno de los campos más grandes de la región.
A Clara, cuya timidez la hacía parecer más fea de lo que en realidad
era, nunca se le hubiera ocurrido presentarse a un concurso de belleza,
tal vez por su naturaleza callada, más propicia a mirar hacia adentro que
a mostrarse ante los demás. Rosita era diferente, más charlatana, extrovertida,
siempre riéndose por cualquier motivo y rodeada de un grupito de chicas y
muchachos. Por eso Rosaura, se había sorprendido mucho, cuando Clara le
avisó que iban a venir los padres de Mariano a pedirla en matrimonio. Eso
había ocurrido por la misma época de la jubilación de Martín; el
noviazgo se había deslizado desde entonces en forma tranquila y sin
sobresaltos, casi a la antigua, con largas despedidas en el zaguán y los
clásicos paseos por la plaza, que las parejas de enamorados venían
haciendo desde la fundación del pueblo y algunas visitas que a veces
realizaban en compañía de la hermana menor. Todos esperaban que Clara y
Mariano tuvieran muchos hijos y la vida de ambos transcurriría apacible,
dichosa y sin sobresaltos económicos. A Rosaura le hubiera gustado que
Clara siguiera estudiando, pero después de terminar el secundario, donde
nunca se destacó ni por buena ni por mala, decidió que seguiría un
curso de corte y confección para ayudar a la madre. Rosita en cambio, había empezado a
estudiar computación en una academia y seguía con el inglés que había
comenzado años atrás con la señorita Ilse. Rosaura la escuchaba a veces
hablando con sus amigas de que cuando fuera mayor se iba a ir a la capital
para trabajar como secretaria ejecutiva. Entonces, al escuchar el anuncio
en la televisión, de La Reina de las Flores, fue corriendo a decirle a
sus padres que quería participar. A Rosaura, la muerte del marido,
sorpresiva a pesar de lo delicado de su estado, la llenó de dudas acerca
de si por las cuestiones del luto debería finalmente retirar a Rosita del
concurso; pero por otro lado no tenía fuerzas para discutir y además
hubo mucha gente que se acercó para darle ánimos y alentarla diciéndole
que su hija tenía probabilidades de ganar y aunque no resultara así, les
vendría bien tener algo en qué entretenerse en esos días tan tristes.
La ilusión de tener una reina en la casa, aunque sólo fuera de las
flores y por un año, les ayudaría a sobrellevar mejor la ausencia del
padre. Clara se encargó de terminar de convencer
a Rosaura. -Dale, mamá, dejala que se presente. ¿Qué
tiene de malo? Ya hace dos meses que papito se fue. Hasta Mariano me decía
el otro día que eso le iba a ser bien a Rosita, pobrecita, con lo mimosa
de papito que siempre fue... Así que Rosita se presentó y desfiló en
el Club Social del pueblo con varios vestidos de calle y fiesta y también
en trajes de baño. Fue muy aplaudida cuando desfiló con su diminuto dos
piezas y su número nueve de cartón entre las manos. Rosaura no quiso ir
al club pero la vio en el noticiero de la televisión el mediodía
siguiente en una toma de conjunto. La habían acompañado Clara y Mariano,
quien aplaudió con entusiasmo cada vez que desfiló por la pasarela,
sorprendido al descubrir que su futura cuñada se había transformado en
una bellísima mujer. Aunque Rosita no logró alcanzar el título de reina
fue coronada segunda princesa. La madre las esperó levantada esa noche y
a través de los visillos vio como sus hijas bajaban contentas, del auto
de Mariano. Rosaura, muerta de sueño, apenas tuvo fuerzas para abrazar y
besar a su hija, pero no se quiso ir a la cama antes de encontrar un lugar
destacado donde colocar la pequeña copa de hojalata. Y por un segundo, al
mirar ese trofeo al lado del retrato en blanco y negro de un Martín joven
y sonriente, en una instantánea de varias décadas atrás, la recorrió
un escalofrío. Esa madrugada, Mariano no se quedó
despidiéndose como siempre en el zaguán porque era demasiado tarde.
Antes de irse, besó a Rosita en la mejilla y la felicitó por su triunfo,
augurándole el reinado para el próximo año y luego besó a Clara; ella
aprovechó para sacarle con la punta de los dedos varias brillantinas
diminutas del maquillaje de la hermana que
se le habían aherido a la cara. Y en ese momento, aunque sonreía,
tuvo un mal presentimiento. Las compañeras de Rosita nunca se
enteraron de la carga que a veces le ocasionaba su belleza. En el fondo
siempre había sabido que no iba a lograr ser feliz en el pueblo donde el
destino había querido que naciera, nunca iba a vivir la vida de esas
chicas de la capital, que aparecían sonrientes en las revistas de
actualidad, siempre acompañadas de lindos hombres que estaban dispuestos
a ponerles el mundo a sus pies. Se decía a sí misma que de haberle
gustado estudiar en serio, y no perder el tiempo en cursos de todo, que
siempre abandonaba, ahora podría destacarse siendo la médica del pueblo,
la veterinaria, o incluso la notaria, pero a duras penas había terminado
el secundario. Durante un tiempo le prometieron un empleo en el mismo
banco donde había trabajado su padre, pero nunca se concretó. Cuando fue elegida reina la cabeza se le
llenó de burbujas como si hubiera bebido toneladas de licor. Tuvo que
viajar dos veces a la capital, invitada por una radio y por una editorial
de poca importancia que se especializaba en publicar semanarios con
chimentos del espectáculo, por relaciones de una agencia de publicidad
cuyo dueño le debía favores a uno de los integrantes del jurado. En
realidad había viajado ella, porque no había ninguna otra interesada. Ni
la reina, ni la primera princesa estaban dispuestas a viajar en ómnibus,
siete horas a la capital, para salir en la prensa amarilla y en una audición
que se trasmitía casi de madrugada. Algunas de las fotos aparecidas en
semanarios baratos y tan llenos de tinta que obligaban a lavarse las manos
enseguida de leerlos, le resultaron verdaderamente horribles, aunque en
realidad nada podía conformarla. Lo que realmente deseaba era que la
llamaran de la televisión y ser
descubierta por un representante de estrellas que la convirtiera en una
celebridad de la noche a la mañana. Pero nada de eso había sucedido y
pocos meses después ya nadie parecía recordar que ella era la Segunda
Princesa de la Reina de las Flores. Sólo volvió a brillar una noche del
año siguiente, fugazmente, en el momento de entregarle su coronita de
alambre dorado a la nueva segunda princesa, aunque en esa oportunidad
nadie pareció reparar en ello, porque las miradas y los aplausos eran
para la reina, por supuesto. Cuando Mariano comenzó a asediarla, ella
se resistió. Era el novio de su hermana, se decía, aunque el muchacho
siempre le había gustado, no
se podía permitir una cosa así. Eso fue al principio, pero después no
tuvo demasiada fuerza, o la entereza necesaria y una noche de verano le
entregó su virginidad en el asiento de atrás del auto escondido en el
bosque; el acto en sí había resultado demasiado rápido y a su inexperiencia
se habían mezclado la incomodidad del lugar, el calor y el apresuramiento
y la torpeza del muchacho, tironeado a un tiempo por el deseo y por la
culpa. Ella hubiera preferido que las cosas fueran de otra manera, una
velada romántica en una lujosa suite con un balde lleno de hielo y
champagne como en los teleteatros pero entonces empezó a pensar que la
vida no era un teleteatro, sino una película, mala a veces, que terminaba
demasiado pronto, sin darnos tiempo a entender del todo el argumento. Rosita siempre se había reído de la
madre y de las tías, cuando aseguraban que los hombres no se casaban con
las chicas que se entregaban antes del matrimonio. Al final siempre se
convertían "en mujeres de la vida". Estaba convencida de que
eran consejas de vieja; bastantes ejemplos había en el pueblo de que eso
no era así en la vida real. Pero no contó con algo sencillo, Mariano
pensaba igual que su madre y sus tías y por lo tanto, no sólo no se casó
con ella, sino que tampoco se casó con la inocente y traicionada Clara.
Al poco tiempo de desencadenarse el escándalo, el joven terrateniente
partió hacia la capital para proseguir sus estudios de agronomía, según
una escueta noticia aparecida en la Sección Sociales del periódico
local. Rosita se quedó con el recuerdo de aquéllas
cuatro noches que sucedieron a la primera, a lo largo de un mes, fuera y
dentro del vehículo, alguna vez en medio del bosque, sobre una manta y
con la visión de un cielo nocturno lleno de estrellas, asomando entre los
árboles. Mientras Mariano la poseía ella sentía las piedritas y los
guijarros que se le incrustaban en la espalda a través de la tela. Nunca
se habían desnudado del todo por el temor a ser descubiertos, como si de
haber ocurrido, el hecho de estar con ropa hubiese representado un atenuante.
Talvez lo más positivo de la relación para Rosita, o premio consuelo
como correspondía para una segunda princesa, fue que Mariano había sido
lo suficientemente cuidadoso y no la dejó embarazada. Años después
volvió a verlo en la plaza del pueblo, iba con su mujer, una rubiecita lánguida
de la capital, que llevaba un bebé en brazos. Mariano la había mirado
como si le costara recordar de quién se trataba y apenas la saludó con
una inclinación de cabeza. Ella sólo le sonrió al bebé. Nunca supo en realidad, si fue la madre o
Clara, la primera en volver a dirigirle la palabra después que Mariano le
devolvió todas las cartas y todos los regalos a la hermana, dejándola
rodeada de un montón de objetos que de pronto se habían vuelto trastos
apilados en todos los rincones y cajones de la casa. Ambas parecieron
confabularse en un indignado silencio del cual sólo el paso del tiempo
logró arrancarlas. Después la rutina y la vida misma con sus resfríos y
las reglas femeninas, con sus alegrías y sinsabores, esa suma de
acontecimientos cotidianos, pareció ir deshilvanando de sus recuerdos
aquel episodio. Al principio, a la pena de Clara, se le sumaba la vergüenza
del qué dirán, pero afortunadamente, según comprendió después, un escándalo
no dura para siempre y en el pueblo siempre estaba ocurriendo algo que era
un nuevo motivo de habladurías. Hasta el cura pareció olvidarse y volvió
a tratar a Rosita con el mismo aparente respeto de siempre, a pesar de que
la muchacha fue espaciando sus confesiones hasta que perdió
definitivamente el registro de cuando había sido la última vez que había
llegado hasta el
confesionario. Rosita prefería ir a la iglesia fuera de los horarios de
misa, cuando no había casi fieles que se dieran vuelta a mirarla y
cuchichear; se sentaba en un banco en mitad del templo y se quedaba
absorta contemplando los vidrios de colores y así, pensaba y rezaba al
mismo tiempo. Una mañana encontraron a la madre muerta
en la cama. Rosita se había levantado nerviosa sin poder explicarse qué
cosa estaba fuera de lugar. Le llamó la atención que la jaula del
canario estuviera todavía tapada ya que su madre se levantaba antes de la
siete y lo primero que hacía era destaparla. Sobre la cocina no estaba
hirviendo el agua ni tampoco estaba la mesa preparada para el desayuno.
Clara apareció arrastrando los pies, restregándose los ojos, la noche
anterior se había quedado cosiendo hasta muy tarde. Cuando vio la expresión
de Rosita se despabiló de golpe y corrió hasta el cuarto de la madre,
enseguida llamó a gritos a la hermana. Luego vino el médico y la casa se
llenó de vecinas y cuando quisieron acordar, ya estaban bajando de un
auto, en la puerta de la casa, de regreso del cementerio. Rosita comenzó a ayudar a Clara con la
costura. Al principio le costaba hasta enhebrar la aguja pero enseguida se
las ingenió y hasta descubrió que coser no la disgustaba del todo. Las
clientas de siempre siguieron viniendo y aún se sumaron otras nuevas atraídas
por la posibilidad de ver a la antigua princesa ahora modista. Incluso,
alguna de las que se habían presentado ese año y que no habían obtenido
ningún premio, venían a compararse con ella, a ver cómo las había
tratado el paso del tiempo y aunque nunca lo iban a reconocer públicamente,
la mayoría sabían que salían perdiendo. Rosita, en la mitad de la
treintena, aún mantenía su larga cabellera rubia que ahora llevaba
recogida en un prolijo rodete que le agregaba algunos años pero que al
mismo tiempo le confería cierto aire distinguido que antes no tenía.
Además, conservaba una silueta delgada frente a las otras que luego de
varios embarazos lucían rollos por los cuatro costados, rollos que
precisamente las modistas eran las encargadas de disimular y hasta ocultar
cuando era posible. Clara en cambio parecía más vieja aunque siempre
estaba de buen humor, como si las tristezas del pasado no le importaran
nada. Nadie podía decir que hubiera
rencor en su mirada y cuando se refería a la hermana, estuviera o no
presente, lo hacía de manera afectuosa. Con el paso de los años se había ido
estableciendo una unión casi enfermiza entre las hermanas. A tal punto
estaban unidas que una no quería viajar sin la otra ni siquiera a la
capital, cuando muy de tanto en tanto, debían comprar telas. Nada les
parecía mejor que salir siempre juntas. Se las veía por la plaza algunas
tardes y a veces hasta tomando un aperitivo en la confitería principal.
Mucha gente empezaba a confundirse y a pensar que no habían sido ellas
las protagonistas del aquel viejo escándalo juvenil y eso daba lugar a
algunas charlas a algunas matronas aburridas. Pero lo que realmente
sorprendió a muchos fue la noticia de que Rosita se iba a casar con un
viajante de comercio. Parece que el hombre había comenzado a tratar a las
dos hermanas al mismo tiempo, como un amigo de la casa, pero hubo quien
afirmaba que el viajante había empezado a cortejar a Clara. Los rumores
avivaron las brasas del antiguo escándalo y corrió con mayor fuerza a
medida que avanzaba la fecha del casamiento. La historia decían, se había
vuelto a repetir y Rosita había logrado sacarle el novio a la hermana
por segunda vez. Nadie pudo asegurar que esto hubiera sido así, lo
cierto es que Clara, los acompañó alguna vez por el pueblo en alguna
salida. Parecía más envejecida, con menos color en su rostro y en su
vestimenta, como si hubiese vuelto a usar el luto. Clara se empeñó en convencer a Rosita de
que tenía que casarse de blanco, con un vestido discreto, pero blanco.
Ella misma lo diseñó y comenzó a coserlo. Los vecinos más cercanos la
oyeron pedalear durante noches y noches en la vieja Singer, como si
cosiera un vestido interminable. A la ceremonia civil del casamiento no
asistió mucha gente. En realidad, sólo algunos familiares del novio que
vinieron de la capital y unas primas de la novia que llegaron de un pueblo
cercano. En la iglesia, en cambio, se reunieron numerosas personas del
lugar, atraídas por distintos intereses, aunque en general fueron para
combatir el aburrimiento. Dicen que nunca se vio una novia más hermosa y
radiante. El vestido que tantas noches había tardado en coser Clara, habría
hecho palidecer de envidia a las damas de la mejor sociedad de la capital.
Y Rosita, sonreía entrando sola y lentamente por el pasillo alfombrado.
Ese día el cura habría hecho encender todas las luces, aunque no se lo
hubieran pagado; aunque el novio entregó una suculenta donación para las
obras de caridad de la parroquia. El cura por otra parte, ya se había
olvidado del pasado de la novia y su sermón fue realmente conmovedor para
la mayoría de los asistentes. Después de la ceremonia, los novios
saludaron en el atrio y tomaron una copa de champagne en el salón
parroquial y enseguida partieron para el hotel que Clara les había
conseguido una confortable habitación para pasar la noche de bodas. A la
mañana siguiente partirían en ómnibus hacia la capital para pasar allí
una semana de luna de miel. Lo que pasó en el hotel, sólo puede armarse
en base a conjeturas porque la tradición oral se encargó de la historia
con diversos aditamentos. Sólo en una cosa coinciden las versiones: el
terrible alarido de la novia nomás entrar en la habitación, todavía
vestida con sus tules y volados. Cuando los empleados del hotel y los
pasajeros corrieron a la habitación encontraron un cuadro sobrecogedor.
La novia yacía desmayada sobre el piso, acunada por el novio que parecía
tener la vista clavada en algún punto más allá del alcance de los demás
y de su boca temblorosa, se deslizaba un hilo de baba. Más atrás, por la
puerta entreabierta del baño se veía a una mujer con un vestido de novia
idéntico al de Rosita, colgando de una cuerda atada en algún lugar del
alto y antiguo techo. Cuando el médico llegó al hotel y logró
hacer volver en sí a Rosita, tardaron un poco en hacerle comprender a
Rosita que no se trataba de una mujer ahorcada, sino que solamente se había
tratado de una broma de mal gusto. Alguien había vestido una silueta de
cartón con el vestido de novia y lo había colgado para asustar a la
pareja cuando llegaran a pasar su noche de bodas. Sin embargo, el que más
tardó en recuperarse fue el marido de Rosita y algunos dicen que jamás
se recuperó del todo. Esa misma noche volvieron a la casa familiar, junto
a Clara que los recibió en camisón y les preparó varias tazas de tilo
hasta que los sorprendió el amanecer. El viaje de bodas, suspendido en
principio temporalmente, cayó en el olvido; y la pareja se quedó a vivir
con Clara. El final de la historia nunca quedó del
todo dilucidado, hay quienes sostienen que Rosita y su marido, a
consecuencia del susto jamás pudieron consumar el matrimonio y que la
gente los fue olvidando a medida que el pueblo fue creciendo, porque los
locales de comercio, fueron apretujando con sus escaparates y letreros
luminosos la puerta de entrada de la casa. Eso es probable, porque Clara,
la más lúcida desde aquélla noche, con el paso del tiempo se vio
obligada a ir subdividiendo y alquilando las piezas que daban a la calle,
quedándose reducida a compartir la habitación grande de la parte
trasera, con su hermana y su cuñado. La habitación siempre había estado
destinada a guardar trastos y objetos inservibles pero que los padres
nunca habían querido tirar, a los que se sumaron los restos del noviazgo
trunco de Clara y Mariano; así que los tres se confundían a veces, con
viejos calefones, armazones de antiguas radios y el maniquí de costura,
recostado contra una pila de sábanas sin usar que el tiempo se había
encargado de teñir de amarillo. Hay quienes contaban, que en los últimos tiempos, a pesar de que ya no tenían clientas que les encargaran trabajos, la vieja máquina se seguía escuchando y continuó con su ruido aún mucho después de que los tres se hubieran muerto de viejos; aunque la casa había sido demolida y cubierta por la vegetación, transformada en un pequeño baldío encerrado entre altas medianeras. Al menos eso es lo que afirmaba uno de los vecinos del edificio de departamentos que se levantó después en el terreno que antes había ocupado. Tal vez por eso el lugar adquirió fama de embrujado y la gente se mudaba enseguida de instalarse. Parece que en cada aniversario del casamiento de Rosita, el sonido de la máquina de coser se hacía más intenso hasta transformarse en el ruido de una locomotora atravesando el campo en mitad de la noche, y el aire se llenaba de risas, como si el tren llevara una multitud de chicas en busca del cetro de Reina de las Flores. |
Ricardo Rodríguez Pereyra
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