El cuento urbano
(1920-1930) Alrededor de 1920 el paisaje urbano uruguayo cambia radicalmente. Según el censo de 1908 casi la mitad de los habitantes del país vive en ciudades y, de ellos, casi un treinta por ciento, cerca de 310.000 personas, residen en Montevideo, entre los cuales hay unos 90.000 extranjeros. Entonces, casi de un golpe, la mansedumbre provinciana fue asaltada por el movimiento en la Ciudad Vieja, en parte del Centro y de la cercana Rambla. Muchos sintieron bajo amenaza sus formas de vida, pero otros vivieron con éxtasis el cambio de sensibilidad, incluidos los miembros de las clases medias de ingresos reducidos, entre ellos los inmigrantes jóvenes originarios de zonas rurales, quienes se retrataron para postales de uso doméstico en las calles y avenidas, junto a un automóvil -más ajeno que propio-, y hasta no desdeñaron el fotomontaje que les permitía cumplir el extraño sueño de subir a un avión. En el sur del país esta fuerte irrupción de la modernidad aparejará un entusiasmo alentado o acrecido por los triunfos futbolísticos de Colombes y Amsterdam (1924 y 1928). Esta modernolatria, aun a cuenta de la convivencia con el arte tradicional de atmósfera campesina, todavía imperante -pero también infiltrado por lo nuevo-, no podía dejar de afectar la producción literaria. Horacio Quiroga fue el primer sensible a los cambios en casi todos sus registros, pero muy especialmente en relación con el cine y el fútbol. Cierto que lo hizo desde Buenos Aires, es decir en contacto más intenso con lo nuevo; cierto, también, que este deporte tan popular en las dos orillas del Plata, recibe en "Juan Polti, half back" (1918) un tratamiento algo lateral o, mejor dicho, se pone al servicio de una historia trágica, de esas en las que Quiroga ya tenía larga e inmejorable experiencia. En este cuento la "gloria" elige como víctima al alter ego de Abdón Porte (jugador de Nacional), un muchacho que viene de abajo y a quien ese "paraíso demasiado artificial" lo encumbra con la misma rapidez que lo hace rodar hacia el abismo. El episodio de base real, narrado con extrema economía de recursos, con una impiedad en la que no hay el menor asomo de sentimentalismo, destaca en la época por su osadía, por la novedad de su planteo. La incorporación del fútbol, al que otros escritores de los veintes verían con antipatía en tanto les quitaba público para las "altas esferas" del arte, no está al margen del creciente empuje de la industria cultural que, en el reino de la letra, comprende el folletín, las revistas de actualidades, las ediciones de libros "de kiosco" y, en suma, los intentos de profesionalización del escritor, en general no muy exitosos en esto orilla pero sí en la otra margen. Beatriz Sarlo ha observado que, entonces, la vanguardia martinfierrista porteña -con Borges a la cabeza-, desprecia las obras de Benito Lynch o de Quiroga, porque rechaza a los que "hacen dinero con el arte"[1], es decir a quienes se lanzan a conquistar un mercado popular con publicaciones baratas y relatos que a veces condescienden con ese gusto masivo. También en el interior de la narrativa uruguaya se vociferó, como en la vanguardia argentina, contra esa "corrupción del gusto", aunque varios de los que esto pensaron tuvieron poco o nulo contacto con los crujidos de la institución arte. Muchos seguían fieles a la autonomía de la producción simbólica ante los referentes más próximos, según la práctica de los modernistas, o continuaban el culto romántico del arte como una esencia sólo accesible a los elegidos. Adolfo Montiel Ballesteros (1888-1971), por ejemplo, quien de modo simultáneo presionó los pedales del realismo rural y del relato de asunto ciudadano, salió al ataque en "El folletín del amor" (Cuentos Uruguayos. Florencia, Tip. Giuntina, 1920). En los primeros párrafos parodia los episodios de un folletín "rosa": el protagonista ha recortado de un diario los cinco capítulos de una historia sentimental y en su imaginación da vuelta la trama, que "asoma su perfil lírico entre la amazacotada prosa comercial de los lacónicos reclames del gran diario'' (pág. 157). Contemporáneamente, en "El amor de la histérica", de Vicente Salaverri (1887-1971), una joven hipersensible le oferta a su novio un suicidio a dúo. El narrador contenta que esta proposición conviene a "una escena del folletín: dormirse abrazados en un tálamo blanco, tras un supremo deliquio, mientras en el suelo flores odorantes formaban alcatifa" (Cuentos del Río de la Plata, Barcelona. Ed. Cervantes. 1921. pág. 101). Con un poco más de oído para las novedades, en la narración "El inventor fracasado", Ildefonso Pereda Valdés (1899-1996), crea un personaje que consigue la fámula para esclarecer todos los crímenes misteriosos, Acto seguido, el extraordinario investigador recibe una carta de la dirección de Las Noticias, en la que se deja sentada una protesta porque el periódico "no puede permitir que por culpa de su maldito invento se suspende la publicación del folletín "El crimen misterioso de la Rambla Wiison". Su intento arruinaría a toda la literatura que viene alimentándose del misterio" (El sueño de Chaplín. Montevideo, Ed. Río de la Plata, 1930, p. 96). De la resistencia al periodismo masivo y los folletines que "abaratan" o degradan el alto sentido del arte -según lo había atacado sin cortapisas José Pedro Bellán en su novela Doñarramona (1918)-, estos escritores pasan a la crítica de la mujer y otra de sus aficiones: el cine. Las estrellas del celuloide, de uno y otro sexo, funcionan como depositarlas de las fantasías eróticas. En esta línea también Quiroga es pionero desde 'Miss Dorothy Phillips, mi esposa" (1919), un relato que prefigura "El enamorado de Anna Glynt", de Alberto Laplaces, en el que se combinan la ilusión, el deseo y el golpe de efecto que derrumba el clima onírico. Pereda Valdés insiste, sobre todo con Rodolfo Valentino, el sex symbol de los twenties: "Las mujeres histéricas amenazaban (a Chaplin) y le insultaban porque no se parecia a Rodolfo Valentino" ("El sueño de Chaplin". op. cit,, pág. 12). Bellan aporta una variante original y atrevida en su época con "Los amores de Juan Rivault" (1922), precedente todavía inexplorado de "Las Hortensias" (1949) y, en cierta medida, del cuento "Menos Julia" (1947), de su discípulo Felisberto Hernández (1902-1964). En el relato de Bellan, el cine resulta el espacio oscuro para la ejecución de actos masturbatorios y lances amorosos, con éxito y sin él. En realidad, esta masa de textos narrativos que afrontan con parejo desdén el cine como espectáculo, sistema comunicativo y producción cultural, sólo alcanzó un grado diverso de aprovechamiento técnico en Quiroga. Bellan y, en forma algo primaria, en "La confesión de Molly", de Alfredo M. Ferreiro. Sólo estos uruguayos de los veintes lograron aprender del cine -como con mayor afinación lo estaban haciendo Joyce o Faulkner- el manejo múltiple de los planos narrativos, los cambios y el simultaneísmo en el punto de vista, el ritmo dinámico, la desolemnización del discurso, la compresión y la síntesis. Si Quiroga defendió el cine de aventuras -especialmente el western-[2], el grupo que evaluó estos materiales como insumos degradados del espectáculo en su momento tuvo un diálogo fluido y un respaldo en la crítica cinematográfica más influyente. Así, por ejemplo, José María Podestá distinguió entre fases "superiores" e "inferiores" del arte cinematográfico y responsabilizó al público de la demanda de estas últimas[3]. Y como además de esta vulgarización hasta 1927 sólo existe el cine mudo, la literatura le da voz. O, dicho de otro modo, la palabra del texto literario "completa" las ilusiones ópticas que provoca el cine, cierra el circulo del espectáculo. De ahí que incida en los narradores menos diestros sólo como materia y fuente de inspiración, reflejo de conservación del estatus de la letra. La seducción por la máquina, símbolo y fetiche de la modernidad, conquista la narrativa ciudadana de aquellos años. En las historias rurales coetáneas la representación realista obliga a describir las tareas y los instrumentos camperos, proceso visible hasta en quienes rehúyen lo puramente costumbrista, como Espínola, Dotti, Zavala Muniz, Yamandú Rodríguez, Dossetti y Morosoli. Con vigor paralelo, los urbanos (sean realistas, fantásticos o lo que fuere) se inclinan ante la máquina. Alguno, como Alberto Lasplaces en "Novia de pueblo", dentro de cánones convencionales, según fue apreciado en su época, ofrece "el propósito deliberado de hacer la apología de la vida ciudadana, multidinámica y febril, frente a la vida pueblerina, estática y de un romanticismo agonizante[4]. Enrique Amorim -a la vez notorio y abundante prosista criollo- emplea el teléfono para ordenar un nuevo esquema narrativo, que despliega los diálogos ahora ante la verosímil comunicación de dos voces que se cruzan en el éter ("Plaza, 7223"). En "Los amores de Juan Rivault", las máquinas pautan la vida del protagonista, quien a los catorce años recibe de sus padres el regalo de una motocicleta y, ya crecido, en los tranvías procura mórbidos encuentros eróticos con la primera muchacha que tiene a su alcance. En "¡Maní!", del mismo Bellan, un cochero se queja por la competencia de los taxis, preferidos por los clientes jóvenes. Sonidos y sensaciones de la modernidad maquinista se oponen en este corpus narrativo -igual que en la poesía de la época en las dos Bandas- al silencio del suburbio, como puede advertirse en "¡Maní!" y en "La confesión de Molly". La animización de los objetos puede resultar, así sea indirectamente, una derivada de la modernidad. A la conocida práctica que Felisberto Hernández lleva a cabo desde sus primeras ficciones, esta línea sigue en escritores que casi no se apartan del canon realista, tal el caso de Alberto Lasplaces en "El automóvil": "Para Anselmo aquello no era una máquina fría e irresponsable, sino un ser vivo y cariñoso'' (El hombre que tuvo una idea. 1927. pág. 119). De un modo más complejo, y con una batería de imágenes que sintonizan con las vanguardias metropolitanas, Julio Verdié hará lo propio en su novela Hilván (1930) y en el cuento "Sodomita", el único de los suyos que pudimos detectar. En esas narraciones desafía el estatuto realista, porque mezcla las voces narrativas, introduce un texto dentro de otro, se maneja con la "obra abierta" -como Felisberto Hernández en Libro sin tapas (1929)-, en la medida que invita al receptor a completar la historia: "suplicándole que lo recoja para terminar el relato que bien puede convertirse en una novela de éxito" (''Sodomita''). Verdié agrega, además, la absoluta novedad local de retratar la homosexualidad, aunque en el fondo reproduce el discurso patriarcal y discriminatorio, como lo hace Ferreiro con la prostituta de su cuento. La máquina, la música nueva y la abrumadora presencia de los inmigrantes europeos, afectan el lenguaje de esta literatura de los veintes, que pasa a diferenciarse de cualquier texto que con los mismos referentes se escribiera hacia 1900, como los cuentos de Carlos Reyles o los de Eduardo Acevedo Días. Hay una invasión neológica vinculada a los fenómenos de la industria cultural reciente: "Paris está dominado por los negros jazz-bánicos" ("Paulina", de Pereda Valdés, op. cit.. pág. 76). Aparecen vocablos del habla popular rioplatense -bajo la segura influencia del tango-, como en Lasplaces, quien detrás de la voz de un narrador, en general omnisciente y siempre "culto'', introduce coloquialismos ("che'') y formas conjugadas de los verbos según la fonética de las ciudades-puerto. En "La confesión dc Molly", Ferreiro se adecua al discurso de una mujer de cabaret, estableciendo apenas alguna censura en los términos que aludan a la sexualidad y, de paso, dialoga con la imagen de la prostituta en el tango; en " ¡Mani!", Bellan acude a los italianismos. Pero no toda novedad es festejada. Como en algunos cuentos y novelas argentinos del período (los de Roberto Arlt y Roberto Mariani), en Bellan, Lasplaces y el Manuel de Castro (1896-1970) de Historia de un pequeño funcionario (1929), la oficina y el dinero son piezas de un engranaje perverso que incomunica a los seres, los despoja de sensibilidad y hasta los aliena. Verbigracia, en "El automóvil", de Lasplaces, la fascinación del protagonista por su máquina puede entenderse como una escapatoria a las "oscuras oficinas (donde) estuve, durante años y años condenado a amontonar números contando las ganancias de otros'' (op cit.. pág - 110). Esta misma línea se profundizará en "El extraordinario fin de un hombre vulgar"( 1942), del libro homónimo de Alfredo D. Gravina (1913-1995) y en los cuentos de Asfalto (1944), de Serafín J, García (1908-1985). Se ha dicho una y mil veces, no sin cierta razón, que desde los orígenes de la narrativa uruguaya hasta El pozo (1939), de Juan Carlos Onetti, el campo se impuso sobre la ciudad. Más allá de la mayor cantidad de títulos y del ostensible peso de esa tradición, que reconoce sus orígenes en la gauchesca y en la representación del paradigma nacional asociado a lo campesino, está claro que también existió un corpus urbano numeroso y bastante homogéneo. Este, en todo caso y a diferencia de la serie campesina, no encontró una recepción crítica adecuada, ni una catación simbólica por los círculos de poder cultural y oficial, ni medios tan adictos como las revistas El Fogón, Cimarrón o El Terruño. Habrá que esperar a la llegada de Onetti y sus seguidores. con sus correspondientes vías de expresión (Marcha, Número, etc,) para que el juego se invierta; habrá que esperar, también, a que el mundo rural decline en provecho de la ciudad. Referencias: [1] "Vanguardia y criollismo: la aventura de Martín Fierro", Beatriz Sarlo, en Ensayos argentinos. De Sarmiento a la Vanguardia. Buenos Aires, Ariel, 1997, págs. 211-260. |
por Pablo Rocca
El País Cultural
2 de febrero de 2000
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