La obra de Mario Arregi
La pasión de contar
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MÁS EN SERIO que en broma, Mario Arregui (1917-1985) comentó que "los novelistas tienen la puerta abierta para contar pavadas y llenar páginas con cosas obvias, los poetas tienen permiso para amontonar palabras descomprometidas e imágenes irresponsables o intercambiables; los que no podemos joder, los que sudamos y sufrimos, Los 'en serio' somos los cuentistas" (Carta a Sergio Faraco, 24 de marzo de 1983). Esto, que puede parecer una simple ocurrencia en una charla de amigos -y como tal la presentó Arregui a su traductor brasileño- encierra una vieja y profunda convicción de quien tenía por esa fecha cerca de cuatro décadas de ejercicio literario. Casi cuarenta años en los que había escrito poco más de cuarenta cuentos.
Una opción literaria
No obstante, su fuerte apuesta estética se cifró en el cuento. Según dijo en el prólogo a su primer libro, este género "posee mayor temperatura artística (...) que el relato o la novela" (1956) y "más expectativa de vida y desarrollos y de lectores fervorosos (en) los siglos que vendrán" ("A propósito del cuento", 1985). La práctica de la narración breve lo acercó a la función de la literatura que creía principal: "colaborar con nosotros -dijo- en el planteo siempre inicial de la empresa siempre continua de ser hombres: averiguarnos y comunicarnos" ("Profesión de fe", 1985). |
En 1947, cuando su generación (la del "45") empezaba a ocupar los primeros planos de la vida cultural montevideana, Arregui se radicó en la estancia paterna en el departamento de Flores, donde se había criado. Como lo recordara María Inés Silva Vila en una crónica, el hacendado-estanciero continuó frecuentando a sus amigos en el café Metro de la Plaza Libertad (Falco, Carlos Maggi, Tola lnvernizzi, Pedro Piccatto y otros). Junto a Gladys Castelvecchi siguió concurriendo a las reuniones de la calle Mangaripé, en casa de José Pedro Díaz y Amanda Berenguer; allí se encontraba con Ida Vitale, Angel Rama, Maggi, Manuel Flores Mora, las hermanas Silva Vila (María Inés y María Zulema) y -a veces- con José Bergamín. Maggi había distribuido en dos arbitrarias categorías a los jóvenes intelectuales de entonces: los "entrañavivistas", sector empeñado en concebir la amistad y la literatura como una discusión seria a la par que solidaria (al que correspondían todos los nombrados); los "lúcidos", nucleados en las páginas culturales de Marcha y en la revista Número, partidarios de las letras anglosajonas y de la crítica sin concesiones (Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, Manuel Claps). Aparte de la endeblez del distingo -algo más que una humorada-, el temperamento atípico de Arregui lo puso al margen de las disputas de los grupos. Era, desde 1937, el solitario comunista de su círculo; el único con raíces campesinas que, además, enmarcaba sus historias en ese ámbito; llegó a ser el único de su grupo que publicó en la revista Número, en cuyo sello editorial daría a conocer su primer libro (Noche de San Juan y otros cuentos, 1956).
En cuentos como "Noche de San Juan", "El gato" y "Diego Alonso", Arregui rehuye la descripción costumbrista, renuncia a la exaltación del color local, opta -al fin- por una prosa en apariencia austera que confía su última eficacia al adjetivo preciso y la puntuación trabajada, aunque muy a menudo trabajosa. Arregui había tomado lecciones estilísticas de fuentes anglosajonas (especialmente de Hemingway), aunque leídas en traducciones y no en inglés, lengua que ignoraba. Su amplia cultura literaria moderna y su dominio del oficio, también le granjearon la simpatía de los "lúcidos", quienes vieron en sus relatos la mejor alternativa
posible para superar el "abotagado realismo" agrario, como lo llamó Martínez Moreno. Con la misma sinceridad (e idéntica ingenuidad) con que en sus prólogos, a la manera borgiana, decretaba las virtudes o los defectos de cada pieza, Arregui declaró: "(Borges) nos enseñó a todos, nos hizo mucho bien. Aunque también nos hizo mal, porque, lo mismo que Neruda, nos marcó demasiado. ¿ Te das cuenta que a veinte años de la eclosión de Borges todavía tengo que andar cazando borgismos en mis borradores y aplastándolos?" (Entrevista de Jorge Ruffinelli en Marcha, 23/X/ 1970). En efecto, ciertos términos característicos del lenguaje de Borges -como "vastos" o "laberintos"- reaparecen con frecuencia en los textos de este discípulo. Con los años imaginó otras fórmulas. En lugar de adueñarse de un giro o de una imagen, intercaló en su prosa citas enmascaradas: "El tamaño y la calidad de su esperanza" o "el íntimo estrangulamiento en la garganta "("Un cuento de amor", 1967). El primero es casi una parodia de "El tamaño de mi esperanza", título de un libro juvenil que Borges no quiso reeditar; el segundo resulta una libre-y antisolemne- adaptación del último verso del "Poema conjetural" de Borges ("el íntimo cuchillo en la garganta"). Otra solución formal, que se extendió a otros autores y obras en los años postreros, consistió en dialogar con las opiniones de su maestro desde dentro de la ficción, como en el caso de "Las cuevas de Nápoles" (1979).
Gracias a estos recursos -relacionados con una progresiva incorporación del humor a sus relatos- Arregui logró sacarse de encima un estilo que por original fue tan pegajoso. Liberado gracias a su tortuoso trabajo en la materia y la forma de sus narraciones, adquirió singularidad creativa. Homenajes como éste no cesaron. Dos décadas más tarde, la voz del narrador-protagonista de "Un cuento de coraje" evoca un contacto en Misiones con el "grandísimo cuentista", como lo volverá a llamar en un artículo. Yen varias cartas incita a Faraco para que traduzca una docena de cuentos "de primerísima línea (...) como 'El hijo', 'El desierto', 'El hombre muerto', 'A la deriva', 'Un peón' y otros varios (que) van a deslumbrar al lector brasileño ". En cambio, recomienda olvidar "Anaconda".
De esta selección personal corresponde sacar conclusiones: a) le importan los cuentos concisos y aún llanos, en los que Quiroga economiza más recursos narrativos; b) todos esos relatos tienen una pretensión metafísica centrada en el problema de la muerte violenta o la que llega sin aviso; c) todos ellos, por más que se desarrollen en Misiones, se resisten al pintoresquismo. "Anaconda", relato próximo al apólogo, extenso y con cierta dirección moralizante, nunca podría interesar a quien recomendó "extirpar materiales sobrantes", a quien comparó al cuento con "un piolín anudado" para que quede "compacto, casi como un proyectil". En el prólogo a "La escoba de la bruja" informó sobre su larga familiaridad con lo campero, pero al mismo tiempo rechazó cualquier voluntad de hacer literatura criollista, sino "literatura a secas". En el agresivo ensayo "Literatura y bota de potro", aclaró más su posición denostando a los narradores criollistas que para él recurrían a "un corto número de temas, llegan poco menos que a venerar ciertos rostros del subdesarrollo y, casi siempre, pueblan sus narraciones de seres humildes -almas simples o almitas-a los que miran con ojos paternalistas y como si de algún modo planearan sobre ellos. A veces fingen ser más incultos de lo que en realidad son (...) Este regionalismo departamental (departamental en más de un sentido) los limita irremediablemente" (En Ramos generales). Apuntes como éstos eran anacrónicos en su fecha de redacción (hacia 1980) porque entonces el criollismo, otrora imperante, era un cadáver literario que había dejado paso a una narrativa que transcurre en un Montevideo también algo estereotipado.
Eso que sintió como una incomprensión de su estrategia literaria lo arrastró a que, en varias ocasiones, desde sus cuentos ironizan contra los sacerdotes de lo nativo y sus clisés. Sus ficciones moran en espacios borrosos: el campo y las orillas de los pueblos predominan en los cuatro libros iniciales; mientras que en sus ficciones moran en espacios borrosos: el campo y las orillas de los pueblos predominan en los cuatro libros iniciales; mientras que en los dos últimos -quizás como reacción al catálogo criollista- irrumpen varias historias situadas en ambientes y tiempos remotos, como "El autorretrato" o "Los amigos", quizá su peor cuento, un revival menudo de "La intrusa" de Borges. A veces se alude "al pueblo en que vivo" o se lo menciona directamente; en otras oportunidades se detallan algunos apellidos de estancieros o de personajes populares. Jamás hizo culto de unas u otras circunstancias. Desde Acevedo Díaz, en Uruguay las "patriadas" constituyen un motivo destacado que se recreó a partir de una visión hegemónica, la de escritores afines al Partido Nacional. Javier de Viana concentró en ella muchos de sus mejores cuentos -de él dijo Arregui que no es un "gran escritor pero sí gran testigo (salvo cuando lo embobeció su blanquismo) "-; hasta Espínola incursionó en el tema en el brevísimo "Las ratas". Faltaba una perspectiva ajena a las divisas tradicionales que desmitificara el leit motiv. A lo largo de toda su trayectoria literaria, Arregui encaró el asunto sin clemencia: en "Unos versos que no dijo", al protagonista (el "loco Manuel") le gusta hablar de política, "entendiendo por política una serie de niñerías a propósito del partido blanco, tal vez su más grande devoción"; en "Tres hombres", el relator indica que nada peor para los paisanos que "las levas de las partidos en andanzas de guerras civiles que solían alborotar la campaña"; en "Un cuento con un pozo", Martiniano Ríos se oculta de una partida "alzada", cuyos integrantes luego violan a su mujer y castran a su hijo pequeño; en "El regreso de Odiseo González", una vieja comenta: "Pa mí que nunca se gana una guerra: Yo anduve en dos; en las dos m 'empreñaron."
Similar desvelo ideológico, aunque de valoración asimétrica, lo hizo escribir sobre la Guerra civil española. Había sufrido con la derrota de la República y hasta había intentado alistarse como miliciano. Tan doloroso era para él este episodio histórico, que en 1982 se recordó así en una carta a Faraco: "¡qué héroe de cartón un tipo al que le faltaron cojones para irse a España en el 37!". Dos cuentos se inspiran en esta tragedia o la merodean: "La compañera" y "Las cuevas de Nápoles". Para abordar estos problemas decisivos apeló, indistintamente, a un realismo matizado -nunca el naturalismo, menos el realismo socialista al que abominó-, a los procedimientos de lo fantástico y a la rica cantera del folklore mágico rioplatense, punto desde el que puede apreciarse mejor su euforia por la literatura de García Márquez. En la mayor parte de su obra ensayó el recurso del narrador oral, como en "Los ladrones", "Un cuento de fogón" y casi todo el volumen El narrador, 1972. El hablante de "Un cuento de coraje" llega al colmo de la oralidad, no exenta de humorismo, porque se dirige a un oyente interno del relato, el "amigo Arregui", a quien refiere "un episodio que bien merece, a mi juicio, ser tema de un cuento de esos que usted escribe". Quienes conocieron a Mario Arregui han destacado su autenticidad humana; han reiterado que fue presa de varias pasiones (la política, la literatura, la amistad, las mujeres, el trabajo rudo), a las que se entregó sin conocer el significado de las palabras "miedo" y "claudicación". Ahora, los que disponemos sólo de sus escritos, podemos atisbar su fuerte personalidad en sus prólogos explicativos, francos y peleones; podemos verificar el talento de alguien que no era "un mentiroso sino algo muy diferente, algo un poco mágico y un poquito sagrado: un narrador." |
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Testimonios sobre Arregui |
Por el mismo
(Carta al escritor y traductor riograndense Sergio Faraco, 6 de abril de 1982. Arregui murió en Montevideo en febrero de 1985).
(Prólogo a La escoba de la bruja, Montevideo, Acali, 1979)
(...) Cuando acababa algo quedaba radiante. En general afirmaba durante un tiempo que era lo mejor que había escrito. Se declaraba en vacaciones, y pasaba semanas sin hacer nada, leyendo, distendido. |
por Pablo Rocca
El País Cultural Nº 303
23 de agosto de 1995
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Mario Arregi en Letras Uruguay
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