El marcapaso

cuento de  Julio Ricci

 

Campanea cómo el cotorro va quedando despoblado poco a poco todo ha ido de cabeza pal empeño.

 

Juanita Pérez bajó a la planta baja y se sentó pensativa en el sillón rojo que habían comprado en el Remate Sarandí. Cuando un problema importante la obsedía, se sentaba infaliblemente en el viejo sillón. En él podía ordenar sus ideas y en definitiva pensar mejor. La comodidad de sus muelles formas, la suavidad de su tela de terciopelo y la indefinida fuerza sedante de su estilo, que no acertaba a explicar, la tranquilizaban y le permitían llegar a conclusiones correctas.

 

El corazón de la madre andaba muy mal y no había otra solución. El Dr. Di Pietro se lo había dicho con toda claridad. Había que instalarle un marcapaso (un aparatito, como decía a veces para animarla), único modo de prolongarle la vida. Y cuanto antes mejor.

 

El problema era la plata, la eterna plata, la plata que se devaluaba, la plata de los intereses compuestos, de las manipulaciones del Fondo Monetario y de todas esas cosas feas de la economía que por suerte estaba en franca recuperación, como decía el ministro de la cartera. Había que conseguir mucha guita, dos millones o más, fuera como fuere.

 

Juanita carburó un largo rato y al fin. con la tranquilidad que le daba el terciopelo rojo, halló la solución. No era fácil. Había que vender el terreno de Pinamar (quizá no quedaba otra salida que malbaratarlo), y así podría comprar y hacer instalar el marcapaso.

 

La instalación la hizo el mismo Dr. Di Prieto. El marcapaso era alemán, una maravilla técnica de la Deutsche Elektronische Gesellschaft m.b.H., pero a un costo que, ¡mama mía!, sobrepasaba el monto de la venta del terreno y que felizmente se cubrió con el agregado de la venta de una alfombrita persa del living.

 

La vieja madre recobró la normalidad cardíaca. Los latidos se regularizaron y la vida volvió a su cauce.

 

Juanita pasó de nuevo a segundo plano. La vieja impuso de nuevo su jerarquía: quitó del mueblecito del living el retrato de Jorge Luis y permitió, como gran concesión, que se lo colocara en su cuarto porque la cara del tipo le caía mal. Juanita no podía conformarse. Siempre pensaba en aquel novio (su primer y único novio), miraba el retrato y se decía que si hubiera invertido un poco de plata, como ahora con su madre, lo hubiera podido salvar y lo tendría vivito y coleando. En fin, de cualquier modo le quedaba esa foto del busto de Jorge Luis, una de cuerpo entero y una más (la única fue tenía escondida por si la vieja...) con él en el Parque Rodó, en una tarde de verano en que tocaba D’Arienzo en El Retiro, el D’Arienzo del gallego Blanco y del vasco Echagüe y de tanta cosa linda.

 

El 31 de octubre se cumplieron dos años de instalado el marcapaso, y el Dr. López Cursi (Di Prieto había muerto de un infarto fulminante) le dijo a Juana que había que cambiárselo de apuro.

 

Otra vez se sentó en el sillón rojo, otra vez carburó y se iluminó. Ahora vendería el piano de cola y podría pagar la nueva incumbencia, como ella decía. La nueva implantación pectoral se hizo en el Hospital Italiano, que tenía precios más razonables, y la vieja salió de nuevo a flote. Últimamente había estado muy cabizbaja y meditabunda y había delegado en Tuana el pilotaje de la casa, pero con el nuevo implante había vuelto por sus fueros.

 

Esa tarde se cumplía el tricésimo aniversario de la muerte de Jorge Luis y Juanita salió corriendo del hospital y llegó al cementerio poco antes de que cerraran.

 

Los ojos de Juanita se llenaron de lágrimas como si la cosa fuera reciente, mientras leía la lápida que había mandado a hacer:

 

Jorge Luis:
La que siempre te quiso y nunca

te olvidará, le ama con el amor

de la eternidad.
Tu Juanita.

 

La vida de ella era eso. Y la vieja. Y el marcapaso.

 

En diciembre del 74 las finanzas empezaron a andar muy mal. El dinero que tenían a interés en el Banco Sudamericano ya no les alcanzaba. La jubilación de la vieja era una miseria. Todo se había acortado. El proceso de deterioro monetario era creciente. Juanita no se entendía mucho de finanzas y el sillón no la ilustraba demasiado.

 

Alguien dijo que Juanita no era de Aries y que de allí provenía su torpeza económica, y la vieja apoyó la idea y agregó que la hija era una contreras antipatriota y que nunca habían estado tan bien. Ella no sabía qué decir y se refugiaba en el sillón para sedarse y pensaba en Jorgito.

 

Las disquisiciones de la vieja, que gozaba nuevamente de un ritmo cardíaco excelente, la deprimían mucho pero no decía nada. No podía contradecir a su pobre madre, en ese estado. Se contentaba con mirar media hora por las noches la foto de medio cuerpo de Jorge Luis y hablaba con él de todo un poco: generalmente del pasado, de si se hubieran casado, de la enfermedad de la vieja. No estaba el hombre de carne y hueso, pero el hombre de la foto cumplía su misión bastante bien. Incluso él a veces le sonreía y le decía: “No te preocupes, Nena, ya todo se va a arreglar”.

 

La vieja pareció de golpe agotarse. El Dr. López estaba muy enfermo (había sido recluido en una casa de salud) y su colega el Dr. Norberti tomó su lugar, y observó que el marcapaso que le habían implantado tenía una falla y que había que cambiarlo a la brevedad. No fuera que la vieja se quedara sin contar el cuento.

 

Otra vez hubo que recurrir a los eternos muebles. Hubo que pensar qué se podía vender.

 

Habían pasado 8 años desde la primera instalación y se habían hecho 5 cambios y el mobiliario familiar estaba llegando a su fin. Ya no quedaban ni el piano, ni las sillas Luis XV del comedor, ni los objetos de arte, ni los cuadros ni la puerta de la cocina. Y ni siquiera el gato, que se había muerto de una enfermedad de la piel.

 

Unicamente permanecía solitario en el living, en una soledad mustia y agresiva, el viejo sillón rojo de las carburaciones de Juanita (ahora menos rojo que antes) y sobre un cajón que se había salvado del remate, la foto de medio cuerpo de Jorge Luis. Mejor dicho, del bigote de Jorge Luis, porque el pobre también se había arrugado de vergüenza y dolor en el marco que le habían asignado, y era sólo bigote. La vieja estaba por cumplir los 78 y debido a las cataratas no se había percatado que Jorge Luis estaba de nuevo en el living. Juanita, ya cincuentona larga, estaba agobiada y cuando iba al almacén de la esquina, único paseo de sus días hábiles e inhábiles, musitaba algunas palabras por la calle y parecía como que hablara sola.

 

La vieja se había quedado casi sorda y Juanita la había llevado a un médico de la sociedad; le habían hecho un audiograma, y ahora tenía un audífono a pilas. El reuma deformante la había traído bastante abajo, pero con la ayuda de unas muletas se desplazaba aceptablemente y cuando tenía que subir o bajar la escalera, Juanita le daba una mano. Tenía los míseros dedos doblados y las manos parecían garfios.

 

El televisor Geloso no mostraba más sus imágenes de Bebán, de Martín y de otros galanes de seriales de televisión que en las tardes de otoño e invierno hacían suspirar a Juana. Lo habían pasado a cobre con toda dignidad. Y los libros de aventuras, herencia del viejo Pérez, habían ido todos a parar a la feria y los domingos estaban en venta en un kiosco de Tristán Narvaja junto a un puesto de pájaros y tortugas.

 

El viejo Pendorcho de Carulo, el cuadro que tantas satisfacciones le había dado en vida al viejo Pérez, y unas marinas muy deslavadas, que habían gustado a Jorge Luis, habían ido de cabeza pal empeño, pero no como en el tango del viejo smoking, sino en la realidad real, en esa realidad que golpea a la puerta y te ensucia los calzoncillos. Los marcapasos costaban mucho y habían tenido que deshacerse de todos esos inútiles enseres.

 

Ahora había que pensar en vender algo más. Le estaba llegando el tumo al sillón rojo y Juanita prefería postergar la idea o el proyecto e irse por peteneras, siempre que podía. Pero la inexorable necesidad del nuevo marcapaso se imponía. O la vieja o el sillón. Y no había tutía. De paso liquidarían algunas cositas más: un calefón (Juanita podía bañarse con agua fría y la vieja ya no se bañaba más por la edad), la lámpara del cuarto y un extractor de aire. Y quizá el marco de metal de la foto de Jorge Luis, porque la vieja lo tenía entre ceja y ceja y nunca había tolerado los arrestos amorosos del hombre, ni siquiera después de muerto. Con las dos camas y la mesa de la cocina y dos sillas viejas alcanzaba. Había que reducirse y en ello estaba la solución preclara. Pero el sillón rojo... ¡Cómo le dolía tener que deshacerse de él! Había sido el asiento favorito de Jorge Luis hacía más de treinta años.

 

La nueva internación se hizo un martes 13. La vieja estaba inmunizada contra esas cábalas. El nuevo marcapaso, los honorarios del médico, ahora un tal Di Giovanni, bastante vintenero y asqueroso por cierto, y la estadía en el hospital sacudieron bárbaramente los cimientos de la economía familiar. Felizmente, la vieja recobró el ritmo cardíaco, volvió a la normalidad y otra vez recomenzó la vida.

 

Juanita estaba mustia, apagada, qué sé yo. Sobre todo porque Jorge Luis ya no sonreía como antes. Ahora miraba con tristeza desde el fondo del retrato como si presagiara algo feo. Estaba más pálido y demacrado que antes. Y el hueco que había dejado el sillón, el rojo del sillón, era casi tétrico.

 

Cuando Juanita perdió el equilibrio y se cayó por la escalera y se desnucó, la vieja no oyó nada. Tenía el audífono desconectado para descansar. Pero tenía también las pilas muy agotadas (no había guita para un recambio) y aun con ellas no hubiera podido oír el estruendo. La halló tendida y ya con rigidez cadavérica, en una posición muy extraña, una vecina de enfrente que a veces venía a visitarlas.

 

La vieja de Pérez ha seguido bien. La ayuda ahora la vecina de enfrente. El año que viene cumple 80 años y vence el tiempo del último marcapaso. Tendrán que buscar un nuevo doctor porque Di Giovanni también se fue. La vieja tenía mucha yeta con los doctores.

La vecina de enfrente dijo ayer en el almacén de la esquina que tal vez no haya problemas. Ha vuelto una sobrina de la vieja que vivía en el Canadá y parecería que la pobre va a tener asegurado el próximo marcapaso. La pena es que tiene cataratas y anda muy mal de la vista.

 

El retrato de Jorge Luis no está más sobre el cajón. A pesar de las cataratas, la vieja lo vio el otro día y lo tiró a la basura. El tipo siempre le resultó un chanta que quería embromar a la Nena, aunque ella no empleaba esta fea palabra. El sillón rojo lo compró una zapatería de la calle Justicia y Porvenir y ha perdido su color de tantos clientes que se sientan a esperar.

 

cuento de Julio Ricci
Revista Foro Literario Año II Vol II Nº 3
Montevideo, primer semestre de 1978

 

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