Las cerillas, II A mi mujer, Iris, |
Anotaciones de una mujer Primera parte
...pero
el mayor problema, si se puede decir que es un problema, se plantea
siempre en la cocina y en los momentos en que nuestros cuerpos convergen o
coinciden en ese estrecho lugar, aunque no puedo minimizar los desajustes,
llamémoslos así, que ocurren en el uso del cuarto de baño o cuando nos
topamos en el estar o en el corredor. En un nivel superficial son
desencuentros físicos, pero en un nivel profundo son choques de orden
caracterológico o emocional o irracional.
Ocurre,
no sé por qué, que ambas, con diferencia de minutos, nos levantamos
siempre a la misma hora. Tenemos lamentablemente un biorritmo muy
parecido. A veces pienso en la bendición que sería convivir con una
persona que tuviera un biorritmo diferente.
Si así fuera, cuando yo me levantara ella estaría durmiendo, y
cuando yo estuviera durmiendo ella estaría levantada. Entre nosotras
siempre se producen estos choques. Si yo entro en el baño antes,
utilizarlo es para mí una tortura porque sé que afuera está ella,
agazapada como una hiena y pronta para entrar, vigilando e imaginando
todos mis movimientos, incluso los intestinales. Si ella entra en el baño
antes, cuando sale y me ve esperando pone una cara mezcla de enojo,
angustia y desesperación, aunque no dice nada. Si yo entro en la cocina
antes, no ocurre nada, pero cuando ella converge siento que se molesta
porque yo ya encendí el gas y comencé a preparar el té. Si ella entra
en la cocina antes, cuando yo advengo capto por los poros de la piel su
malestar. Siento que desearía estar sola.
En
general no nos hablamos. La atmósfera es más bien tensa e irrespirable.
Nos manejamos sin palabras, de pensamiento a pensamiento. Sus movimientos
son ya un lenguaje. Igual deben de serlo los míos.
Debo
cuidar muchísimo el gasto de gas. Y de luz y de todo. Porque ella mide y
remide las cosas consumibles. Pone incluso marcas en la botella de alcohol
y de kerosene para asegurarse de que no le gasto nada. Nunca puedo olvidar
que yo soy la inquilina y que ella es la casera. Y que esto le da una
jerarquía gigantesca.
A veces ella emite alguna palabra. Es lógico que así sea. Hay informaciones mínimas que exigen la palabra, informaciones que los gestos o movimientos corporales no consiguen transmitir ni rudimentariamente. Por ejemplo, “las cerillas debe dejarlas en el tercer estante contra la pared”. Entre paréntesis, los fósforos constituyen el leitmotiv de nuestras relaciones. No hay día en que no se hable algo de los fósforos. Ella
es muy meticulosa o puntillosa. Además, es muy mezquina, muy cicatera.
Tiene una visión minúscula o microscópica de la vida. Esos años de
convivencia con ella me han hecho meditar mucho. Han cambiado mi visión
de la existencia. En realidad, cuando estoy libre en mi habitación no
hago más que pensar en sus hábitos. Al principio leía y me distraía en
muchas cosas. Y los sucesos del trabajo acaparaban mi mente. Desde que me
jubilé las cosas cambiaron. La oficina y sus sucesos desaparecieron de mi
conciencia y mi único horizonte es la casa y ella. Poco a poco he dejado
de pensar en otras cosas para ocuparme de nuestras mudas relaciones. No
voy al cine, ni leo, no escucho la radio. De ese modo puedo disponer de
tiempo para pensar y elaborar la estrategia a seguir en mis relaciones con
ella.
Me
doy cuenta de que no puedo quitármela de la mente. Supongo que a lo mejor
ella también piensa en lo que yo hago cuando no estoy en la cocina, en el
baño o en el estar. Mejor dicho, estoy segura de ello. A veces compro un
periódico. Pero no puedo concentrarme. Pienso en lo que ella estará
pensando de mí. Ella ni siquiera compra un periódico. Su vida es básicamente
la habitación y la cocina y el baño. Sólo sale unos minutos para hacer
sus compras mínimas: pan, leche, alguna fruta, y vuelve a su guarida, por
así decir.
Confieso
que he ido perdiendo mi interés por el mundo y la gente y lo que sucede.
Y admito que es una vergüenza no saber lo que ocurre en un país que ha
tenido tantos dolores y en el cual ha habido tanta ignominia, pero la vida
en casa me ha absorbido. Nada me interesa más que adivinar o prever cómo
será nuestro próximo encuentro en la cocina, aunque no ocurra nada.
Nuestro
problema mayor ha estado siempre ligado al uso de los fósforos,
particularmente en los últimos tiempos. Yo he intentado resolverlo varias
veces, pero no he podido. He pasado noches enteras pensando en los choques
que se producen por los fósforos. Una vez, en mi deseo de resolver la
situación que siempre se planteaba, compré una cajilla de fósforos
Victoria y la puse en el estante, pero ella con una furia muy calma, que
creo es la peor, la tomó y la arrojó lentamente a la lata de la basura.
“Las cerillas las administro yo”, dijo en un tono tajante y que no
admitía discusiones.
Desde
hace un tiempo todas las mañanas deja al lado de la de ella una segunda
cajilla para mí con cuatro fósforos. El día que impuso este
procedimiento dejó un papelucho con las instrucciones de uso: “Una
cerilla para encender el gas del desayuno, otra para el almuerzo, otra
para el té de las 5 y otra para la cena o té cena. Se prohíbe usar más
cerillas”.
No
permite que yo encienda más de cuatro veces la cocinilla porque gastaría
mucho más. Si hubiera muchos fósforos sería un desquicio. Yo podría
hacerme el té (varios tés) a horas irregulares, a horas no programadas,
y esto le parece insoportable. A las tres de la mañana, si por ejemplo yo
tuviera un malestar.
El consumo de fósforos, de cuatro fósforos diarios, se ha convertido en el gran problema de mi vida. Parecerá exagerado, pero es así.
Recuerdo que
cuando era niña y adolescente, y vivía en casa de abuelita María, jamás
había el menor rozamiento por causa de los fósforos.
Si
por casualidad, como ya ha sucedido, un fósforo falla, o si una vez
apagada la cocinilla se me ocurre o necesito encenderla de nuevo, me veo
siempre limitada por los fósforos. Gastar un fósforo de más implica que
debo privarme de la próxima comida. Y lo triste es que no puedo usar mis
fósforos porque ella siempre vigila. Jamás consigo estar sola en la
cocina. Si ella no tiene nada que hacer allí, hace finta como de tener
algo importante entre manos y ya no estoy más libre. Incluso me ha señalado
que no debo calentar más agua de la que necesita para una taza de té.
Muchas veces he tenido el deseo de encender la otra hornalla de la cocina
para hacerme unas tostadas, pero no he podido hacerlo porque los fósforos
me limitaban. O la mirada de ella.
La
cocina no es una cocina alegre, con colores fuertes, como debería ser. En
ella no entra nunca el sol. Es una especie de cueva oscura, con una
bombilla de pocos vatios, que no invita a nada. Bueno, todo es así en la
casa. Yo creo que sigo allí por inercia. He roto el contacto con todo mi
pasado y no puedo volver a él.
Las
limitaciones no son todo. Casi siempre, como he dicho, debo usar la
cocinilla en su presencia o bajo su fiscalización personal. Es algo muy
extraño. No bien entro en la cocina, ingresa ella. No hace nada especial.
No saluda, no habla. A veces ni se mueve. Pero aprovecha para vigilarme,
para espiar todos mis movimientos.
Debo
confesar que alguna vez he llevado un fósforo extra, por si el fósforo
autorizado me fallaba, pero siempre he sido descubierta. “Usted no puede
usar esa cerilla”, suenan siempre sus palabras como provenientes de un
parlante tipo Orwel 1984. Y luego mutismo.
Ella
no se agita demasiado, no es estridente, pero hace observaciones lacónicas,
que son como un latigazo. “¿Para qué necesita usted una cerilla más?”,
“¿no sabe usar las cerillas que están en la caja?”, dice con una
cadencia que denuncia un origen étnico extraño. Cuando esto ocurre, me
pongo muy nerviosa y hasta tiemblo y se me apaga el fósforo que estoy
utilizando y sé que tendré que suprimir mi próxima comida por carencia
de fósforo. Y me vienen ganas de llorar.
Tal
vez el mayor problema lo tuve cuando por equivocación o por un raro
sentido de conservación coloqué de vuelta un fósforo usado en la
cajilla de ella. El hecho ocurrió una noche de invierno en que llovía a
mares y la cocina era poco más que un agujero lúgubre y gélido. Era el
último fósforo de los cuatro de la jornada. Cuando ella entró para
vigilarme, yo ya tomaba mi té, la cara contra la pared, y no pensaba en
nada. Ella abrió la cajilla, sacó el fósforo (ya usado) y pretendió
encender la cocinilla, pero no tuvo éxito. Restregó el fósforo varias
veces sin conseguir hacer fuego y finalmente descubrió que no servía.
“No
comprendo qué pasa”, dijo en un tono de voz inusual. Yo no respondí
nada y eso la acicateó para seguir.
“¿Para qué sirve una cerilla usada?”, continuó.
“Permítame explicarle”, intervine yo con temor.
“¿Explicarme qué? “¿Explicarme para qué sirve una cerilla que no sirve?
No pude decir nada.
“Esto
no puede ser. No puede seguir así. Debe explicarme, eso sí, por qué
puso la cerilla consumida en mi cajilla. Todo tiene sus motivaciones. El
caso es sumamente serio”, concluyó rematando el párrafo más largo que
jamás le oyera.
De
nuevo no dije nada.
“Usted
me parece una persona muy extraña”, terminó. “De ahora en adelante
le prohíbo hacer este tipo de maniobras con las cerillas”.
Pasé una noche muy triste. No pude conciliar el sueño. Pensé todo el tiempo en ella, en sus palabras y en su cadencia oral tan poco común.
Pasaron
por mi mente, bajo diversas formas, las escenas relativas al encendido del
gas. Pensé incluso en la posibilidad de mudarme. Anhelé disponer de una
cocinilla y de fósforos de mi propiedad, sin observadores, sin cuotas
reglamentadas, sin ningún género de impedimento. Al fin me dormí. Caí
en una especie de letargo y por suerte no tuve ningún ensueño macabro ni
nada que se le pareciera. Me
levanté tarde para el desayuno y no tuve que gastar el primer fósforo,
loo cual me dejó muy feliz porque dispondría de un fósforo de reserva
en caso de falla. Porque tendría un fósforo extra para el día
siguiente. Lamentablemente, ella muy pronto se encargó de neutralizar mi
alegría.
“La
cerilla que le sobró hoy no puede utilizarla para encendidos extra”, me
dijo con la misma cadencia robótica de siempre, mientras me espiaba con
sus ojos negros y aceitosos que tenían algo de reptilíneos.
(Notas del 15 de febrero de 1976).
Segunda parte
Desde
hace un tiempo, ella está enferma. Tal vez muy enferma. Debe de tener una
de esas enfermedades que llevan aceleradamente a la tumba. No sale de la
pieza. Ha debido recurrir a mi ayuda. Supongo que mucho no le habrá de
gustar. Me ha pedido con gran economía de palabras que le cobre la
jubilación. He hecho el trámite del poder y desde hace dos meses le
traigo el dinero.
Pese
a esta situación, es siempre muy poco lo que hablamos. Poquísimo. Es
increíble la fuerza y el valor prácticos que tienen unas pocas palabras:
tráigame, lléveme, hoy, ayer, mañana, y sobre todo, sí y no. Estas dos
palabras son enormes. son verdaderos universos. Con ellas solas se podría
vivir y construir una civilización. Y desarrollar una literatura. Una poética.
En el fondo, en todas las situaciones, lo único que se necesita es
aprobar o desaprobar. Una de las características de nuestra civilización
es el despilfarro de palabras ( y de tiempo). Por casualidad oigo a veces
de refilón los discursos de los políticos y me maravillo. Son verdaderos
juegos de esgrima verbal que yo no sé a dónde conducen. Digo por
casualidad porque en realidad sólo escucho algo de música cuando no
pienso en los problemas domésticos. El universo doméstico, la lucha por
los fósforos, los ajustes y reajustes en nuestras relaciones, el
laconismo de nuestros encuentros, las noches blancas, y ahora la
enfermedad de ella, ocupan mi tiempo. ¿Cómo puedo interesarme en la
sociedad y la política que nada tienen que ver con la esencia de mi vida?
¿Con lo que vivo diariamente?
Por
todo eso, no logro comprender cómo por allí se gasta tanto tiempo en
exponer puntos de vista en sus detalles mínimos, en detalles que por su
abundancia no tienen sentido. Las pocas veces que oigo a alguno de estos
señores, me parece como ver que construyen palacios de aire. Su fervor
por convencer me parece demencial. Lo paradójico, lo increíble es que
finalmente todo concluye en un sí o en un no. Y en política
en un levantar la mano o no. Pienso, después de estos 15 años con esta
mujer, que la palabra es una especie de divertissement, o de
autodivertissement o de ejercicio narcisista.
Ella
sigue igual. Yo ahora domino la casa. La cocina es toda mía, el baño
también. Todo es mío. Sin embargo, estos años de extraña disciplina me
han impedido e impiden cambiar de vida. Ahora soy yo misma la que me
impongo los cuatro fósforos. Soy yo misma que me retiro sin falta a la
pieza a las 9. Soy yo misma que gasta el mínimo de gas.
A
veces, muy pocas veces ya, pienso en mi pasado. Mi juventud es ya
prehistoria. Recuerdo a Carlos y la emoción que me producía estar a su
lado. Lamentablemente, mi vida siguió otros derroteros. Creo que si fuera
joven no tendría capacidad para amar. Hoy pienso que los caminos de la
vida son muy extraños y fortuitos. El que por casualidad se mete (o lo
meten) a verdulero, termina su vida entre la verdura; el que también por
esas cosas del destino se mete (o lo meten) a limpiar caños, llega a sus
últimos días limpiando caños. Su horizonte, su contexto de situación,
su conversación, son siempre los caños. Yo caí en esta casa y mi vida
han sido estas cosas. Han sido ella, los fósforos y el día siguiente.
He
tenido que entrar en su habitación porque ella ya no sale. Está siempre
en la cama, entredormida. Despide un olor feo. Generalmente le preparo el
té y le pongo un par de galletitas. Uso un solo fósforo que ella misma
me suministra incluso en estado de semilucidez. Lo tiene ya pronto cuando
me llama.
Creo
que se ha humanizado algo porque no me dice más Ud.
El pronombre solo es muy impersonal y pone una enorme barrera.
Ahora me dice “Magda”. Su voz no tiene modulaciones afectivas, pero
algo es algo. En cierto modo es una señal de amistad. Se ve que en el
fondo de su alma, en la reconditez de sus células nerviosas se ha operado
un cambio. Tal vez siempre fue así.
Yo
a veces le toco la cabeza, le acaricio el pelo muy moderadamente y la
peino. Trato de ser muy mesurada y poco expresiva porque sé que esto podría
herirla. Es difícil leer algo en su cara de esfinge, en su cara de
sentimientos sofrenados quizá durante 40 años, pero alcanzo a percibir
un no sé qué de agradecimiento. Su piel ha perdido la poca lozanía de
los días en que nos separaba el problema de los fósforos. Es una
superficie oscura y sin vida.
La
habitación está casi vacía. Nunca me había imaginado que pudiera ser
así. Está casi en la semipenumbra. Sólo se agazapan allí, como raros
bultos geométricos, la cama., una mesita de luz vacía, un ropero casi
vacío y una silla muy vieja. Sobre la mesita de luz hay ahora un vaso de
agua que yo le he puesto por si acaso. Todo parece reflejar una extraña
vaciedad. Hay sólo unas cajas de zapatos en el ropero. Están llenas de
dinero acomodado en libritos. Mucho de ese dinero ya no sirve más. Son
pesos de otras épocas, pesos que ya no tienen curso legal.
Luego
de las visitas periódicas que le hago, paso horas en mi habitación. No
puedo evitar pensar en ella que está metida en la cama y en la oscuridad,
sin decir nada. No tiene familia. Es como yo. No ha venido nadie a verla.
Todo es vacío. He pensado en su pasado. Parece un ser sin pasado.
(Notas del 20 de febrero de 1985)
Tercera parte
Los
trámites del entierro fueron relativamente fáciles. Vinieron unos
individuos, trajeron un cajón enorme y se llevaron ese cuerpo sin
historia personal aparente como quien se lleva un mueble cualquiera. Se ve
que estaban acostumbrados a transportar ex -vidas.
Ayer
hizo dos meses que me mudé. No puedo decir que esté mal, pero podría
decir que no estoy bien. La nueva casera es una persona muy simpática. El
ambiente también es simpático. Ni que hablar de la cocina, grande,
iluminada y limpia. La casera siempre me habla y me cuenta su vida y todas
sus reacciones frente a lo que pasa diariamente, pero yo he perdido el
interés en esas cosas. Hoy he pensado que estuve más de 15 años con la
otra casera, con “ella”, como siempre le decía. El otro día cumplí
65 años. “Ella” debería de andar por los 75.
Me
cuesta mucho entablar conversación con la nueva casera. Ella no se da
cuenta y habla y rehabla. Mientras habla, mi mente está en otra parte:
está en la vieja casa. A veces, de sus largas parrafadas, de sus
palabras, tan comprometidas con el momento que vive, extraigo o
conscientizo algo: “está todo por las nubes”, “carros de carnaval
fueron muy lindos”, “lo mejor es no comer huevos para el
colesterol”, o cualquier otra cosa.
Sin
querer estoy siempre con la mente en la otra casa. Los últimos 15 años
de mi vida transcurrieron allí, con ella, y esto aquí y ahora no me
interesa.
Yo
vivo en esta casa, pero sigo con mi mente en la otra. No sé hasta cuándo.
Todas las noches pienso en “ella” y en nuestras felices relaciones
mudas. Hago la misma vida que antes. Continúo consumiendo la misma cuota
de fósforos diarios. Sigo las mismas reglas de siempre. Si un fósforo se
apaga, suspendo una comida.
(Notas del 28 de abril de 1985) |
cuento de
Julio Ricci
La Gaceta de Tucumán
1 de setiembre de 1985.
El II del título responde a la necesidad de distinguir este cuento del homónimo de Antón Chéjov.
Este texto fue cedido, a Letras Uruguay, por el muy querido amigo Ricardo Prieto. Este prestigiosa escritor era muy valorado por Ricardo, al cual consideraba injustamente poco promocionado. Por supuesto Letras Uruguay está abierta a trabajos sobre la labor del escritor.
Ver, además:
Editado por el editor de Letras Uruguay
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
Facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Julio Ricci |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |