El ruido
Federico Rivero Scarini

Era la novena noche del cuarto mes cuando volvió a escuchar el mismo ruido en el cuarto contiguo; creyó que había desaparecido para siempre después de haber hecho lo que hizo. El ruido era igual al rodar de bolitas de vidrio, que iba y venía invadiendo todos los rincones del apartamento. Al mismo se sumaba la intermitencia de las luces, la baja tensión, y una brisa fría que movía las cortinas y algunos adornos de las paredes. Cuando comenzó a gestarse, hace un año atrás, trece meses exactamente, al principio pensó que se trataba de algún objeto que se había caído fortuitamente; sin embargo el ritmo y la frecuencia del ruido parecían mantenerse en concordancia, y pasó de ser un mero hecho casual a una conducta (y este es el término preciso) voluntaria. En aquella ocasión, aun sobresaltado, se acerco a la puerta cerrada y posó la oreja; la luz de la cocina y del living se prendían y se apagaban. Escuchó el rodar de algo como en bajada, puso su mano en el pestillo y abrió. La habitación estaba intacta apreciable en la penumbra. Un frío invernal se sentía en el rostro y tenues vapores salían de la boca y la nariz. Encendió la luz, la baja tensión la hizo tenue; de pronto un vahído lo invadió llevándolo casi hasta el desmayo al ver una silla posada en el techo como si fuese en el suelo. Las celosías de metal se movían por el viento, y la silla, como un insecto dormido, se mantenía con el respaldo hacia abajo.

 

En la ventana las hojas de la palmera proyectaban sus sombras haciéndolas danzar contra la pared mientras la silla estaba incólume. Trató de calmarse y lo logró a duras penas; salió del cuarto y abrió un placard sacando una escoba; en seguida volvió a la habitación con la idea de bajar la silla del techo. Por más que lo intentó fue en vano; ni bien lograba desprenderla volvía la silla a aferrarse como quien intentara hacer lo mismo con una silla posada en el piso. Desistió y quedó observándola incrédulo un rato.

 

Sospechaba que algo estaba sentado mirándolo en silencio. Dijo una palabras como de saludo o recriminación. El único sonido era el de las hojas de la palmera embestidas por el viento. Su cuerpo se enfriaba y el espejo del cuarto comenzó a empañarse. En el torbellino de la confusión pensó en llamar al 911, no sabía si a la policía o a los bomberos, pero en seguida se arrepintió. Igual valoraba la posibilidad de llamar a alguien, pero a quién? La luz terminó por extinguirse y quedó sumido en la oscuridad con la silla en el techo. Se percató de la fiebre en el frío de su cuerpo pero no atinaba a nada. Mientras decidía hacer algo se le ocurrió realizar el intento de conjurar ese hechizo leyendo algún pasaje de la Biblia o trayendo algún símbolo religioso. Salió de la habitación y fue a la biblioteca, encontró el libro sagrado y al azar lo abrió. Aparecieron ante sus ojos los Salmos; rápidamente fue hasta su cuarto y tomó el crucifijo. Ahora sentía un extraño alivio que le quitó la fiebre de la cara. Volvió a entrar al cuarto con  los objetos sacros. Puso el crucifijo sobre el modular en dirección a la silla. Encendió con los fósforos las velas de un candelabro; abrió el libro y comenzó a leer en voz alta y pausada. La silla comenzó a temblar, luego a girar y finalmente se soltó del techo cayendo con estrépito,  rodando hasta un rincón y quedándose patas arriba quieta, como muerta. El frío se disipó. Una calma enorme igual a un resplandor lo invadió. Esta misma situación se produjo en su ánimo las otras seis veces que se reiteró el hecho. Pero no podía decírselo a nadie aunque a veces estaba tentado de  hacerlo para consolarse. Una vez intentó llamar por teléfono a un amigo y ni bien levantó el tubo la silla se cayó y quedó en su lugar habitual: al lado del modular. En otra ocasión quiso fotografiarla pero también se dejó caer.  Por lo pronto no tenía los medios para testimoniar la situación ni para que se atestiguara con la presencia de algún allegado, por lo menos un vecino.

 

Se resignó a vivir con ese rito a solas. Y pasó el tiempo; ahora se encontraba en la misma situación. Pensó en dejar todo quieto y mudarse lejos, pero tenía la certeza que fuera donde fuera el acontecimiento se reiteraría. Le restó importancia, esta vez, al ruido que se movía. Pasó más de una hora cuando se decidió a regresar al cuarto con el libro sagrado y el crucifijo, con los salmos ya aprendidos de memoria y con la caja de fósforos para las velas del candelabro. Abrió la puerta y esta vez encontró todo lo que había en la habitación posado en el techo. El espejo dado vuelta lo reflejaba parado solo en el piso. No podía encender las velas, no podía apoyar el crucifijo.; el frío se transformó en neblina azulada que refractaba la luz que entraba por la ventana. No supo qué hacer; una angustia bestial le oprimía le pecho. Se decidió ir a buscar una escalera para bajar el candelabro y cuando se dio vueltas para salir, la puerta estaba al revés con su base en el techo. Intentó saltar para aferrarse y salir pero no lo lograba debido a la fatiga del miedo. Se acurrucó entre las aristas; la ventana también había adquirido el capricho de las demás cosas. Su perspectiva estaba dada vuelta. Sacando fuerzas desde lo profundo de su alma trastornada volvió a saltar y se aferró a la jamba de la puerta. Ayudándose con las piernas se alzó tirándose hacia fuera de la habitación. Una vez del otro lado se incorporó, y sin percatarse de nada tropezó con el plafón de la luz cayéndose sobre el techo y mirando de reojo, antes de desmayarse en la locura, el meticuloso orden de las cosas que estaban sobre el piso del apartamento.

Federico Rivero Scarini

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