Breve visita a Cartagena.
Memorias en borrador para compartir.
por Ricardo Rodríguez Pereyra

Lame el mar con sus lenguas salitrosas
la dura costra de la blanda arena.
Nunca forma la espuma tantas rosas
como al llegar el mar a Cartagena.

Dora Castellanos, Cartagena del mar 

El lunes 3 de marzo cumplí 49 años, como festejo, José y nuestros amigos montevideanos, Pablo y Mercedes, fuimos a cenar a la Parrilla La Niña Bonita, de Corrientes y Rodríguez Peña. Allí en mitad de la cena, José me entregó los billetes de avión para Cartagena, a modo de sorpresa. El había recibido la Beca Presidencial de SALALM (Seminar on the Acquisition of Latin American Library Materials) y quería que lo acompañara. Así que el 22 de mayo en una fría y neblinosa mañana bonaerense, estábamos en el interior de un taxi, camino al Aeropuerto de Ezeiza. Habíamos sobrevivido dos años a varios presidentes que se habían sucedido en pocos días, luego de la huída de De la Rúa, y de la debacle económica y social en la cual el país se había sumido, cada vez más en picada. Ahora, al menos por una semana esa invitación que le hacían nos brindaba la posibilidad de volver a participar en un evento internacional y reencontrarnos con colegas y amigos que ya conocíamos del congreso de SALALM de 2001, realizado en la Universidad de Arizona, en la pequeñísima ciudad de Tempe, en pleno desierto, cuando me otorgaron la Beca Enlace. Ahora José iba a presentar su paper sobre La familia unida en la sociedad argentina: la tensión entre el mito y la realidad. Yo  había aceptado la invitación de Orchid, la reportera general de SALALM, para ser el rapporteur de uno de los paneles: De lo colonial al presente. Mi participación en este panel donde disertaron un cubano, un mexicano y una chilena, me permitió conocer algo sobre la literatura cubana, algo sobre el sincretismo de la arquitectura religiosa mexicana e indígena del siglo XVI, y en especial de la realidad indígena actual de los mapuches y la interesante labor de Fresia, una bibliotecaria mapuche encargada de un servicio de bibliobus para su comunidad. Pero eso será harina de otro costal, ahora mis apuntes sobre Cartagena, cuyo embrión, debo confesar, los constituyeron los correos electrónicos que nos entrecruzamos a diario con Lidia, del otro lado del Atlántico, pero muy cerca del corazón.

 

Mi primer contacto con Colombia fue el aeropuerto de Bogotá: tiene largos pasillos y escaleras, debe ser un antiguo edificio reciclado, pero no se parece a la mayoría de las terminales europeas o norteamericanas que al final siempre resultan iguales. Cada tanto uno encuentra afiches del Museo del Oro, con antiguas estatuas del metal precioso, de un tamaño tal que es fácil comprender el asombro y la codicia que deben haber enloquecido a los conquistadores. Ahí estaba, en el país de Pedro El Escamoso. ¿Habría volado con nosotros la doctora Paula? Me preguntó en broma José. Cuando quisimos trasladar el chiste a una de las azafatas fue de difícil  asimilación, porque la chica quedó fascinada pensando que le decíamos que era muy parecida a Sandra Reyes. Me encantaría tener tan alta la autoestima, como la tenía esa azafata, que por supuesto no se parecía en absoluto a la enamorada de Pedro Coral Tavera.

 

Los trámites inmigratorios eran muy lentos y burocráticos con lo cual se formaban interminables filas de personas que esperaban malhumoradas. Para alguien que como nosotros, habíamos salido del invierno de Buenos Aires, llegar a ese calor pegajoso y húmedo, con sweater y saco en el brazo, era una verdadera incomodidad. Por suerte, había bastante tiempo para tomar la conexión a Cartagena de Indias porque la fila avanzaba a paso de tortuga en cámara lenta.

 

Finalmente, luego del trámite de inmigración, donde el empleado preguntaba las mismas cosas que uno ya había completado en el formulario que nos habían entregado durante el vuelo, nos indicaron que esperáramos en un pasillo a que viniera un ómnibus a llevarnos al puente aéreo en otro sector del aeropuerto. Las medidas de seguridad eran realmente rigurosas, taxistas y empleados del aeropuerto –con excepción de los pilotos y otros funcionarios que parecían de alto rango- eran constantemente revisados con detectores portátiles. Hasta que no llegara el bus debíamos esperar en un pequeño pasillo, junto a una puerta angosta por la cual se veía el cemento gris de la pista y algunos vehículos de apoyo técnico que iban y venían. Una empleada con un detector manual que parecía un palote de amasar, revisaba a las mujeres y hombres que se ponían con los brazos y las piernas abiertas, como si fueran el Hombre Universal de Da Vinci. Finalmente llegó el bus, y subimos junto a unas pocas personas. Recorrimos unos minutos la interminable pista gris, con aviones estacionados, hangares, y viejos edificios de distintos tamaños. En el horizonte se veían las ondulaciones de las sierras, y la vegetación. De alguna manera me recordaba lugares de Cuba. Bueno, estábamos en el Caribe.  El otro avión era más moderno, más amplio y confortable que la nave que nos había traído desde Buenos Aires. Nos tocó en una fila de tres asientos, junto a una chica; mi asiento quedaba al lado de la puerta de emergencia. Un azafato se acercó para aclararnos a los tres que estábamos sentados al lado de la puerta de emergencia y si podía contar con nosotros en caso de que fuera necesario. Mientras hacían los preparativos para el despegue, se escuchó una voz que anunciaba que fulanito de tal, el presidente de la alianza de aerolíneas viajaba con nosotros y nos iba a dirigir la palabra. Hubo entonces un discurso lleno de palabras de marketing propias de los yuppies norteamericanos, que yo conocí bastante bien en la última década; y luego habló el piloto diciendo que agradecía nuestra confianza –la de los pasajeros- por viajar con ellos, a pesar de todo, que todos debíamos comprender cuál era el ánimo de la tripulación y que a pesar de todo iban a hacer lo imposible para que pudiésemos aterrizar en Cartagena de Indias. Las palabras, creaban una sensación ominosa. No podía dejar  de recordar que antes de la salida de Buenos Aires, en Estados Unidos se había decretado el Código Naranja, que anunciaba la fuerte posibilidad de un atentado terrorista. Pensé que algo debía haber pasado: ¿habrían estrellado nuevos aviones? ¿habrían secuestrado algún avión de Avianca? ¿El presidente de la compañía viajaba con nosotros como prueba de confianza? Por supuesto nada de esto pasaba; el vuelo era doméstico, es decir, para colombianos yendo de un punto a otro del país, y por supuesto sabrían a qué se refería el piloto. En ese estado de desasosiego llegué a Cartagena. Más tarde, ya en el hotel, la televisión no hablaba de ningún desastre, más allá de los habituales: secuestros, atentados en medio oriente, robos y asesinatos. Días más tarde, en el diario apareció una noticia sobre la precaria situación de los aeronavegantes y la posibilidad de despidos en masa, eso explicaba las palabras que había escuchado en el avión.

 

A pesar del clima de violencia y anarquía que vive el país, con el azote de la guerrilla y sus larguísimos secuestros, en una lucha de décadas contra el poder civil, Cartagena parecería ser una isla de paz.  La guerrilla parece estar lejos de aquí. En este marco de tarjeta postal nada parece estar fuera de lugar. Ningún peligro acecha, excepto que uno quiera exponerse y salir a caminar de noche, por las Bóvedas, del lado de la muralla, explicaba uno de los guías. Claro, cuando se ven los grandes contrastes de las ciudades latinoamericanas es comprensible que las cosas no sean sencillas ni de fácil solución pese a los discursos de los organismos internacionales y las actividades de las ONG. Si bien las guerras de la independencia a partir del siglo XIX, terminaron con el sometimiento a los imperios europeos, todavía imperan otros yugos. La riqueza del continente, los recursos minerales, los metales preciosos y las materias primas están en manos de empresas transnacionales y la vida económica, sujeta a los designios del Fondo Monetario Internacional y de la banca acreedora.  Tanto en América Latina, como en el Caribe, los gobernantes se parecen bastante a capataces de estancia al servicio de poderosos hacendados que agradecen generosamente sus servicios y su genuflexión. Por supuesto, hay algunos que han querido revelarse a ese estado de cosas, pero terminaron víctimas de largas décadas de opresión en nombre de la igualdad de oportunidades.

 

Abandono las reflexiones de mesa de café y vuelvo al viaje. Después de un riguroso control del equipaje, tomamos un taxi que nos llevó al hotel. José dice que mi cara era de miedo. El auto corría por lugares agrestes, a lo lejos, las chabolas y más atrás la selva y las colinas. Por suerte la travesía era corta y comenzó a aparecer la rambla costanera, muy similar a las del Montevideo de mi infancia, y a la de la Habana, aunque sin edificios. Una angosta franja de arena grisácea y gruesa corría al lado de la ruta, y más allá el horizonte, y el mar, como una lámina de zinc, como decía el poema de Darío que aprendí en la escuela primaria. Y del otro lado del mar comencé a ver las murallas. Había leído que una parte de la ciudad estaba envuelta por siete quilómetros de murallas, que eran las que mejor se conservaban de la época colonial en América del Sur. Son murallas de piedra gris con pequeñas puertas cada tanto y baluartes –construcciones como miradores que cumplían funciones de vigilancia. Cuando apareció el mar y la muralla me tranquilicé. A lo lejos, en una especie de bruma, se divisaba un conjunto de edificios que se parecían a los de cualquier ciudad de playa, Punta del Este o Mar del Plata. Enseguida el taxi atravesó una puerta de la muralla, dio vuelta una plaza y nos dejó en el hotel Charleston Santa Teresa, un edificio cuadrado, de seis plantas, pintado de rosado y que ocupa toda una manzana, en el número 3 de la calle Carrera Tercera, en el Centro Plaza Santa Teresa. Había guardias de seguridad en la puerta, enseguida algunos empleados vinieron a hacerse cargo del equipaje y a guiarnos al mostrador de recepción donde un mozo de camisola floreada nos invitó con una refrescante limonada de coco, una bebida que luego se transformaría en preferida.

 

El hotel, fue sin duda uno de los puntos más interesantes del viaje, quizás porque debido a las actividades del congreso permanecíamos gran parte del día allí, sumado al calor y la humedad agobiantes que te hacen buscar el refugio interior. Se trata del Claustro de Santa Teresa y se remonta a principios del siglo XVII, cuando Doña María de Barras y Montalvo, una rica dama de la sociedad de entonces quiso pasar sus últimos años con las monjas y mandó construir un convento, el primero en la ciudad amurallada. Las monjas estuvieron allí por más de doscientos cincuenta años hasta que fueron despojadas de la propiedad en 1863, cuando el edificio comenzó a sufrir distintos destinos y modificaciones, hasta que hace pocos años, fue comprado por la cadena de hoteles Charleston. Los patios interiores son amplios y protegen del calor y la humedad exterior que resulta abrumadora; las habitaciones son muy amplias y coloridas. En la propaganda del hotel, dice que han sido decoradas por una hija de Botero, el famoso pintor colombiano.

 

Al día siguiente de nuestra llegada hubo un cóctel de bienvenida en la terraza que está en el quinto y último piso del hotel, desde donde tienes una vista maravillosa de la ciudad, con la parte nueva cerca, del otro lado de la bahía, con los edificios iluminados en azul, violeta, verde, todo un  espectáculo. Para delimitar la piscina y que nadie cayera por efecto del vino, colocaron antorchas encendidas en soportes de hierro, todo muy bonito, también había un conjunto de cantantes que tocaban sus instrumentos, parecido a los mariachis de México, pero estos son colombianos.  Fuimos de los primeros en llegar, Darlene, de la Universidad de Connecticut apareció por allí y reconoció a José, se saludaron y ella después dijo: “¿Este es Ricardo?” Por ahí andaba su novio, René, un librero de Puerto Rico. Nos caímos bien desde un principio. Nos prometimos tratar de hacernos un tiempo para almorzar o cenar cuando tuviéramos tiempo. Darlene, que ocupó la presidencia de SALALM, abandonaría la misma, en el town hall con el que se cerraría el congreso el martes siguiente.

 

Fue una de esas veladas que después con el tiempo se recuerdan con alegría y nostalgia, como la fiesta junto al Bósforo, con la pequeña y entrañable Lulú, con las estatuas de hielo que duraban toda la noche; como la cena en el barco en medio de los fiordos noruegos, con nuestra querida Helena, bibliotecaria de San Pablo, y con José, todos muy divertidos porque el director de la orquesta que tocaba debajo de la balconada donde estaba nuestra mesa, convencido de que yo era italiano no dejaba de saludarme y de dirigir con su batuta temas italianos. Pero ahora era el techo negro y espeso de esta ciudad del Caribe; con los edificios altos de la parte nueva de la ciudad brillando en la noche, del otro lado del pequeño brazo de mar, en Bocagrande; y con la cúpula amarilla de la vieja iglesia de San Pedro Claver, que parecía bañarse en la piscina, como la luna –que nunca vimos por la capa de humedad- de los poemas de Lorca.

 

El  congreso se desarrolló tal como estaba previsto, el programa fue cumplido con la precisión sajona, que ni el calor ni la humedad pudo torcer. Cada día uno se encontraba con algún conocido o conocida; Carlos Alberto Zapata, de Bogotá, quien había dado el puntapié inicial para que el congreso se desarrollara allí. Era un placer sentarse a conversar con Ruby en esa mezcla de portuñol e inglés y descubrir qué bueno que era sentirnos amigos, pese a la distancia. Una noche, mientras cenábamos en la piscina conversamos de literatura de ciencia ficción, y durante todo el tiempo quise acordarme de la autora de El brazo izquierdo en la oscuridad, una novela de una sociedad muy diferente a la nuestra, donde entre otras cosas por ejemplo, los bebés son tenidos tanto por hombres como por mujeres, quienes en etapas de su vida pueden embarazar o quedar embarazados, con lo cual no existían las diferencias de género que nosotros conocemos. De regreso en Buenos Aires, Damiana, quien me lo había prestado, me recordó el nombre: Ursula Leguin. Allí bajo la noche sin luna ni estrellas de Cartagena –la luna deben verla sólo los que han escrito los boleros- Ruby me contaba cosas de su infancia, del desierto donde nació, de su madre, de su marido y de sus gatos, sobre todo de Tasha, y de su casa en la cima de una colina con paredes de vidrio, desde la cual puede ver Hollywood. Cuando no estaba José con su inglés perfecto, igual me las arreglaba con mi argot de Tarzán y le contaba cosas de Buenos Aires, de Aldonza, nuestra gata veinteañera y nos prometíamos escribirnos por correo electrónico.

 

También fue una alegría volver a estar con Víctor, con quien habíamos estado en abril durante la Reunión Anual de Bibliotecarios en la Feria del Libro, acá, en Buenos Aires. Una de las últimas noches fuimos a cenar a Los patios de Macondo, un restaurant, que está en una vieja casona con un enorme patio descubierto lleno de enormes plantas. Al principio habíamos quedado en ir sólo con Víctor, pero cuando él llegó a buscarnos al hotel, nosotros estábamos tomando unos tragos en la plaza de enfrente del hotel, lo que llaman Open Plaza. Entonces aparecieron Darlene y René, y les propusimos cenar todos juntos. Aceptaron, pero nos advirtieron de que irían un poco después que nosotros. Víctor nos quería invitar desde que no había podido cumplir con su prometida invitación a cenar el día de nuestra llegada a Cartagena. Doy tantas explicaciones porque esa noche pasó una tontería que me parece divertida traer a colación y que tiene que ver con las diferencias de la lengua castellana en los propios países donde se la habla.  José, Víctor y yo llegamos al restaurant, un mozo nos recibió y nos llevó a esa mesa en medio del patio; creo que no había más comensales. Los platos del menú tenían los nombres de personajes de Cien años de soledad: Sopa a lo Aureliano Buendía, por ejemplo. El mozo, solícito nos preguntó: “¿Les traigo un abanico?” Quedé sorprendido, pasaron varias ideas por mi cabeza en ese momento. Pensé que podía ser una broma homofóbica, o en todo lo contrario, un rasgo de complicidad, pero aún así mi expresión debía ser de curiosidad, porque Víctor, se apuró a explicar: “Un ventilador. Nos ofrece poner un ventilador de pie, aquí al lado de la mesa”. Más tarde llegaron Darlene y René y pasamos una velada tan deliciosa como la comida misma que nos sirvieron.

 

Un párrafo aparte merecen los vendedores ambulantes apodados con toda justicia “las abejas asesinas”. Persistentes y cargosos en su afán de vender, apostados en la puerta del hotel, te persiguen todo el tiempo y te acompañan media cuadra ofreciéndote desde anteojos para sol hasta esmeraldas. También te los encontrás durante todo el día en el centro de la ciudad vieja, entre sus callecitas angostas repletas de gente, transeúntes, mendigos; vendedores de loterías que vocean sus números tentando a la ilusión de volverte rico. Hay muchos niños medigos, y viejas. Una de ellas, al lado del Museo Naval, me llamó una vez: “Niño blanco, niño blanco, una limosna para los pobres”. Otra vieja, me tendió una mano de dedos retorcidos como garfios en los que a duras penas pude ponerle una moneda. Los vendedores y mendigos te llaman “amigo” y como resulta imposible no ser visto como un turista, cuando no le contestás, te hablan en inglés. También es común que te confundan con gente venida de España, y te preguntan cosas como “¿está de visita en la tierra de sus abuelos?”.

Una mañana he visto bajar de un camión del ejército treinta o cuarenta soldaditos con trajes de camuflage y comenzaron a caminar por una callecita. Más tarde, los vi sentados en los viejos bancos de la Iglesia San Pedro Claver, asistiendo a misa con poca devoción. Después me explicaron que la educación religiosa forma parte de la instrucción militar. En una parte de la filmación que hice durante los días en Cartagena, aparece el momento en que el camión militar aparece por el costado de la calle del hotel, y comienzan a bajar los soldados rumbo a la iglesia.

 

Una de las actividades sociales del congreso fue “Andar Cartagena”, una visita guiada por los lugares históricos más significativos. Un equipo de arquitectos se encargó de pasear a los participantes del congreso, en varios grupos. Uno de los lugares que más me impactó fue el Palacio de la Inquisición, cuyo reciclaje están culminando. Estar parado sobre las piedras de la calle donde alguna vez quemaron vivos a los que la Iglesia consideraba reos, fue una experiencia sobrecogedora. Las fogatas eran encendidas al lado de la enorme puerta  de madera del palacio, y allí la gente se juntaba para ver el espectáculo del castigo ejemplar. No es difícil imaginar el hedor en medio del calor infernal de la ciudad. Dentro del palacio, además de las salas de interrogatorios, las celdas, los patios y demás, nos mostraron un sistema de aljibes cuadrados, del tamaño de una enorme habitación subterránea que servía para contener el agua de lluvia. Como dato curioso nos contaron sobre una enfermedad, La Potra: durante toda la colonia una bacteria del agua atacaba a las personas: a los hombres se le inflamaban los testículos hasta ponérselos de un tamaño desmesurado, y a las mujeres, se les hinchaban la parte posterior de las piernas. Pese a las recomendaciones de los médicos para que hirvieran el agua antes de tomarla, la población hizo caso omiso, y la enfermedad sólo desapareció cuando el paso del tiempo trajo el agua potable.

 

Cartagena está llena de lugares que se vinculan con la historia colonial, con los ataques de los piratas y los invasores europeos que intentaban arrebatar esa posesión a la corona española; lugares que recuerdan mártires, anécdotas de hambrunas que obligaron durante uno de los sitios que sufrió la ciudad, a que la gente se comiera el cuero de los asientos de los sillones. En la actualidad, los sitios históricos, son transitados por la gente en sus actividades cotidianas. A cada paso, uno puede encontrarse con una pequeña puerta en las murallas que comunican con extramuros y llegar hasta la ribera, donde parten pequeños botecitos con techos de lona, donde se apiñan, sentados, una decena de mujeres y hombres, vestidos humildemente, para cruzar a la parte nueva de la ciudad, por el precio de un dólar. Cerca de las puertas, del lado de adentro de las murallas hay puestos de ventas de libros viejos, de plantas, de dulces caseros y de toda clase de cosas.

 

Durante la noche era difícil tener un sueño corrido, uno se despertaba varias veces. Varias personas lo comentaron pero nadie podía saber bién por qué, quizás la humedad, o tal vez el aire acondicionado –si uno lo apagaba comenzaba a gotear la pintura de las paredes por la humedad concentrada- o por cualquier otra razón. Durante esas noches cuando me despertaba luego de haber dormido un poco, escuchaba los cascos de los caballos que pasean a los turistas,  golpeando sobre los antiquísimos empedrados, y no podía dejar de imaginarme cómo había sido la vida aquí durante la colonia, cuando Cartagena  había sido uno de los puertos con el tráfico más intenso del inhumano comercio de esclavos, cuando más tarde sufrió las invasiones de los ingleses y de los franceses. Me imaginaba cómo sería la vida de las monjas, recluidas en este recinto que debía protegerlas del mundo exterior, del calor y de la humedad de afuera. Las monjas, que como ya dije, estuvieron más de dos siglos y medio antes de que las echaran del convento, en una de las últimas invasiones, algunas pudieron escapar y retornar a Europa, pero las que se quedaron “fueron vejadas por la soldadesca” según informan las crónicas. Después de 1863, el estado colombiano se hizo cargo del edificio que pasó a servir como cárcel, hospital y más tarde cuarte de policía. Distintos reciclajes atentaron contra la construcción original. Hace unos años la cadena de hoteles Charleston lo adquirió para transformarlo en uno de sus cinco estrellas. En esas noches, me las imaginaba a las monjitas, rezando y meditando, con el balsámico sonido de fondo de las fuentes de agua de los patios interiores que ahora he rescatado, guardado en mi retina y en los vericuetos de mi filmadora Sony 8, con la promesa de estudiar sobre ellas, cuando pueda, cuando me lo permita el ajetreo de Buenos Aires. Y así, pensando en el pasado que desconozco, invadido por las voces caribeñas que escuchaba durante el día, me iba quedando dormido otro rato para despertarme de nuevo y dejarme arrullar por el calor de la noche cartagenera.

Cerrada en piedra, al resplandor abierta,

como la llama el mar con su gemido,

Cartagena del mar sueña despierta.

 

Dora Castellanos, Cartagena del mar.

© Ricardo Rodríguez Pereyra
Buenos Aires, junio, 2003.

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