Después del Cristo de paz, hubo menester la humana historia del Cristo
guerrero, y entonces naciste tú, Don Quijote, Cristo militante, Cristo con
armas, implica contradicción, de donde nace, en parte lo cómico de tu
figura, y también lo que de sublime hay en ella.
Atribuyeron a Cristo casta real, dijeron que era de la sangre de David; y tú
conjuraste que había de pasar igual cosa contigo: "Podría ser, ¡oh Sancho!
-dijiste-, que el sabio que escribe mi historia deslindase de tal manera mi
parentela y descendencia, que me hallase quinto o sexto nieto de rey." Nació
Cristo en su aldea humilde, a la que para siempre levantó de la oscuridad su
cuna. Lugareño fuiste también tú, y solo por ti vive en la memoria del mundo
tu Argamasilla. Cuando se aludía a él por su nacimiento, no se vinculaba a
su nombre el de su pueblo, sino el de su región: el Galileo se le llamaba;
como tú tomaste para añadir a tu nombre el de la comarca de que eras, el del
viejo Campo Esportuario: la Mancha de los moros. Él, antes de poner por obra
nuestra redención, quiso ser consagrado por manos del Bautista; como tú,
antes de arrojarte a no muy menores empresas, quisiste recibir, del
castellano de tu castillo, la pescozada y el espaldarazo. Cuarenta días y
cuarenta noches pasó él en retiro del desierto; y tú, en tu penitencia de
Sierra Morena, pasaras otros tantos, a no sacarte de allí maquinaciones de
los hombres. Rameras hubo a su lado y las purificó su caridad; como a tu
lado, y transfiguradas por tu gentileza, maritornes y mozas del partido. El
dijo: "Bienaventurados los que padecen persecución de la justicia"; y tú,
pasando del dicho inaudito al hecho temerario, trozaste la cadena de los
galeotes. Él atraía y retenía a su cohorte con la promesa del reino de los
cielos; como tú a la cohorte tuya -unipersonal, pero representativa del
pululante coro humano-, con la promesa del gobierno de la ínsula. Si
enfermos sanó él, tú valiste a agraviados y menesterosos. Si él conjuró los
espíritus de los endemoniados, a ti te preocupó el remediar encantamientos.
Ni a él quiso reconocerle el sentido común como Mesías, ni a ti como andante
caballero. Burla y escarnio hicieron de su mesianismo como de tu caballería;
y si la madre y los hermanos del Maestro le buscaban para disuadirle y él
hubo de decir: "No tengo madre ni hermanos", bien se te opusieron y te
obstaculizaron en tu casa, tu ama y tu sobrina. Cuando desbaratas el retablo
del titiritero, donde lo heroico se rebaja a charlatanería de juglar, haces
como el que echó por tierra las mesas de los mercaderes y las sillas de los
vendedores de palomas. Indignadse los sacerdotes de Jerusalén, porque ven
que festeja la multitud a Cristo; y porque a ti te festejan en casa de los
Duques, se indigna un ensoberbecido y necio clérigo... Y es tu Jerusalén la
casa de los Duques: allí, después de festejársete, padeces persecución; allí
te befan, allí te llenan de ignominia. Como Pedro al Maestro, Sancho,
hechura tuya, te niega, cuando con cobarde sigilo llega a confesar a la
Duquesa lo que el mundo llama tu locura. El letrero que en Barcelona cosen a
tu espalda, es el "Este es el Rey de los Judíos", con que se te expone a la
irrisión. Sansón Carrasco es el Judas que te entrega. Un publicano, San
Mateo, escribió el Evangelio de Cristo, y otro publicano, Miguel de
Cervantes, tu Evangelio. Dos naturalezas había en ti, como en el Redentor,
la humana y la divina; la divina de Don Quijote, la humana de Alonso Quijano
el Bueno. Murió Alonso Quijano y para otros quedaron su hacienda, y las
armas tuyas, y el rocín flaco y el galgo corredor; pero tú, Don Quijote, tú
si moriste, resucitaste al tercer día: no para subir al cielo, sino para
proseguir y consumar tus aventuras gloriosas; y aún andas por el mundo,
aunque invisible y ubicuo, y aún deshaces agravios, y enderezas entuertos, y
tienes guerra con encantadores, y favoreces a los débiles, los necesitados y
los humildes, ¡oh sublime Don Quijote, Cristo ejecutivo, Cristo-León, Cristo
a la jineta! |