Hubo
otra casualidad contemporánea. Caminando con mi padre por la calle
Paraguay, habíamos visto en la Casa del Pueblo del Partido Socialista un
cartel que avisaba sobre una exposición de pintura. Entramos y vimos
grabados en madera —negro sobre blanco— que me deslumbraron. Todos los
días sufría con las noticias que pasaban en la radio sobre la guerra
civil española y en esos grabados aparecía, por ejemplo, una bota
tratando de aplastar un libro y de éste saliendo llamas; y en otro lugar,
unos militares a caballo atacando a una muchedumbre y en la multitud una
mujer herida; y en otro sitio, unos pobres indios paraguayos pisando maíz.
Aprovechando que no había nadie más que nosotros, me acerqué a uno de
los grabados, lo toqué y descubrí que en realidad todos eran dos
grabados; abajo se escondía un estado posterior del mismo que estaba
desarrollado o ilustrado con palabras. Me acuerdo que en el de los
paraguayos decía: "Piden pan no les dan, piden mazacote y les dan chicote".
No puede olvidarse que este tipo de leyendas como complemento de sentido
aparecía en medio de la dictadura de Terra, por lo que tenía un
significado muy especial en su momento.
Pero
en aquel verano malvinense, una vez, mis nuevos amigos me invitaron a un
asado de recepción a Pablo Neruda al que había empezado a leer —creo
que ese mismo año— en la edición española de
Residencia en la tierra. Nos citamos a las siete de la mañana,
tomamos un ómnibus, nos bajamos en algún lugar y abordamos otro coche,
hasta que en determinado momento vimos a Castellanos Balparda acompañado
de un enorme ovejero alemán. Estábamos en Bella Italia y el viaje había
concluido.
Una
vez abierta la puerta de la casa, me encontré con el mismo letrero
esmaltado que anunciaba la exposición de grabados. Entonces la emoción
fue doble, porque no sólo se trataba de estar junto a Neruda sino también
de enterarme que aquel plástico —que tanto me había impresionado—
era el mismo veraneante con quien conversaba en la playa. Ahí conocí a
los poetas Juan Cunha, Beltrán Martínez, Uruguay González Poggi,
Enrique Lentini, Carlos Denis Molina —el único que tenía más o menos
mi edad— y el cubano Juan Marinello, quien había venido con Neruda
desde París.
UN
ONETTI TACITURNO
—¿En
esta reunión se inicia el camino
de su larga carrera?
—De
algún modo sí. En principio, a consecuencia de esta reunión se
profundizó mi amistad con varios de ellos. En la pieza de pensión donde
vivía Juan Cunha, en Eduardo Acevedo casi la Rambla, todos los miércoles
empezamos a juntarnos con algunos de los que mencioné y, también con
Casto Canel y con Juan Carlos Onetti. Este hombre flaco y taciturno era
muy respetado por todos, si bien aún no había publicado
El pozo. No entablé una relación con Onetti en esas jornadas, porque
para mí era un tipo misterioso que fumaba y escuchaba la charla de los
otros, hacía algún gesto, dejaba salir alguna palabra perdida y nada más.
Denis
Molina estaba haciendo sus primeras experiencias poéticas, algunas ya
difundidas en el libro La liga de las escobas (1937). Con él nos
vinculamos al café Libertad, donde había un grupo en el que alternaban
Luis Alberto Larriera, Canel, Guido Castillo, Pedro Piccatto, Líber Falco,
Mario Arregui y —en algunas ocasiones— Paco Espínola. Los lunes nunca
faltábamos con Denis a la Cosmopolita de Mozos, en la calle Canelones; se
trataba de la gremial de obreros gastronómicos donde el pintor Julio
Verdié organizaba espectáculos. Ahí nosotros perturbábamos la
paciencia de los pobres empleados que llenaban con unción el patio del
local, provocando y discutiendo a viva voz sobre cualquier cosa. Por
ejemplo, un día nos pusimos máscaras y leímos himnos védicos, así
como podíamos hacer otras tonterías de esa especie. Hubo una obrita de
Denis que se representó en ese lugar y una farsa de tema romántico que
escribí para el mismo destino. También aparecía Piccatto, que era
chiquito, jorobado, con una expresión diabólica en la cara, enamorado de
la poesía con una pasión inocultable. Todo esto ocurrió en 1938.
—En
1939 usted publica el primer cuaderno poético titulado Canto pleno en la imprenta "Stella", de Casto Canel y
Juan Cunha, el mismo año y en la misma imprenta que sacaría El pozo y Despedida a las nieblas, de Beltrán Martínez.
—Y
además las hojas de poesía de Cunha y después
Memorial del mismo Beltrán Martínez. En el 40, llenos de deudas, la
máquina de Canel y Cunha fue a parar a Paysandú 1011, donde estaba la
imprenta UGU, que funcionaba en el sótano mientras la linotipo se ubicaba
en la planta baja del edificio. Entonces le pedí a Cunha que me enseñara
el oficio. El pobre Juan que tenía que ganarse la vida vendiendo avisos
para el semanario Marcha —que
había aparecido el año anterior—, no tenía tiempo para enseñarme
nada, pero alcanzó a decirme cómo había que hacer. Con sus valiosas
indicaciones y con lo que pude observar por las noches en la tarea de los
obreros gráficos, aprendí lo suficiente, compré papel y compuse
El abanico rosa, mi primer relato. El aprendizaje se completó casi a
la perfección cuando se me cayó la plancha entera, la mejor lección que
obtuve, porque me pasé el verano del 39-40 recogiendo letras del suelo y
colocándolas en la caja.
—En
1944 se casó con Amanda Berenguer
y concurrió a las reuniones en el
café Metro.
—Sí,
pero un poco antes fracasó un proyecto que barajamos con Denis de formar
las Prensas particulares del grupo Sexta Vocal —nombre que inventó él—.
La cosa no funcionó; mientras tanto yo estaba estudiando literatura todo
el día preparándome para obtener un puesto de profesor en Educación
Secundaria. Los ratos libres se los destinábamos a las reuniones del café
Metro, adonde íbamos con Amanda (Berenguer). A muchos de los integrantes
del grupo del café Libertad se sumaron Felisberto Hernández, Tola
Invernizzi, Carlos Maggi, María Inés Silva Vila, Manuel Flores Mora y
Paulina Medeiros. Hacia fines de 1947 llegó José Bergamín.
Una
ardua carrera
—De
a poco se estaba transformando de aprendiz en profesional de la
literatura.
—Di
el concurso para transformarme en profesor de Secundaria en 1942 y creo que en 1943, que fueron
cinco pruebas muy exigentes y agotadoras. Obtuve el primer puesto en los
dos. Al año siguiente, me presenté para un cargo en el Instituto Normal
y me ganó Domingo Luis Bordoli, y en 1945 volví a presentarme en busca
de unas horas de clase en Preparatorios oponiéndome a Bordoli y Emir Rodríguez
Monegal. Por último, en 1955 inicié mis pruebas de oposición para la cátedra
de Literatura francesa en la Facultad de Humanidades, las que concluyeron
al año siguiente con resultado favorable.
A
Emir lo conocí en el concurso antes mencionado. Siempre hubo con él una
cierta distancia y antipatía —personal y teórica—, lo que impidió
que más tarde colaboráramos con él en la revista
Número. Nos caía mal Emir y también sus opiniones, y teníamos una
solidaridad con Maggi, dado que él se había enfrentado duramente con
Emir, pese a haber sido condiscípulos
en el Lycée Francais.
A
Bergamín lo conocí al final de una conferencia que dicté sobre
Cervantes en el 47. En la misma fecha nos trasladamos a esta casa de Punta
Gorda, en la calle Mangaripé (hoy María Espínola), la única que había
en toda la cuadra. Cuando nos casamos habíamos comprado una Minerva de
fines del siglo XVIII, una imprenta monstruosa que llamamos "La
Galatea". Y empezamos a imprimir libros, hojas y plaquettes,
entre otros de Jules Supervielle, de Ida Vítale, varios de Amanda (El río, La invitación y Contracanto) y varios míos: El
habitante, el Tratado de la llama, y la primera versión del estudio sobre Bécquer.
En
esos años aparece la amistad con Ángel Rama, iniciada en las Jornadas
arqueológicas del teatro, que organizó Lincoln Machado Rivas. Me fue
encargada la dirección de un grupo de estudiantes para representar
tragedias griegas, y entre ellos estaba Ángel. Recuerdo que en
Antígona hacía el papel de Hemón, el hijo de Creonte.
Poco
después se da cita en esta casa un grupo de escritores amigos, en torno a
las inquietudes propias del oficio y, también en cierto modo, alrededor
de "La Galatea". Todo eso empezó en el 47 y terminó en el 50,
cuando nos fuimos a Europa donde permanecimos dos años.
Ángel
venía con Ida Vitale; Maggi con María Inés Silva Vila; Flores Mora con
María Zulema, hermana de María Inés; Mario Arregui con Gladys
Castelvecchi, aunque cuando se casaron se fueron a vivir a Trinidad. En
una oportunidad recibimos a Juan Ramón Jiménez y, sólo por esa vez, se
acercaron Emilio Oribe, Emir e Idea Vilariño. Al mismo tiempo empezaron a
hacerse frecuentes las visitas de Bergamín, así como nuestra
concurrencia a sus clases en la Facultad de Humanidades.
En
las reuniones que manteníamos en casa los enfrentamientos eran tremendos.
Maggi y Maneco se ponían siempre del mismo lado, era como si funcionaran
con una misma cabeza. Había una discusión clásica sobre los problemas
de la creación y los aspectos técnicos de
La Ilíada, así como sobre lo que se acababa de leer. Pero más que
sobre otra cosa, se discutía hasta la impiedad a propósito de lo que
cada uno escribía, lo que siempre era llevado a la reunión para que los
demás lo despedazan. Una vez fue muy emocionante saber que alguien traía
una novela, que estaba muy adelantada, y que estaba pensada y dedicada a
un miembro del grupo. Ocurrió que ese "contertulio" le dio tal
paliza al otro que la novela quedó ahí. Quizá esa feroz autocrítica
nos podó mucha obra, aunque la cordialidad y el afecto nunca se borraban.
En eso estábamos hasta que veíamos amanecer.
Todos
los libros
Poesía
y prosa poética
Canto
pleno. Primer cuaderno, Montevideo,
Imprenta "Stella", 1939.
Canto
pleno. Segundo cuaderno, Montevideo,
"Imprenta de Juan Cunha Dotti", 1940.
Tratado
de la llama, Montevideo, La Galatea,
1957.
Ejercicios
antropológicos, Xalapa (México),
Universidad Veracruzana, 1967.
Nuevos
tratados y otros ejercicios, Montevideo, Arca, 1982.
Narrativa
El
abanico rosa. Suite antigua. Montevideo,
Prensas particulares del grupo Sexta Vocal, 1941. (Relato).
El
habitante, Montevideo, La Galatea, 1949.
(Relato).
Los
fuegos de San Telmo, Montevideo, Arca,
1964. (Novela).
Partes
de naufragios, Montevideo, Arca, 1969.
(Novela).
Ensayo
y crítica
Una
conferencia sobre Julio Herrera y
Reissig,
Montevideo, s/e, 1948
Poesía
y magia, Montevideo,s/e, 1949.
Gustavo
Adolfo Becquer: vida y poesía,
Montevideo: La Galatea, 1953. (Ediciones corregidas y aumentadas en
Gredos, Madrid).
La
búsqueda del origen y el impulso a la aventura en la narrativa de André
Gide, Montevideo, Universidad de la República,
1958.
Balzac,
novela y sociedad, Montevideo, Arca,
1974.
El
espectáculo imaginario, Montevideo.
Arca, 1986.
Juan
Carlos Onetti. El espectáculo imaginario II
Montevideo, Arca, 1989.
Felisberto
Hernández. El espectáculo imaginario I,
Montevideo. Arca 1991.
Novela
y sociedad, Xalapa, Universidad
Veracruzana, 1992.
Felisberto
entre nosotros
por
Amanda
Berenguer
MI
MADRE siempre recordaba que Felisberto iba muy a menudo a la casa de mi
abuela, Josefa Giráldez; mi abuelo, don Pedro Bellán, murió en 1922.
También se conocían y se trataban con la madre y las hermanas de
Felisberto, a pesar de que mi propia familia materna era un poco
renuente a las relaciones públicas. Me acuerdo que cuando yo era niña
en casa se hablaba mucho de ellos.
Nuestro
contacto maduro con él se inició en las mesas del café Metro, en la
plaza Libertad, a mediados de los cuarenta. Luego, cuando nos casamos
con José Pedro y vinimos a Punta Gorda, Felisberto nos visitó un par
de veces. Todavía lo recuerdo sentado en el porche, una tarde de sol.
Otra vez nos encontramos en Carrasco, en la linda casa en la que vivían
Maneco Flores Mora y Chacha (María Z. Silva Vila), Ángel Rama e Ida Vítale
y donde también se alojaba Bergamín. Por allí Felisberto llegó con
María Luisa Las Heras, una española a la que había conocido en París
y con la que se casó. Hicimos una comida bastante grande y no muy
sabrosa, la que evocó María Inés Silva Vila en una de sus hermosas crónicas
aparecidas en Jaque.
"La
cena fue un desastre: las milanesas, resecas; los ravioles que eran un
matete. (...) En
honor a la bondad de Felisberto, debo decir que comió dos platos de
ravioles (es un decir). "La pasta me gusta así, bien
blandita", dijo para disimular el sacrificio.
Nos
levantamos de la mesa sin postre, como chiquitines en penitencia y empezó
la velada literaria propiamente dicha. Felisberto sacó los papeles, los
acomodó sobre el escritorio de Ángel y empezó a leer el manuscrito de
"La casa inundada "; para eso nos habíamos reunido. Estaba
sin terminar". ("La noche que Felisberto nos felicitó",
recogido en 45 x 1,
Montevideo. Fin de Siglo, 1993).
Quizá
una de las últimas veces que estuve con él fue en "Casa del
Arte", cuando estrenó "Blancanieves", una pieza para
piano que había compuesto. Aunque también pudimos verlo en dos
homenajes que se le tributaron en otra institución muy prestigiosa,
"Amigos del Arte", en los que participó José Pedro. |