El monje Teótimo
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... Pasó que, huésped en una casa de campo de Megara[1], un prófugo de Atenas, acusado de haber pretendido llevarse bajo el manto, para reliquia de Sócrates, la copa en que bebían los reos la cicuta[2], se retiraba a meditar, al caer las tardes, a lo esquivo de extendidos jardines, donde sombra y silencio consagraban un ambiente propicio a la abstracción. Su gesto extático algo parecía asir en su alma: dócil a la enseñanza del maestro, ejercitaba en sí el desterrado la atención del conocimiento propio. Cerca de donde él meditaba, sobre un fondo de sauces melancólicos, un esclavo, un vencido de Atenas misma o de Corinto[3], en cuyo semblante el envilecimiento de la servidumbre no había alcanzado a desvanecer del todo un noble sello de naturaleza, se ocupaba en sacar agua de un pozo para verterla en una acequia[4] vecina. Llegó ocasión en que se encontraron las miradas del huésped y el esclavo. Soplaba el viento de la Libia, producidor de fiebres y congojas. Abrasado por su aliento, el esclavo, después de mirar cautelosamente en derredor, interrumpió su tarea, dejó caer los brazos extenuados, y abandonando sobre el brocal de piedra, como sobre su cruz, el cuerpo flaco y desnudo: "Compadéceme -dijo al pensador-, compadéceme si eres capaz de lágrimas, y sabe, para compadecerme bien, que ya apenas queda en mi memoria rastro de haber vivido despierto, sino es en este mortal y lento castigo. ¡Ve cómo el surco de la cadena que suspendo, abre las carnes de mis manos; ve cómo mis espaldas se encorvan! Pero lo que más exacerba mi martirio es que, cediendo a una fascinación que nace del tedio y el cansancio, no soy dueño de apartar la mirada de esta imagen de mí que me pone delante el reflejo del agua cada vez que encaramo sobre el brocal el cubo[5] del pozo. Vivo mirándola, mirándola, más petrificado, en realidad, que aquella estatua cabizbaja de Hipnos[6], porque ella sólo a ciertas horas de sol tiene los ojos fijos en su propia sombra.
Acaso nunca ha habido anacoreta que
viviese en tan desapacible retiro como Teótimo, monje penitente, en
alturas más propias que de penitentes, de águilas. Tras de placer y
gloria, gustó lo amargo del mundo; debió su conversión al dolor; buscó
un refugio, bien alto, sobre la vana agitación de los hombres; y le
eligió donde la montaña era más dura, donde la roca era más árida, donde
la soledad era más triste. Cumbres escuetas, de un ferruginoso color,
cerraban en reducido espacio el horizonte. El suelo era como gigantesca
espalda desnuda: ni árboles, ni aun rastreras matas, en él. A largos
trechos, se abría en un resalte de la roca una concavidad que semejaba
negra herida, y en una de ellas halló Teótimo su amparo. Todo era
inmóvil y muerto en la extensión visible, a no ser un torrente que
precipitaba su escaso raudal por cauce estrecho, fingiendo llantos de la
roca, y las águilas que solían cruzarse entre las cimas. En esta
espantosa soledad clavó Teótimo su alma, como el jirón de una bandera
destrozada en lides del mundo, para que el viento de Dios la limpiase de
la sangre y el cieno. Bien pronto, casi sin luchas de tentación y sin
nostálgicas memorias, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo
vencido del cansancio. Logró la entera sumersión del pecho en el amor de
Dios; y al paso que este amor crecía, un sentimiento intenso, lúcido, de
la pequeñez humana, se concretaba dentro de él, en este diamante de la
gracia: la más rendida y congojosa humildad. De las cien máscaras del
pecado tomó en mayor aborrecimiento a la soberbia, que, por ser primera
en el tiempo que las otras[7], antes que máscara del pecado le pareció su
semblante natural. Y sobre la roca yerma y desolada, frente al adusto[8] |
Pasaron años de esta suerte[10]; largos años durante los cuales la
conciencia de Teótimo sólo reflejó de su alma imágenes de abatimiento y
penitencia. Si acaso alguna duda de la constancia de su piedad humilde
le amargaba, ella nacía del extremo de su misma humildad. Fue condición
que Teótimo había puesto en su voto, ir, una vez que pasase determinado
tiempo de retiro, a visitar la tumba de sus padres, y volver luego, para
siempre, al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del más cercano
valle. La montaña perdía, en lo tendido de su falda[11], parte de su
aridez, y algunas matas, rezagadas de vegetación más copiosa,
interrumpían lo desnudo[12] del suelo. Teótimo se sentó a descansar junto
a una de ellas. ¿Cuántos años hacía que no posaba los ojos en una flor,
en una rama, en nada de lo que compone el manto alegre y undoso[13]
colgado de los hombros del mundo? . . . Miró a sus pies, y vio una
blanca fio recilla que nacía de un tallo acamado[14] sobre el césped;
trémula, y como medrosa, con el soplo del aura. Era de una gracia suave,
tímida; sin hermosura, sin aroma . . . Teótimo, que reparó en ella sin
quererlo, se puso a contemplarla con tranquilo deleite. Mientras notaba
la sencilla armonía de sus hojuelas blancas, el ritmo de sus
movimientos, la gracia de su debilidad, una idea súbita nació de la
contemplación de Teótimo. ¡También cuidaba el cielo de aquella tierna
florecilla; también a ella destinaba un rayo de su amor, de su
complacencia en la obra que vio buena! ... Y esta idea no era en él
grata, afectuosa, dulcemente conmovida, como acaso la tuvimos nosotros.
Era amarga, y promovía, dentro de su pecho, como una hesitante[15]
rebelión. Sobre la roca yerma y desolada[16] * * *
La reclusión en el pedazo de tierra donde se ha nacido, es soledad
amplificada, o penumbra de soledad. Todos los engaños que la soledad
constante e ininterrumpida cría en la imaginación del solitario, en
cuanto al juicio que forma de sí mismo, suelen arraigar también en el
espíritu del que no salió nunca de su patria; y cuando ha respirado el
aire del extranjero, se disipan: ya se traduzca esto en desmerecimiento
o en reintegración; ya sea para palpar la vanidad de la fama que le
lisonjeaba entre los suyos; ya, por lo contrario, para saber que ha de
estimarse en más y que puede dar de sí más que pensaba[19]: ya como el
ermitaño[20] cuya ilusión de santidad se deshizo en presencia de la
silvestre florecilla ... |
José Enrique Rodó
Parábolas cuentos simbólicos
Ilustraciones de Santos Martínez Koch
Contribuciones americanas de cultura S. A.
Montevideo 1938
Texto e imagen recopilados, escaneados y editados por el editor de Letras-Uruguay Carlos Echinope Arce Es uno de los autores elegidos, por marzo del 2003, para integrar la Letras Uruguay nacida el 23 de mayo del 2003.
Ver, además:
José Enrique Rodó en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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