La alegría de ser inteligente: frase robada para evocar a Carlitos Real de Azúa. |
Lo primero que me viene a la memoria cuando evoco la figura de Carlitos es la vieja casona de la calle Juan Paullier, donde estaba instalado el CIESU (Centro de Investigaciones y Estudios del Uruguay), y en cuyo subsuelo se amontonaban en sencillos anaqueles de madera oscura, los mismos que había tenido él en su casa hasta su muerte, innumerables volúmenes dedicados a la literatura, la crítica, la historia, las ciencias políticas, el arte y la estética, y a su propia producción intelectual. A través de la colección de Carlitos era posible ir observando el derrotero intelectual y su evolución en términos de ideología y compromiso político. En aquella época los bibliotecarios nos desempeñábamos de una manera que hoy podría ser considerada una etapa artesanal; si bien ya comenzaba la automatización, el mundo digitalizado de hoy todavía no era una ventaja-amenaza del mundo globalizado y neoliberal y la computadora no estaba encima del escritorio. Lugares como el CIESU, en ambas márgenes del Plata, sirvieron como verdaderos tanques de pensamiento, armamentos invalorables para resistir en el exilio interno y poder seguir haciendo investigación social y económica, sin bajar los brazos, y en suma prepararse y esperar el regreso de la democracia, en un país que tan poco había conocido de gobiernos militares, con excepción de la dictadura de Terra en los treinta, hasta el infausto 1973. Ingresé a la biblioteca en 1981, contratado por unos meses, en el marco de un proyecto de desarrollo de la Tinker Foundation y luego volví en 1983, hasta 1985, cuando me mudé a Buenos Aires para dirigir la biblioteca del Instituto Torcuato Di Tella. Mi tarea era la de colaborar con Marta Sabelli, en la organización de la biblioteca, cuyo acervo principal entonces lo constituía la colección que el intelectual había ido armando a través de su vida. Marta, a pesar de ser de la misma generación, había sido mi profesora de Historia en el secundario nocturno que yo cursé luego de abandonar la Escuela de Artes Aplicadas. Años después nos juntaría la bibliotecología, y décadas más tarde volvería a cruzarnos la historia, ya separados por el Río de la Plata, pero vinculados inexorablemente al recuerdo de la organización de la biblioteca de Carlitos, como todos lo llamábamos, como si fuera un muerto querido y familiar, enterrado a escondidas, sin los homenajes que aunque no le hubieran gustado, sin duda merecía. Recuerdo la agitación de los integrantes del CIESU y nuestra alegría por el reconocimiento que el semanario JAQUE en 1984, en las postrimerías de la dictadura, decidió dedicarle en una separata especial donde escribieron prestigiosos intelectuales uruguayos. La recopilación bibliográfica y el chequeo de los datos de las obras y artículos escritos por Carlitos, fue realizada con devoción, y a veces, hasta sorteando el temor de la mirada vigilante, como por ejemplo, cuando en la Biblioteca Nacional, luego de sortear la burocracia de notas y sellos y autorizaciones y explicaciones, logramos acceder a la consulta de los centenares de ejemplares del mítico semanario Marcha -salvado gracias a la astucia de algunas bibliotecarias- de las pilas de libros que los soldados como en un auto de fe, quemaban en medio de la avenida 18 de Julio, en esa misma avenida donde no mucho tiempo atrás alguien había colocado un cartel que rezaba: “Silencio han matado a un estudiante”. Evocar aquel título de la nota de Mercedes Ramírez en JAQUE, “La alegría de ser inteligente”, es recordar también a docentes maravillosos y de perfil bajísimo, como por ejemplo Jorge Albistur, mi profesor de Literatura del Dámaso Antonio Larrañaga donde cursé el preparatorio nocturno de Abogacía; a quien debo parte de mi formación, estímulo intelectual y el conocimiento de la existencia de autores y libros, que atesorados en ese subsuelo del CIESU, hicieron que esa época grisácea, estuviera iluminada por miles de ventanas hacia el universo. |
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Ricardo Rodríguez Pereyra
Buenos Aires, mayo, 2006.
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