Eso que los norteamericanos llaman road movie.

Ricardo Rodríguez Pereyra

para Margarita y Gerardo

El motor de la vieja camioneta Volskwagen, la "combi-nada" como la llamamos Paco y yo, empezó a quejarse apenas dejamos atrás la ciudad y comenzó a aparecer el interminable paisaje verde de esa geografía que forma parte de este país inenarrable, eso que los extranjeros conocen como las pampas. Pero no hay gauchos con caras de Rodolfo Valentino al costado de las rutas, cada tanto, cerca de alguna población importante aparecen los piqueteros cortando el paso. Siempre hay columnas de humo de los neumáticos encendidos y ese olor insoportable del caucho quemado. Ya perdimos la cuenta de los días que hace que marchamos por estas rutas polvorientas que no se parecen en nada al paisaje de cemento, cartoneros y basura tapando las veredas, desde el centro de la ciudad hasta los barrios más alejados, y más allá.

 

El motor de la "combi-nada" se ahoga un poco y tose, corcovea peligrosamente al borde de la banquina, justo al lado de un enorme cartel que anuncia "Todo va mejor con Coca-Cola" desde el cual una chica y un chico con los dientes perfectos le sonríen a un futuro de plástico, mientras se abrazan, sin saber que el plástico forma parte de la basura que tardará miles de años en poder ser eliminada de la faz de la tierra. Mas adelante un cartel de Tommy Dunster anunciando un slip, desnudo, excepto por una hoja de parra que le cubre lo que me más gustaría ver después de su mirada de promesas ambiguas, me hace aflorar la torticolis del cuello; lo sigo por unos segundos más, con la cabeza hacia atrás y el cuerpo hacia delante. Los quejidos del motor, a veces, se confunden con los propios quejidos de Martina. Parece el ruido de un ventilador viejo, de los de antes de internet, con las paletas de metal. Cada tantos kilómetros, Paco detiene la camioneta a un costado de la ruta, cuidando de no irnos al fondo de la banquina y revisa la camilla para ver si sigue bien asegurada. Martina intenta reírse y dice que la tratamos como a un personaje de Benny Hill.

 

Ella se dio cuenta de que en una vuelta del camino, cien o doscientos quilómetros atrás, las correas se aflojaron y la camilla estuvo a punto de irse al diablo y golpear contra las puertas traseras de la Volskwagen. Y si eso hubiera pasado, Martina habría caído al piso en el mejor de los casos, y a la ruta en el peor, y los tres sabemos que hubiera sido una complicación, algo que no podríamos resolver lejos de un hospital. Y aún así, si hubiera aparecido el hospital a la vuelta de la próxima curva como en las películas, en este país devastado después de la guerra, o esa cosa parecida que viene pasando desde hace dos siglos, no hubiera resultado fácil que la atendieran. Al fin y al cabo Martina, mal que te pese, apenas sos una mujer de más de ochenta años, a la cual lo único que parece funcionarle es la cabeza, y en realidad sólo lo que está dentro de ella, porque vos bien lo sabés: tu cerebro es el único órgano que funciona, y sólo Paco parece capaz de mover y limpiar esa osamenta que conspira a cada instante contra vos. Nos reímos de tus reflexiones:

- ¿Para qué mierda me sirve este cerebro si no puedo mover mi propio cuerpo?

- No exageres –le dice Paco sin soltar las manos del volante- Lo único que no podés manejar es el lado derecho.

- ¡La derecha siempre fue una mierda!-exclama Martina imitando la voz de su viejo padre español.

Paco y yo nos trenzamos en una discusión que nunca termina, recordando las distintas revoluciones, las distintas esperanzas, las canciones de protesta, nuestros años de juventud, Joan Baez, los amigos que se fueron a Australia y ahora a Madrid, Juan Manuel Serrat, las despedidas en los aeropuertos, Julia Prilutzky Farni,  los libros que los milicos quemaban en la avenida 18 de Julio, en esa ciudad ahora lejana que está al otro lado del río, la silueta del Palacio Salvo, como un gigante de Don Quijote alejándose, el Vapor de la Carrera en altamar bajo una luna redonda y amarilla, ese río tan ancho como mar…

- … lo que pasa es que la gente ahora, vive como si fuera de izquierda, pero en realidad prefiere una dictadura democrática a un gobierno de izquierda –está diciendo Martina, en su lengua que ya aprendimos a  entender, entre sus sofocos y sus esfuerzos para arrancar las palabras de las tuberías del lado sano del cerebro.- Antes había ideales, ahora hay intereses, antes existía la hermandad universal y ahora la globalización.

 

Y así, el polvo del camino continúa depositándose sobre las ventanillas de la "combi-nada" que Martina quería pintar toda de flores multicolores. Dibujame un montón de flores sobre la carrocería, y empujame la silla que voy a pintar la camioneta, yo misma quiero pintarlas.- me pidió una mañana. Por suerte llegó Paco y la convenció de que era mejor dejarla de ese color indefinido, entre gris y malva, que iba a llamar menos la atención que si aparecíamos salidos de una película de hippies de hace cuarenta años atrás. ¡Cuarenta años ya! Tenés razón. "62 modelo para armar como el libro de Cortázar". Te digo que tenés razón y dejo vagar la mirada por la ruta donde ahora no hay carteles publicitarios, tratando de recordar cómo era ese libro que leí hace más de treinta años, del otro lado del río, antes de que los aviones me llevaran de un lado para otro, de Oslo a Ankara, de París al desierto de Arizona, mostrándome que al final, el mundo era en realidad mucho más pequeño que cuando jugábamos a la ronda de  "pasó un avioncito tirando papelitos". 

Sin duda vos estarás recordando, Martina, cuando acomodábamos las Selecciones del Reader Digest en el cuartito del jardín de la vieja casa de tus padres. Cuando todo estaba en el futuro, cuando vos todavía no eras viuda, cuando mi hermano Paco, todavía no entraba en escena, cuando yo era un adolescente miope y desgarbado que se sentía extranjero en su propia piel. Bromeamos de cualquier cosa, para hacerte olvidar el dolor. La mirada celeste de Paco, se pierde en la línea recta a veces, ondulante otras, de la ruta que nos lleva a alguna parte, tal como te prometimos antes de cerrar la casa y subir la comida y las botellas de plástico de agua mineral a la "combi-nada".

- Nuestro viaje- dice Martina- podría ser como una versión moderna de "Té y simpatía", una versión sobre ruedas….aunque a mí nunca me gustó esa carita fruncida de Deborah Kerr.

- Sí, pero bien que te hubiera gustado ser vos la que te revolcabas en la playa con John Kerr.- le dice Paco, por lo general siempre callado.

- En la playa estaba Burt Lancaster, y era otra película. –protesta Martina, con su facilidad para recordar cosas que pasaron hace tiempo- Pero no importa, todos podemos inventarnos una película que nos guste. Claro, que en esta nueva versión, no iba a poder salvar al chico de terminar siendo gay. Porque la verdad, mis queridos, aunque el cerebro me funcione bien, no creo que esta bolsa de huesos sea lo suficientemente atractiva como para lograr torcer la orientación sexual de nadie.

Te reís, y tu risa nos contagia. Por un momento nos sentimos felices y vos volvés a caminar por el jardín de tu casa, mirando como tu madre escarba la tierra de los canteros, orgullosa de los rosales de los que comenta todo el vecindario. Paco vuelve a recordar la primera vez que se quedó a dormir en tu casa, como no podía creer que al amor podía tirar abajo todas las barreras, incluso las de la edad.

 

 Debo haberme quedado dormido durante un largo rato, porque cuando me despierto lo primero que escucho es un ruido distinto al del motor. Busco los anteojos que se cayeron al costado del asiento. La camilla está vacía, pero la silla de ruedas no está, por lo menos Martina no se cayó a la ruta. Me paso una mano por el mentón para limpiarme la saliva que se me ha escapado por la boca abierta durante el sueño -¿o serán restos de las babas del diablo de las pesadillas?- y tratando de desenroscarme con la mayor elegancia,  salgo de la camioneta puteando contra los huesos entumecidos y la cercanía de los cincuenta. Lo primero que veo son los médanos y más allá el mar, o mejor dicho, el océano. Amanece. El paisaje está bañado de una tonalidad que para describirla habría que decir solamente: onírica. Comienzo a caminar, enterrando los pies descalzos en la arena. No sé por qué pero a medida que avanzo, me viene una fugaz visión del viejo profesor Aschenbach a bordo de una góndola, y la música de Muerte en Venecia empieza a instalarse en mi cabeza, mientras me parece ver,  entremezclado con este paisaje real, la fachada del viejo estudio de la Cinemateca Uruguaya en la calle Camacuá, y mientras sigo caminando en dirección  a la orilla, empiezan a llegarme nombres que ni siquiera me había dado cuenta de que había olvidado. La música de la película parece seguir ahí, en alguna parte de mi cerebro, prendida como babas que no son del diablo, sino de los ángeles, de un ángel como Tadzio.

Al principio no los distingo, pero enseguida veo una fogata y cerca una confusa figura recortada contra la franja de mar que se confunde con la línea del horizonte, en la lejanía. La figura no es otra cosa, que la silla de ruedas vista desde atrás, con las ruedas más pequeñas casi tocando la espuma que dejan las olas al acercarse a la orilla. Al lado, sentado en la arena húmeda está Paco, fumando un cigarrillo, con la mirada perdida en el horizonte. Sostiene a Martina entre sus brazos, ella tiene la cabeza de bucles despeinados, ladeada sobre el hombro izquierdo. El pequeño cuerpo inmóvil, parece el de una muñeca abandonada en la playa hace siglos. Quiero intentar una broma, así que apuro unos pasos y cuando llego junto a ellos pregunto en voz alta:

- Decime, Martina, ¿a quién me parezco más, al profesor Aschenbach o al joven y bello Tadzio, a vos qué…?

- ¡Shhhh!- Paco hace un gesto de silencio igual al  de las enfermeras que aparecen en las fotografías en los hospitales de las películas. Se lleva un dedo sobre la boca y enseguida lo saca para susurrar, igual que si fuéramos los personajes de una road movie- no la vayas a despertar por favor.

Y por un momento, todo se confunde, el crepitar de los leños y el ruido de las olas. Más lejos, pasando los médanos, iluminada por el sol que ya se levanta por encima de los pinos, está la camioneta con todas las puertas abiertas, esperando.

© Ricardo Rodríguez Pereyra

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