Las operaciones del amor
cuento de Julio Ricci

A la memoria de L. S. Garini,
(alias Héctor Urdangarín)
que vivió inefablemente
y de Ricardo González
y sus comidas del Cno. La Cabra.

Después de unas semanas el hombre pensó que tal vez le conviniera investigar un poco. Mejor dicho, pensó que debía investigar un poco. Tendría que aventurarse algo, cosa que no hacía en su ciudad, en donde todo le resultaba familiar. No era un hombre joven que se diga, pero tampoco viejo, todavía tenía energía. 52 años no eran tantos, al fin de cuentas.

El cabello que aún le quedaba era muy canoso y en cierto modo sentía como un complejo de envejecimiento. Arriba, menos mal, brillaba la piel blancuzca con alguna mancha amarronada que indicaba algún trastorno del hígado o del intestino. Era una extensión alargada y fea, pero que le daba cierta prestancia como de ejecutivo. La frente amplia o amplísima parecía indicar que el hombre había cogitado mucho. Tenía aspecto de profesor y era profesor, aunque por ese entonces eso no era muy importante pues el mercado estaba inundado de profesores de todas las cosas.

Con su inmensa superficie calva y sus parietales cubiertos de canas y su nariz griega que arrancaba de muy arriba, iría una de esas noches a investigar. Ya había pasado una tarde por allí y había visto algo.

Eligió un atardecer. Hizo el cálculo exacto de la hora. Llegaría cuando las luces se encendieran y miraría. Sin duda iba a encontrar algo. El portero del hotel le había dado algunos datos.

Desde la esquina pudo verlas. Eran varías. Unas morenas, otras rubias, otras simplemente castañas.

El primer día no quiso actuar. Tenía mucha premura pero también mucho tiempo por delante. El plan ya había sido puesto en ejecución y él haría las cosas con orden y parsimonia.

 

La esquina le pareció un tanto vulgar. Sólo los hombres groseros e incultos se apostaban en ella. Todos miraban con un deseo enfermizo. Fumaban como sapos y echaban humo constantemente. Recorrían con la vista la hilera de mujeres que charlaban y de vez en cuando alguno de ellos cruzaba la calle y hablaba con una de ellas. Era una especie de diálogo indefinido pero en el fondo de matices pecuniarios. Se veía que primero estudiaban el asunto. Algunos parecían nerviosos; otros no: daban la impresión de una gran sangre fría.

El Sr. X tenía ya su opinión formada. Se tomaría el tiempo necesario. No importaba cuánto. Las cosas era mejor hacerlas bien, sobre todo cuando se trataba de operaciones de ese tipo.

 

Día tras día iba al café. Desde las ventanas podía ver la esquina y lo que allí pasaba. Los hombres cruzaban sigilosos. Muchos de ellos como queriendo esfumarse en las sombras de la calle. Algunos parecían ser ordi­narios, otros tímidos, otros presurosos. Todos como obedeciendo a su equilibrio biológico.

Se hizo habitué del café y hasta se encontraba a veces con el Sr. Grau. Siempre hablaba de lo mismo: del tiempo, de la venta de libros, de la familia, y de nuevo del tiempo, etc., etc. El siempre miraba a las mujeres de la hilera y hasta oía sus carcajadas.

Sólo admiraba a una de las jóvenes. Era la más hermosa. El la conocía muy bien. Siempre cruzaba algún hombre raro, hablaba algo, y desaparecía con ella. El esperaba su vuelta. Cuando ella retornaba se sentía mejor.

Con la imaginación sufría. Sufría mucho. Incluso adivinaba cómo era. Por las noches soñaba con ella. Se iba del café muy tarde, cuando ella no estaba, cuando se había ido con algún hombre de esos odiosos y oscuros y feos y sucios que cruzaban la calle.

A menudo se despertaba empapado en sudor. Había estado soñando. Tenían una casita y eran felices. La felicidad. A veces soñaba que estaba ante el altar. Y ella y él se confiaban al Señor y a la bienaventuranza.

 

La ida al café se había tornado en rutina. Iba todas las noches. Siempre se encontraba con el Sr. Grau. Cuando se cumplieron dos años decidió cruzar y hablar con ella. El Sr. Grau le dijo que la tarifa había subido. El nuevo precio era de 500 pesetas y esto lo frenó. Tal vez si resultara simpático la cosa podría arreglarse con 400. Le habían comentado que para llegar a la habitación había que subir una escalera oscura. El corazón le palpitaba.

Oía lo que decía Grau. Las luces del café y el humo y el entrechocar de copas y las voces lo hacían sentirse como drogado.

En invierno miraba por la ventana y divagaba. Su mente trabajaba mucho. Alguna vez, de joven, había estado en una pieza así. La luz se había apagado y sólo brillaban los letreros de neón. Habían sido experiencias increíbles. Había bajado la escalera como un perro acosado, o como un ladrón perseguido o como un pobre diablo. Incluso se había imaginado cómo era visto desde atrás, Y haciendo cosas. Y hablando. No se había podido acostumbrar. Siempre había temblado.

—Mire amigo, los gustos hay que sacárselos en vida —le había dicho Grau dos veces, sacándolo de su semisonambulismo.

El no había respondido.

—Gástese unas pesetas y después me cuenta. El Sr. X había pedido un té y había continuado mirando.

Había una especie de jorobado que siempre se iba con Liliana. Tardaban mucho y él pensaba. Siempre que se iba con el jorobado, la esperaba. Ella volvía. Se arreglaba el cabello y charlaba con las amigas.

Había también un cojo que se iba con ella. El cojo aparecía indefectiblemente los viernes a las 8. Pero ella retornaba en 15 ó 20 minutos.

Lo que más le preocupaba eran los desconocidos. ¿Qué harían? ¿Cómo la tratarían? Aquí sí que no había modo de adivinar nada. No tenía seguridad. Todo dependía de la cara o del cuerpo. Ambas cosas decían mucho del individuo.

A veces se quedaba hasta la madrugada. Los sábados, por ejemplo, en que caía algún sinvergüenza. El incluso trataba de imaginar cómo era la vida de esos hombres y si estaban limpios.

 

El Sr. X siempre venía bañado y perfumado al café por si llegaba a estar con ella. Su encuentro sería diferente. El hablaría mucho y le contaría todo lo que sentía. Le diría cosas que nadie le había dicho antes y ella suspiraría. Estaría pletórico de ideas. Se sentaría al ladito de ella y la miraría embelesado. Contemplaría su piel y los pocitos de su cara con arrobo y ella le sonreiría. Nadie habría hecho eso antes y quedaría emocionada. Después, tal vez, le acariciaría el pelo, ese pelo sedoso que veía desde el café.

Más de un aventurero de esos había ido con ella y luego vuelto al café. Y había entrado sacando pecho como un gran triunfador y se había echado unas risotadas de patán en la mesa de los amigotes. Y había empezado la cadena de chistes verdes.

El Sr. X había sentido como sí le hubieran atravesado una gélida espada entre el pecho y la espalda y luego había pensado que era terrible que los bestias tuvieran opción al desenfreno. Era como darles manjares a los chanchos. Todo estaba mal distribuido. Uno de esos patanes había contado unas cosas horribles, una especie de aberraciones, y se había reído estrepitosamente. Y había dicho todas las palabrotas del léxico, incluso algunas que él había leído en el diccionario de Camilo Cela.

Uno de los que había estado con ella era alto, flaco y de gafas oscuras. No había dicho mucho, sin embargo. Sólo se había sentado y había pedido un café. ¿Cómo sería en la intimidad?, se preguntaba X. Porque seguramente todos eran diferentes en eso. Eran inéditos, inimitables, desiguales. ¿Qué harían con ella? ¿Cómo empezarían? Los más calmos, los más flemáticos, eran los que más le preocupaban. Eran como dominadores, como pulpos que estrechaban a las mujeres y las obnubilaban como si fueran víboras. Hacían lo que querían. Y no tenían alma. Eran lo contrario de él, que buscaba otra cosa en la intimidad, tal vez algo inaccesible o inasible. Porque la unión del hombre y la mujer era como un encuentro en el infinito, en la eternidad. Era el micromundo de los poetas y de los supersensibles, que siempre terminaban en la instancia poética.

Cuando el Sr. Grau amenazó con ir, el Sr. X se puso muy triste y sintió un gran desasosiego. Pensaba ir una de esas noches y estar con ella en la intimidad.

El Sr. Grau era mayor que él, tenía casi 60 años, pero era decidido y nunca le faltaba dinero. Por primera vez lo observó. Le pareció que era un hombre asqueroso. Siempre estaba a medio afeitar y tenía una tez apergaminada que le daba una expresión semicadavérica. Los dientes que le quedaban estaban llenos de un sarro negro y repugnante y a veces había que alejarse por el aliento repulsivo que exhalaba.

A veces salían a comer juntos. El Sr. Grau pedía los platos más caros, paellas a la valenciana, pollitos deshuesados con jamón serrano y salsa Pont-au-Prince, godofredos à la maître d'hôtel, etc., etc. Y ordenaba siempre buenos vinos franceses o alemanes y un cigarro y un licor Fin-de-siècle. El. Sr. X no pedía nada. No podía gastar tanto y se conformaba con ser espectador del Sr. Grau y ver cómo transcurría la comida, cómo poco a poco los trozos de carnes marinas y de pollos y las salsas entraban por esa boca negra. Y veía y olía las exquisiteces mientras Grau regolfaba y se pasaba la servilleta por las fauces. "Qué bien que está todo esto", decía Grau. "Es una lástima que Ud. no se pida un pollito". El no pedía nada. Un té le bastaba. El Sr. Grau masticaba muy bien. Los trozos de arroz y ave circulaban por toda su boca y poco a poco eran engullidos. Al final pasaba un trozo de pan y acababa con el jugo que quedaba en el plato.

—Las comidas son como las mujeres —decía mientras eructaba sonoramente. —Hay que darles hasta el final.

El Sr. X se horrorizaba. Imaginaba el proyectado encuentro íntimo del Sr. Grau con la señorita Liliana y en el fondo del alma algo se le retorcía.

Entre gallos y medianoche Grau acababa el postre, por lo general una especie de manjar del paraíso o una torta de chocolate. De inmediato se pasaba la lengua por los labios como los gatos. El Sr. X sólo había tomado un té y ni siquiera se había animado a pedirse una mandioca o una galletita dulce.

—No comprendo. . . por qué. . . no come —decía Grau entrecortado por dos eructos con un olor de mezcla de vino, paella y postres y jugos digestivos que desembocaba en las narices del Sr. X.

 

El Sr. Grau había llegado y había resuelto hacer intimidades con la Srta. Lily. Se había arreglado algo y se había instalado una corbata roja en una camisa muy blanca. El misterio de las horas chicas que iniciaban el nuevo domingo estimulaba la inquietud de los hombres.

El sábado de noche era siempre la ouvertura del pequeño pecado. El Sr. X se sentía como si flotara en la atmósfera borrosa de humo, de olores a café y alcoholes del bar.

Cuando el Sr. Grau se levantó y cruzó, él no miró. Mejor dicho, miró de reojo por la ventana y vio cómo Grau se iba por la calle con Lily. El vejestorio iba a hacer ejercicios de intimidad.

 

La funda de su almohada ha estado húmeda últimamente. Ha sudado mucho en las horas de sueño. Por lo general, antes de dormirse ha hecho un balance del día. El balance le ha mostrado que ha dado muchas vueltas por la ciudad, pero que no ha ganado gran cosa. Ha ido de un lado a otro con la cartera cargada de libros y otras cosas pero ha vendido poco.

El breve balance lo ha adormecido. Ha pensado siempre en Lily y en el próximo saludo. Se ha sentido muy cerca de ella. Al menos espiritualmente. Ha estado seguro de que ella lo va a entender muy bien, no importa cuándo.

Luego del balance, ha rezado un Padre Nuestro y un Ave María. Le gustan mucho las dos oraciones. A veces no ha terminado de rezar. Se ha quedado dormido.

En invierno ha sufrido mucho. Ha hecho un frío terrible en la pieza del hotel y no ha habido calefacción. Se ha puesto una media en la calva para protegerse de las bajas temperaturas. Ha parecido un chino.

Últimamente ha rezado varias Aves Marías para poder estar con Lily. Las Aves Marías lo han ayudado mucho. Ha estado muy estreñido y no ha podido saber el porqué.

Ha pensado que pronto se verá con Lily.

 

—Apenas termine el café, cruzaré —le había dicho Grau y había cumplido su palabra.

—Después le contaré todo con pelos y señales había gritado mientras cruzaba la calle. —Ud. es muy flojo, ni comida ni mujeres.

 

El Sr. Grau no volvía. Habían pasado como 40 minutos. Con la imaginación, él estaba también en la intimidad. Pero sobre todo pensaba en Lilián. El había planeado un viaje con ella al sur. Primero el casamiento. Ella de blanco y él de negro. Juvenil, fuerte, desinhibido. El cura diría: ¿Tomas a Lily por esposa? Y él contestaría: Sí, padre. Luego la costa, el agua, las arenas, el abacaxi, el calor del eterno Mediterráneo. El olvido. Y en las noches los ejercicios de la intimidad y el olor de los jardines andaluces. Por la ventana de la alcoba el cielo, las estrellas, y ella, su perfume, su piel, entre sus brazos.

El Sr. Grau se demoraba y él divagaba. Ni el entrechocar de los vasos ni las risas ni el humo le llegaban.

 

El Sr. Grau le habló de ella. Mejor dicho, le habló de todo. El lo escuchó muy calmo y sin hacer mayores comentarios.

Le contó cómo subieron la escalera oscura, cómo era la habitación, cómo lo atendió y luego lo que él hizo y cómo lo hizo. El Sr. Grau era muy detallista y le informó sin dejarse nada en el tintero. Lentamente, lentamente, fue contándole todo. Hasta algunas cosas que lo torturaron mentalmente.

El sufrió mucho. Sobre todo al principio. Cuando el Sr. Grau le relató el comienzo del ejercicio, luego también cuando el ejercicio estaba por la mitad. Y finalmente cuando el ejercicio terminaba. Según el Sr. Grau, fue un final apoteósico. Era una mujer estupenda. Conocía todos los secretos de la profesión. El Sr. Grau le aseguró que a él le haría muy bien todo eso.

El Sr. X miró por la ventana y la vio de nuevo. Otra vez esperaba. Sintió una sensación como de traición, pero no le dijo nada al Sr. Grau. Por su cabeza cruzaron las imágenes de los ensueños. La casita, el traje de novia, el viaje a Andalucía y los jardines. Pero también las imágenes de los clientes. El que más le repugnaba era el cojo. El Sr. Grau le dijo que era un comerciante en vinos que tenía mucho dinero.

El día 10 se cumplían tres años del plan. El Sr. Grau había cruzado ya como 150 veces y decía que estaba harto. Casi todos los sábados cruzaba. Sólo un par de veces no lo había hecho, porque estaba un poco fastidiado del estómago. Siempre traía alguna novedad. Había intentado muchas formas de amor físico y en todas le había ido muy bien. El las denominaba con letras. La variedad A, la B, la C, etc. La que más le agradaba era la H. No sabía por qué. A menudo se la relataba al Sr. X con lujo de detalles.

—¿Y Ud. cuándo se va a sacar el gusto? ¿Cuándo va a hacer el ejercicio H? —decía.

El Sr. X seguía siempre indeciso. Miraba a través de los cristales el desfile de la gente. Imaginaba lo que hacía cada uno, pero no se decidía.

El Sr. Grau había decidido poner punto final a sus ejercicios de intimidades. El nuevo sistema de Lily y las demás jóvenes lo ponían de mal humor. Los tiempos, la tecnología o lo que fuere, estaban estropeando las cosas. Las mujeres cobraban por embolismos y por kilaje. Los ejercicios de menos de 40 embolismos y los hombres de menos de 65 kilos tenían un 50% de rebaja. La cuantificación se imponía día a día. Todo se contaba y se pesaba. Se veía que había una confabulación contra los veteranos. El que podría salir bien parado, pese a los años, era el Sr. X.

Finalmente se decidió. Ese día llegó temprano al café. Sería menos sentimental. No importaba la variedad, al diablo con los ensueños, al grano, se decía. La traición se paga con traición y la frialdad con frialdad, agregaba.

Se había preparado en forma. Incluso tenía su plan. La operación estaba ya proyectada. Primero se reiría jovialmente. Luego haría muchas cosas: de A a Z, sin detenerse. Y le pagaría. A esas mujeres no les importa más que el dinero, ni a la madre quieren, pensaba.

El café rebosaba de gente. Pronto vendría Grau y lo vería cruzar. El cruzaría primero que el jovato. Esta vez Grau pasaría a un mísero segundo plano, y el flaco y el cojo y todos juntos.

—Y Ud. decía que yo no me atrevía —le diría. —Mire, espéreme y le voy a contar cosas que nunca pasaron por su imaginación. No me van a alcanzar las letras del abecedario, —se decía. —Yo no soy un chantapufi cualquiera. Yo soy un conocedor.

La hilera de chicas se había formado, pero Liliana no estaba aún. Tal vez estaría con algún cojo maltrecho.

A las 9 llegó Grau.

—¿Qué tal, Grau? —dijo con un estilo desconocido. Hoy va a ver Ud. lo que pasa.

A la una de la mañana Liliana no había aún aparecido, Grau cruzó a comprar cigarrillos y volvió. Vino con una noticia importante. Liliana se había ido a Venezuela. Allí se ganaba más.

El Sr. X respiró liberado y pidió un té. El del estribo. De tanto té esa noche no podría dormir, era seguro. El té era muy excitante.

Los encuentros con el Sr. Grau no han cesado. Dos o tres veces por semana se reúnen. Los sábados religiosamente. Siempre hablan del tiempo, de la familia, etc., pero cuando Grau llega al postre hablan de Liliana. El Sr. X se pregunta qué hará en Venezuela. El Sr. Grau siempre le repite cómo era. Tiene una frase muy pintoresca: "Era una mujer nacida para grandes empresas".

Luego repite en síntesis apretada los momentos más delicados de sus ejercicios con ella. La repetición de operaciones se confunde en una sola operación, pero algunos momentos de intimidad son muy rescatables y a ellos se refiere siempre con gran precisión.

El Sr. X ha querido visitar la habitación de las grandes operaciones de amor, la pieza de Lily, y el Sr. Grau ha conseguido permiso de una señorita de la esquina que la usa ahora.

Le han pagado unas pesetas. Han subido por la escalera oscura. Los peldaños de madera han crujido. Luego el piso del corredor. El rojo de las alfombras y de las lámparas y el olor misterioso de la atmósfera le han hecho venir carne de gallina al Sr. X.

Han doblado y han seguido por otro corredor. Una anciana sin formas ni galantería los ha conducido hasta el final.

La anciana ha abierto la puerta y les ha dicho: "Esta es la habitación. Es la 32". El Sr. Grau le ha contado de nuevo cómo hacía las cosas in situ. No ha sido un ensayo teatral, pero ha tenido cierto interés.

La pieza a media luz ha tenido el encanto misterioso de eso raro que es el lugar del amor pagado. El Sr. X ha mirado todo con detenimiento. El Sr. Grau ha tenido que llamarle la atención porque no se iba. El Sr. X ha preguntado si pagando no lo dejarían permanecer una hora allí.

El sábado en el café hablaron de nuevo de ella y de la pieza. Recordaron las operaciones del Sr. Grau con todo lujo de detalles. El Sr. X recordó al cojo que siempre cruzaba. No apareció más.

El café siempre está repleto y la esquina rebosante de mujeres. El Sr. X no mira más. Y no se prepara más. A veces no se baña por una semana o diez días o un mes. Está muy cansado y algo sucio. Trabaja mucho a pesar de su edad. Anda muchas horas con su cartera. La vista ya no le da y teme que lo despidan. La mancha amarronada de la calva se le ha extendido y es como una pintura de Altamira. Parece un animal que está por devorar a otro. Tiene una boca cada vez más abierta.

El sábado 27 el Sr. X no vino al café. Tampoco vino los sábados siguientes. No vino nunca más.

La fila de mujeres de la esquina ha continuado su vida. Las mujeres de ahora son otras- pero la fila sigue. Las de ahora no saben siquiera quién era Lily. El cuarto, la cama, el espejo y la lámpara continúan igual. Un poco más gastados, se entiende. El Sr. X ha conseguido alquilarlo y vive allí.

Ayer tomó té en el restaurante de la calle Borrell. El Sr. Grau comió chuletas de cerdo, pollo a la cazadora y un pastel de bananas rociado con Jerez. Y tomó un vino estupendo. El miró todo el tiempo. Pidió agua caliente dos veces para agregar al té. El último té estaba muy lavado. A las 11, cuando el mozo estaba cerca, lo llamó de nuevo.

—Camarero, ¿no me podría traer otra jarrita de agua caliente para agregar?

—Ud. no hace más que beber agua caliente —dijo el camarero con un gesto de fastidio y se fue por el pasillo echando chispas. Se oyó que dijo: "Zopenco de mierda". Grau eructó satisfecho.

Después pagaron. Grau pagó 500 pesetas; él pagó 25. Estaba contento. Volvería a la habitación y estaría en la cama de Lily. Para eso la había alquilado.

En el Hogar de Ancianos se habla siempre mucho del Sr. X. Los viejos jóvenes están convencidos de que fue un libertino, un ser libidinoso. Los relatos del Sr. X y sus exquisiteces en materia erótica son de todos conocidos. Algunos viejos depravados se sientan a escucharlo. Son viejos que nunca se dieron ningún gusto.

El Sr. X jamás había dicho nada. La aceleración de los procesos arterioescleróticos fue lo que lo vendió. Relató cómo cruzaba todos los sábados, cómo elegía minas, cómo hacía ejercicios de amor y, además, cómo comía. El capítulo erótico era tremendo. Hablaba de los grandes estilos universales, que denominaba con letras, y hacía sufrir a los co-ancianos. El capítulo comidas era torturante. Los huevos con turbante, las chuletas a la marinera caprichosa, los budines de chocolate turco y las merlucitas al chupín envinado eran la envidia de muchos.

—¡Qué poca cosa son todos Uds.! ¡Para qué han vivido tanto!

—Viejo podrido y degenerado —gritaban por los pasillos los compañeros.

Habían pasado casi 25 años desde sus días del Café Pons. El había agigantado sus vivencias. Todo era grandioso en la nueva perspectiva de su mente. Muchos co-ancianos la admiraban.

Había un hombre —les había dicho— que era la mezquindad en persona. La mezquindad consigo mismo, lo cual era peor. Jamás lo vi darse un gusto. Y mire que se lo insinuaba y hasta se lo decía. Jamás se animaba a ir a la esquina, jamás se pedía unos huevos con turbante. Así le fue. Murió de un infarto hace más de 10 años. Yo fui al velatorio. Era en 3a calle Grell 10, 1º. Lo sacaron en un ataúd negro. Dicen que se enfermó porque no comía. Era un estúpido. Nunca supo lo que era la vida.

—Vamos viejo, a la cama, dijo el empleado.

—Una tacita más de agua caliente, —pidió el Sr. X cuando se durmió. Frente a él estaba la cara familiar de Grau que movía las carretillas. Un huevo con turbante se diluía en su boca mientras engullía y eructaba.

Los alaridos

Unos días antes tuvieron que sedarlo e incluso darle una inyección. Pese a los 90 años estaba desbocado. Profería unos terribles alaridos en que se entremezclaban varias cosas desordenadas: estilo H, huevos con turbante, Grau de mierda, mamá y papá, viejos cretinos, Lily.

En algún momento vinieron unos tipos de mameluco y se lo llevaron en un armatoste de madera.

cuento de Julio Ricci
Publicado en 15 cuentos para una antología, M/Z editor, W. Rela, Montevideo, Uruguay, 1983.

 

Este texto fue cedido, a Letras Uruguay, por el muy querido amigo Ricardo Prieto. Este prestigiosa escritor era muy valorado por Ricardo, al cual consideraba injustamente poco promocionado.  Por supuesto Letras Uruguay está abierta a trabajos sobre la labor del escritor.

 

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