Soledad, fiel compañera

Ensayo de Carlos Reyles

Cada hombre tiene dos vidas: una para afuera, que por medio de palabras y actos lo pone en comunicación con el mundo, y otra para adentro, arcana, misteriosa, de repliegue sobre sí, que lo convierte en una isla inaccesible para las demás criaturas. Este aislamiento no es absoluto para una de las partes; el que se retrotrae y aísla, no vuela todos los puentes que lo unen al resto del universo, sigue en contacto con él, lo tiene presente, lo obliga a intervenir en sus monólogos, aunque a la manera que hace entrar la realidad en los sueños. Pero, al mismo tiempo, el que calla y deja de obrar se convierte en un enigma para sus semejantes, acentúa su impenetrabilidad. Porque es el caso que aun en los raros instantes de perfecta comunidad de sentimientos, aun en los arrobos del amor, los mortales son mundos impenetrables los unos para los otros. Y esa es, a mi entender, la más grande tristeza de la vida. Vivimos con nuestras visiones e ideas fijas como en el manicomio, cada loco con su tema. La única diferencia es que los cuerdos somos un poco menos locos; callamos, disimulamos, decimos lo contrario de lo que pensamos, buscando empero, comunicamos, mientras que ellos dicen en alta voz, todo lo que piensan sin preocuparse de que los otros los entiendan, ni sospechar a veces que existan. Los pobres dementes precoces que en las colonias de alienados van y vienen hablando solos no tratan de comunicarse, no lo necesitan; tampoco analizan lo que creen ser, están convencidos de lo que son y eso les basta.

La vida de relación por la cual se ponen en contacto y conocen las criaturas les ocupa casi toda la existencia. Por lo que hacen y dicen van sabiendo mutuamente lo que son... por fuera al menos, aunque no cumplidamente, dado que nadie es hoy como ayer ni será mañana como hoy. El tiempo que transcurre empujándonos hacia la nada; la vida que nos hace y deshace; las influencias de los otros alteran nuestra personalidad minuto a minuto, por manera que, en realidad, el que charla amistosamente con una persona conocida, no se comunica con ella sino con la imagen con el juicio que de ella tiene, continuamente cambiante también. Y si a esto se agrega que nunca somos en el fondo lo que aparentamos, se comprenderá hasta qué punto nos desconocemos, y cuán patética es nuestra irremediable soledad, aun en medio de los seres que más amamos y nos comprenden mejor.

Cada ser se encuentra delante de los otros seres como el amante ansioso de penetrar el misterio de la amada. Pero acontece que cuanto más calor pone en penetrarla, más la transfigura y menos la ve como es. Esta ansia del hombre, cualesquiera que sean sus miserias, es altamente generosa y da pie a los nobles sentimientos de la simpatía, el cariño, el amor. También engendra melancolías, tristezas, penas, la pena de sentir a los otros cerrados para uno. Impresión de angustiosa soledad que todos experimentan de tiempo en tiempo y que a algunos, por caso raro, suele embargarlos en los grandes bailes, en medio del sonoro turbión de la orquesta, el torbellino de las parejas, las risas, la alegría, el champán. De pronto lea parece estar en un desierto. Es que no han encontrado su media naranja de la noche con la cual comunicarse. Sí, por casualidad, descubren una dama de ojos náufragos y amigos, que indican pareja desolación a la de ellos, se sienten atraídos por irresistible simpatía y entran en comunicación. Y el mundo vuelve a poblarse.

Esta urgente necesidad de dar y recibir simpatía, de abrirnos, de franquearnos la experimentan, en grado máximo, los poetas, los artistas, quizá por aquello de que el arte es un rápido y eficaz medio de comunicación entre los hombres. Las obras de aquéllos son llamados, gritos desesperados, mensajes a las almas hermanas, que generalmente no responden o responden mal, esto es, con otras palabras que las anheladas, por lo cual cada una de aquellas obras, a pesar del éxito que a veces las corona, acontece que sean desencantos parciales, caminos, carreteras sonorosas o silenciosos atajos que conducen al mismo paradero: la soledad. Qué acertadamente dijo Lope:

A mis soledades voy,
De mis soledades vengo.

Indicando así que el fin de todo tránsito es la soledad. Sin embargo, el artista insiste con idéntico propósito e idéntico resultado, porque la esperanza, hasta que se extingue la voz para siempre, no calla. A pesar de la condición señera del alma, tanto el espíritu como la inteligencia trabajan tozudamente por la unión y la comunión del género humano. Estas han llegado a ser infinitamente más íntimas, sutiles y profundas que lo fueron en las sociedades primitivas. Desde que sale de la animalidad el hombre vive ensayando ansiosamente modos de ponerse en comunicación con loa otros, inventando para el caso, aun en medio de las guerras, desde el lenguaje hasta la radiotelefonía, desde la piragua hasta el palacio flotante y la nave aérea que devora las distancias. La mayor parte de sus invenciones diríase que no tiene otro objeto que aquel. Las inmensas líneas de telégrafos, ferrocarriles, teléfonos; la radio, el auto, los vapores, el avión, el crescendo de nuestros estupendos medios de comunicación delatan hacia qué hito nos encaminamos. Espiritualmente acaece lo mismo con cuanto imaginamos o descubrimos. Cosmogonías, religiones, filosofías, morales, junto con sus fines propios, diríase que fueron dictadas para ponernos en contacto con los seres divinos, los astros, las estrellas. los mundos que ruedan por los espacios infinitos, y sobre todo con el hombre, los seres, las cosas, en fin, de este minúsculo mundo que habitamos. En cuanto a la vida social entera ¿qué es sino un ensayo de comunicación, una tentativa para abrevar la amorosa sed del ser humano? Sin embargo, a pesar de tanto gigantesco esfuerzo no hemos podido descuajar de nuestra alma la soledad. Es la dulce y melancólica compañera que no se separa de nosotros un instante a lo largo de la vida, que corre las aventuras que corremos y apura las copas dulces o amargas que apuramos.

Es necesario que aprendamos a amarla sin dejar por ello de ser sociables y aún mundanos si se puede. El insociable lo es, generalmente, porque la timidez, la dificultad de palabra, la condición arisca, la pesadez del espíritu lo hacen sentirse inferior, le irritan el amor propio y le revuelven la bilis. El sabio, el filósofo, el poeta, encerrados por el oficio en sus torres de marfil, se encuentran desorbitados en las reuniones mundanas, lo mismo que entre las multitudes. Pierden el contacto con los hombres, dejan de leer de corrido en el gran libro de la vida y se vuelven incultos y, de cierta manera, bárbaros tecnificados. Y aun dentro del círculo de su especialidad y sea cual fuere su valor, menguan, desmedran. El sabio se trueca en idiota sabio; el filósofo, que es amor de la verdad, en amor de la mentira porque no crea valores para la vida, sino para el museo; el poeta, en eunuco. De esto no ha de inferirse que los representantes del espíritu hayan de ser mundanos, no; lo malo es que, por una razón o por otra, sean insociables, incomunicables, insensibles. Cualquier quisque que comulgue con las realidades del mundo o sea capaz de afanarse en sus ajetreos y tráfagos tendrá con la vida un nexo más íntimo y apretado que aquéllos, y en muchos conceptos hasta será superior. La acción por el solo hecho de serlo, por el solo hecho de ser un despliegue de energías, pone al hombre al diapasón de la energía universal. “La palabra suele ser, a veces, una bella cosa; el acto es siempre una cosa divina”, he dicho en alguna parte. Que la acción sea buena o mala es harina de otro costal. La acción, en cuanto acción, como el pensamiento en cuanto pensamiento, existen independientemente de su bondad o su verdad.

Y los activos son más sociables que los contemplativos precisamente porque viven más para afuera, lo que los obliga a darse, a entregarse, a correrla. Hasta la competencia y la lucha por el poderío, son modos de embarcarse en la social aventura. Indudablemente hay cierta grandeza en el darse, aunque a veces induzca a ella, no tanto motivos de humanidad, cuanto el comulgar con las mentiras sociales. De cualquier manera el egoísmo natural, la gravitación sobre sí, se despoja de su carácter agresivo y toma el cariz amable de gravitación sobre los otros. El contemplativo, sobre todo si es un intelectual de agudo espíritu crítico, no puede comulgar, repugna la mentirola, aunque sea la mentira saludable que necesitamos para vivir y que, mientras conserva la virtud mágica de espolear y satisfacer profundos deseos, es para nosotros la verdad incontrastable y fecunda. En vez de dejarse arrastrar por la correntada e ir braceando y luchando por mantenerse a flote en compañía de los otros, resiste a fin de analizarla, o nada contra la corriente para remontarse a sus orígenes y explicarla, o se abandona a ella nadando delante de los otros como guía, pero siempre va solo, irremediablemente solo. Su papel en la vida, aunque conspicuo, rara vez inspira simpatía. Nadie aprecia la obra que realiza porque la proyecta sobre lo transcendente, no sobre lo inmediato, y lo que ven y palpan todos es el presente. A veces parece un rezagado, a veces un iluminado, jamás un compañero con el cual se pueda contar. Cuando lo buscamos nunca está en casa. Y si por casualidad lo encontramos nos habla en latín, no lo entendemos, pero sentimos que no fraterniza, es decir, que no comulga con nuestras mentirolas ni quiere tomar parte en nuestras tragicomedias. Suele darnos la impresión de la eterna soledad, del loco hablando solo entre los otros, pero sin intentar comunicarse.

Es el reverso del político, de todas las criaturas humanas la menos solitaria y la que, en cambio, fraterniza más y miente más, precisamente por ser pura vida para afuera. Esa es su tara y su celsitud. Comulga con todas las hostias de palo sabiéndolo o no, y siempre acaba por tomar a lo serio su papel; se embarca en todos los barcos, aunque estén podridos, y hace subir a los otros; perora en todos los tingladillos, sin desdeñar los de los prestimanos y sacamuelas; ofrece un colosal puente de hierro sobre el río, una línea de ferrocarril de miles de kilómetros y da una romanza, y siempre lleva la gruesa serpiente de su oratoria enroscada al cuello para atraer al público. Pero este incauto comulgar, embarcarse y discursear a troche-moche es, si bien se mira, darse, comunicarse, fraternizar, por lo que debe reconocérsele al político corriente o politiquero suma importancia y perdonársele la mayoría de los pecados, sin excluir el culto severo de la mentira.

El más gordo de estos consiste en ser burdo comediante, y no por serlo, sino porque pretende representar papeles que no sabe ni están en sus medios. Comediantes, farsantes todos lo somos, aunque en menor grado y sin el siniestro designio de explotar al prójimo que abriga el político profesional, hecho con todos los ingredientes de las bajas pasiones. Su prístina ocupación es la caza de votos y de voluntades, ¿y cómo habría de ser de otra manera si en el voto está el poder y los partidos buscan en primer término, la conquista del poder? Para el caso urge atraer al público y luego parlar. De ahí la serpiente enroscada al cuello. Al político que no la tenga le será difícil medrar, le faltará su mejor arma. Tan sabido es esto que cuando algún flamante adalid de la cosa pública aparece en la palestra, las gentes no tratan de indagar si posee tales o cuales cualidades, sino si tiene facilidad de palabra; nadie le mira los sesos, sino la serpiente. Si por desdicha no la tiene, revolverá tierra y cielo para hacerse de ella o acudirá a otros medios taumatúrgicos que le permitan embaucar, su función. El preparar, el formar la opinión pública no es otra cosa. La propaganda política en las asambleas partidarias, las Cámaras o la prensa nos dejan edificados al respecto. El que sepa leer entro líneas y oír se da cuenta de que siempre se trata de otra cosa y se oculta lo sustantivo.

Y para embaucar se emplean medios semejantes al de unos pobres mercachifles que vi cierta vez. Eran dos. Uno llevaba una serpiente, que se enroscaba a su cuerpo y subía y bajaba atrayendo a los pasantes, lo que le permitía vender sin dificultad sus baratijas. El otro, situado un poco más lejos, no tenía serpiente, ni, por lo tanto, auditorio, y, naturalmente, no podía vender nada. De pronto, obedeciendo a súbita inspiración, hizo en el suelo con tiza una cruz y se puso a girar alrededor de ella, mirándola insistentemente, con ojos asombrados, como si esperase que se produjera allí algún inaudito suceso, algún milagro. Los transeúntes, sorprendidos por aquella maniobra, se detenían e iban rodeándolo, mirando también con asombro a la cruz. Hasta el público del primer mercachifle y éste luego, vinieron a engrosar el círculo de curiosos. Entonces el buen hombre, abriendo su cajón de chucherías, declaró gravemente:

—“Cuantos objetos voy a vender hoy aquí, están tocados por la gracia de Dios, y aparte de ser muy útiles, les traerán a los compradores buena suerte. Y de que están tocados por la gracia de Dios no cabe duda; de otra manera no podría vender estos relojes de plata garantida a peso cada uno, ni Uds. me los arrebatarían de las manos como lo van ha hacer en seguida, ni mi colega me compraría el primero como lo hace.” — Y le adjudicó el reloj al hombre de la serpiente.

No hay que tomar a mal los expedientes y las farsas que empleamos todos, particularmente los que viven para afuera, a fin de hacer posible la vida de sociedad, basada en la mentira. Sírvanos de consuelo que mentimos por el bien de los otros. Si dijéramos lo que pensamos descorazonaríamos al enfermo, heriríamos el amor propio de la fea que se cree bonita, no podríamos consolar al triste, rozaríamos la terrible vanidad del poeta, del artista, del engreído, enfureceríamos a todo el mundo y haríamos que los banquetes terminaran en batallas campales. La sociedad, la familia, el matrimonio, la amistad, el amor, la simpatía se disolverían en la verdad desnuda como el azúcar en el agua. Y los hombres andarían solos, hablando solos como los locos. Los reconcentrados, los solitarios, los seres de vida interior muy intensa o muy íntegros o sinceros, a pesar de sus excelencias tienen algo de locos y no nos son simpáticos porque no fingen ni mienten bastante. Por el contrario, el embustero, el halagador es el personaje simpático, el personaje amable; pasa por el mundo como las bellas, sembrando sonrisas y cosechando corazones. Gusta agradar y hacer felices a los otros. Su fingimiento es bondad, tolerancia, comprensión, caridad. Cuando entra a una sala todos los tertulianos se alegran porque saben que cada uno tendrá su caramelo o su bombón.

Muchos austeros moralistas niegan con horror que el fundamento de la vida social sea la mentira, la ficción, y al hacerlo representan una comedieta. Pero el arte, la literatura, la civilización son ficciones, estados contra naturaleza; sin embargo ¿quién será osado a negar su realidad y excelsitud? Por otra parte, no vivimos de verdades, sino de ficciones, ilusiones, fantasmagorías; con ellas urdimos la sutil trama de las realidades que necesitamos. Las otras suelen ser despiadadas, crueles, y no nos sirven para vivir como las mentiras saludables. Las más cumbreras de éstas dictan la historia. Entonces son la obra, no del hombre amable, sino de los filósofos, los grandes poetas, los profetas que imponen su mundo al mundo, su realidad a la realidad. En ellos se efectúa por el pensamiento el consorcio del activo y del contemplativo, del vivir para adentro y del vivir para afuera. Estos son los más, los otros los menos, aunque todos participen, en grados diversos, de las dos naturalezas. Pero entre esos menos se encuentran los que aciertan a proyectar sobre la pantalla del mundo las imágenes y los símbolos más atrayentes y fecundos.

“Para vivir en la soledad se necesita ser un bruto o un dios”, decía Aristóteles. Y, en general, podría aquilatarse la calidad de un alma por el grado de aislamiento que soporta. Piénsese que la mayor parte de nuestra vida pende de los estímulos que nos vienen de los otros. Privarse de ellos es como cortar las amarras que nos unen a la humanidad y dejar que la nave se vaya a la deriva. Es preciso que la vida interior sea muy tensa y rica para llenar el vacío que alrededor nuestro produce la soledad. Los infinitos diálogos del hombre con el mundo quedan reducidos a un interminable monólogo y es milagro que ese monólogo no resulte aburridísimo. Pocos son los que se solazan en su propia compañía; pocos a quienes no los fastidia la pantomima interior; pocos los que gustan contemplarse en el espejo que le presenta el yo profundo al yo superficial. Para el caso sería menester que cada uno fuese grandioso espectáculo y no pobre paisaje o yermo desolado. Por eso la mayoría no soporta la soledad. El encontrarse frente a frente de sí mismos es para casi todos una tragedia: la tragedia de verse feos y sentirse terriblemente insignificantes, aburridos, fastidiosos, insufribles, tanto que hasta la propia alma, llevándose las alhajas, huye de la casa como una pérfida amante, la más dolorosa de las traiciones. Al descontento profundo, a la falta de la alegría de vivir se agrega entonces, para aumentar la tristeza, el come come de sentirse desamparados, desvalidos, indefensos contra la marea creciente de la desolación. Por eso la generalidad de las criaturas, así que se ven solas y como si presintiesen lo que va a venir, entran en una especie de ansiedad. A estas criaturas no les es posible vivir sino huyendo de sí mismas, lo cual dice muy poco a su favor. Sin los estímulos y excitantes de la sociedad se les quiebran todos los resortes. Por no haber aprendido a cultivar su jardín y haberse habituado a recibir de manos ajenas las dichas, las alegrías, los placeres, los frutos sabrosos de la vida, que no se dan en el huerto propio, corren de puerta en puerta pidiendo limosna y ponen el esfuerzo de que son capaces en hacerlo bien, en divertirse, como si ese fuera el único y verdadero fin de la existencia. Cuando encuentran las puertas cerradas, lo que ocurre con frecuencia, acuden a los estimulantes artificiales o se aburren y caen en las negruras de la neurastenia.

Urge, pues, cultivar nuestro jardín, no hay ninguno que no pueda dar lindas flores, y aprovecha familiarizarnos con la soledad, porque es el paradero de todo camino y conviene poder asimilarla al menos en pequeñas dosis. Ya que, hagamos lo que hagamos y por cualquier vía, vamos a parar a la soledad, no tenemos otro remedio que apechugar con ella y digerirla si no queremos ser por ella digeridos. Repito que, en general, podría aquilatarse la calidad de un alma por el grado de aislamiento que soporta. Ibsen asevera que “el hombre que vive más solo es el más fuerte”. Desde luego no necesita espiritualmente de los demás; valerse de los estímulos propios y no de los ajenos es gran fortaleza. Por otra parte, el vivir para adentro es signo casi infalible de la tendencia a ser; los que viven para afuera, de la tendencia a parecer, a representar. Las almas que quieren ser se componen de elementos más raros y preciosos, pero menos dúctiles, que las que se contentan con parecer, que son la generalidad. El paradigma de esta última especie, es el político, siguiéndolo luego en volumen representativo, el diplomático, el mundano, el snob y la turbamulta de seres frívolos, incoloros, sin personalidad, ni carácter, ni conciencia exigente, ni sentido crítico, que comulgan con todas las mentiras convencionales, los falsos idealismos y viven con el alma prestada imitando un figurín a fin de parecer lo que no son. No sienten el ansia de verdad, libertad, saber, ni ningún fervor profundo, aunque sean muy emotivos y capaces de nobleza y bondad superficiales, y sobre todo de fraternidad, que en la mayoría de los casos dicta, no el amor, sino el espíritu rebañego, el egoísmo, la necesidad de apoyarse en los otros, sentimientos disimulados por la educación, el don de gentes, la facilidad de someterse al figurín. Entre estos seres que se preocupan de parecer, precisamente porque su elemento, su atmósfera es la sociedad, y en la sociedad es indispensable fingir, no sólo por el propio bien, sino por el bien ajeno, se encuentran las naturalezas sensibles, amables, cordiales, redondeadas, desprovistas de ángulos y aristas a fin de estar en contacto sin lastimarse. Pero estas aristas y ángulos incómodos constituyen la personalidad, por manera que para ser sociables, urge, en conclusión, despersonalizarse, ponerse al diapasón de los otros, vestirse según el último modelo. El snob, mal grado su pretensión a la originalidad, lo logra fácilmente gracias a que no tiene ni ideas ni sentimientos muy arraigados. Es siempre de la última moda que pasa; particularmente la snobette. Sin ver ni saber lo que tales cosas significan, querrá no ser porque eso implica harto trabajo, sino parecer feminista rabiosa, mujer moderna y aún ultramoderna, literatoide, refinada, chic, seductora y basta vampiresa si a mano viene, y se creerá cósmicamente obligada a dar su opinión sobre todo lo que no entiende. Pero como sus entusiasmos son ficticios y obra sin convicción y no es capaz de ningún esfuerzo sostenido, no acierta a dominar siquiera el arte del tocado, los moños y los perendengues por medio del cual las mujercitas sin pretensiones, sin arrumacos metafísicos, bien femeninas, saben expresar lo que son, lo que quieren y lo que pueden; saben agradar, encantar, es decir, darles a las otras la tónica sensación de la belleza; saben paliar la fealdad del mundo ofreciéndoles un lindo y variado espectáculo. Cada traje nuevo las convierte en nueva obra de arte, en estatua viva. Su coquetería es comunión; por medio de ella se ponen en comunicación con los demás, fraternizan, hacen que hasta los menesterosos gocen de sus hechizos. Seduciendo, inspirando amorosos deseos. cumplen más altos fines que la latiniparla, la pedagoga o la trotaconventos. Lo que quiere la naturaleza, el genio de la especie, el mundo, es que sea por sobre todas las cosas lo que en definitiva es: una función sexual. “La mujer que obra como tal se en­castilla en su ser. No quiere parecer como la snobette, sino ser.”

Pero no hay que juzgar muy severamente al snob. En fin de cuentas, simulando la admiración que no puede sentir, rinde falso tributo, pero tributo de cualquier modo, a lo que es superior e imita aptitudes y elegancias mentales encomiables y que a veces, a fuerza de fingirlas, adquiere en parte. Lo que es realmente perjudicial y muy censurable es el snobismo de los intelectuales, sobre todo si escriben, porque entonces el querer parecer inofensivo, se trueca en dañina farsa. A éstos debe exigírseles sinceridad, verdad, integridad, conciencia, valentía, sobre todo inteligencia para que no representen lo que no son y burlen al público. Sin embargo, de snobismo están infeccionados la mayoría de los escritores, unos por seguir las modas de París, otros porque son incapaces de someterse a las severas disciplinas que exige la originalidad, los más porque no teniendo nada que decir fingen que dicen algo, como Dios les da a entender, y de ahí las frases gerundianas, las truculencias, las cursilerías retóricas, los arrechuchos sentimentales, el artificio, la falsedad. Comúnmente el que se pone a escribir sin haber nacido escritor, no se preocupa de encontrar la forma orgánica y viva de lo que piensa o siente, para lo cual hace falta primero conocer la ciencia oculta del lenguaje, la magia de las palabras, sino que pretende, por medio de las frases embusteras, epater le bourgeois, parecer lo que no es. Cuánto más le valdría un poco de sinceridad, que si no se puede tener siempre hablando, es dable hacerlo borroneando cuartillas.

Esto de verse forzados a enmascarar lo que son y representar lo que no son, aleja generalmente, aparte de la falta de tiempo que perder, a los representantes del espíritu, de la sociedad y los confina en la soledad. Pero nadie es enteramente sociable ni insociable. El solitario vive con los otros en su retiro y en la sociedad suele ser donde más sentimos nuestra soledad. Un mínimum de ésta le es necesario a todos, incluso hasta a los jóvenes bolcheviques, que los pobres no la conocen por haber vivido colectivamente hasta en el dormitorio. “Estoy deprimido y ya cansado de colectivismo. En la Universidad hay una colectividad; en casa una colectividad. Quiero vivir solo”, clama un estudiante. Otros le hacen coro repitiendo con insistencia: “Quiero tener una habitación para mí solo”.

Los hombres viven con un pie en la sociedad y otro en la soledad, más hundidos en la primera o en la segunda según que vivan para afuera o para adentro. El vivir para adentro es lo propio de loa intelectuales a quienes el trabajo cerebral y la perpetua tensión del espíritu, aíslan. Sin embargo en París he tenido ocasión de tratar filósofos, escritores y aun hombrea de ciencia muy sociables y hasta mundanos. Y eso sucede porque en Francia la conversación es un arte y como tal un deleite para el espíritu. Las gentes saben hablar —saber hablar es hacerlo con gracia, con agudeza, sin caer en loa apestosos lugares comunes—, y escuchar, lo cual exige mayor tacto e inteligencia. El que escucha bien hace más inteligente al que habla, el mal oyente lo vuelve idiota. He ahí lo que el espíritu fino no le puede perdonar al burdo. Su incomprensión lo encocora. Además en seguida que éste toma la palabra desquicia la conversación, la baja de tono, la vulgariza, todo el mundo se siente bruto, y hay quien tiene que contenerse para no pegarle. El necio indiscreto en sociedad es un morbo que los franceses eliminan ingeniosamente elevando la tesitura de la conversación. El necio no puede oír ni menos hablar, siente la atmósfera enrarecida, le falta la respiración y se va a tomar el fresco. Los noveladores, los dramaturgos, por las necesidades del oficio, que no les permite perder el contacto con la vida, son los más mundanos. El mundo es para ellos como un inmenso laboratorio donde se combinan en misteriosas retortas y decantan, pasando de alambique en alambique, las pasiones, los sentimientos, los móviles de la conducta, que les hace falta conocer y acaparar para la construcción de sus edificios mágicos. Hacen con las vidas lo que las abejas con las flores: en todas liban los azúcares, pero al revés de las eternas trabajadoras, no en el ajetreo de la colmena, sino en la quietud y soledad de una celda de monje labran su miel. La soledad es el clima de las almas insulares y la condición de la fuerte vida interior. Viviendo para afuera nos dispersamos, perdemos lo propio, adquirimos hábitos ajenos, nos estandarizamos; viviendo para adentro nos reconcentramos, nos encontramos; lo nuestro se acrisola, se alquitara, caen las máscaras de lo postizo, el alma se ve frente a frente de sí misma, y descubrimos atónitos que llevamos dentro de nosotros un mundo más grande que el mundo real, una vida de más intenso patetismo que la vida exterior, una conciencia que es como un inmenso lago donde se refleja todo nuestro ser pasado, presente y futuro. ¿Cómo no experimentar la atracción de tan apasionante espectáculo a menos de no tener ningún deseo, ningún interés de trabar relaciones íntimas con lo que realmente somos cuando dejamos de representar? Verdad es que muchas criaturas, las más, han perdido el hábito de ponerse frecuentemente en comunicación directa con la propia alma y el propio espíritu. A éstas les parecerá imposible al principio orientarse en las tinieblas del universo interior, pero a poco de mirar y avanzar tanteando en las sombras, saltará al plano de lo visible una lucecita tenue e inquieta como un fuego fatuo, y luego otra y otras, y empezaremos a ver paisajes de ensueño y a oír los alaridos de los monstruos y los cantos de las sirenas que nos habitan. Naturalmente, sólo los avezados en los misterios de la introspección se aventurarán y podrán penetrar en las selvas negras de la conciencia oscura. Se precisa los delicados aparatos y la ciencia del buzo para descender al fondo del mar Pero a todos les será dado, con un poco de buena voluntad, reconciliarse consigo mismos y encontrar soportable por momentos la soledad. Si los buenos modos se adquieren sólo con no despreciarlos, como asegura Bacón, el hábito de un mínimum de vida interior viene gustándola. No alcanzará el extravertido a las zonas profundas, a las cavernas lóbregas de donde salen a veces “yoes” desconocidos que nos asombran o espantan, pero llegará — a poco que zambulla — a las capas silenciosas y plácidas donde todos los ecos de lo humano se empiezan a percibir distintamente. Es bueno tener un puerto aunque sea pequeño, una bahía aunque sea minúscula, un abrigo cualquiera donde refugiarse en los días de borrasca. En esos días los amigos, sobre los cuales acostumbramos a recostarnos, suelen estar ausentes o corriendo, también solos, su vendaval.

El idealista Emerson, que tan hondo sentido tuvo de las realidades de la vida, asegura: “Si la soledad es orgullosa, la sociedad es vulgar. La soledad es impracticable; la sociedad, fatal. Nos es necesario tener nuestra cabeza en la una y nuestras manos en la otra”. Precisamente, de hecho y por instinto social e instinto de conservación amalgamados, tendemos a practicar esa norma, pero el sabio, el filósofo, los grandes trabajadores intelectuales y los que sienten de la contemplación el goce siniestro de que nos habla Fausto, se placen en la soledad casi absoluta, que por otra parte les es necesaria para sus especulaciones. No son insociables por egoísmo, intolerancia o salvaje independencia, sino para darles a sus semejantes lo mejor de ellos mismos. Hasta Swedenborg, a pesar de fundar su teoría del universo sobre el sentimiento y condenar el intelectualismo, mira a esta clase de solitarios con simpatía y hace con ellos una excepción que lo lleva a decir; “Hay ángeles que no viven asociados, sino separados cada uno en su casa; esos habitan en el medio del cielo porque son los mejores".

No soy filósofo, me creo bastante sociable y a pesar de todo adoro la soledad y le debo quizás los goces más profundos y plenos de mi existencia, que sin embargo siempre abundó en exaltaciones y plenitudes de las cuales mis libros y actividades no dan ni remota idea. Perdóneseme que hable de mi experiencia personal y me cite, lo que parece siempre pretencioso. Sobre el tema que me ocupa, no se ha escrito nada o muy poco; yo sólo conozco un corto artículo de Montaigne y otro de Emerson de donde saqué la breve cita hecha más arriba. Lo que siento y pienso al respecto es lo único que conozco bien y me parece no desprovisto de toda miga, sobre todo si se tiene en cuenta que transformando la soledad irremediable en vida interior y luego en actividad práctica o creación literaria, pude conciliar, hasta cierto punto, el vivir para afuera y el vivir para adentro. Y esto puede serles muy útil a los demás.

Desde niño, sin duda a causa de mi propensión a estudiarme y mirar el mundo como espectáculo, o porque no pudiera abrirme totalmente con los otros por falta de afinidad, empecé, aunque era de naturaleza muy comunicativa, a retrotraerme y aislarme. Sin que menguara por eso mi voracidad de vivir, me hice a ratos insular y adquirí el gusto de los goces profundos de la soledad. En cualquier sociedad solía aburrirme, o sentirme molesto, deprimido, obligado a parecer lo que no era. Estando solo jamás me ocurría nada de eso. Al contrario, podía ser lo que era, ¡preciosa libertad!; sentía como aflorada toda mi personalidad y me invadía un íntimo contento y a veces la embriaguez del poder, el poder de reducir el mundo a mi mundo y vivir en él como un rey en su reino. Este estado de ánimo determinó presto la afición a leer, los gustos literarios y artísticos, el hábito de analizarme y analizar a los otros, la pasión de conocerme y conocer a los demás, lo que me volcaba a veces sobre el mundo y hacía enfrascarme en el gran libro de la vida, sin cuya lectura el poeta más alto y el filósofo más profundo se vuelven seres incomprensivos y obtusos. Pero esto me sucedía sólo por temporadas, no tardaba en volver a mis soledades del campo, donde hacía mis curas de aguas y mis curas de reposo contra todo mal. Allí restañaba las heridas que recibía en las lides mundanas. Convertía la soledad en sanatorio, residencia de placer y gimnasio. Fortificaba mis facultades, aprendía a ser, no a parecer. Desde muy temprano me dije: “Puesto que todos los caminos conducen a la soledad, urge hacer de ella nuestra amiga íntima y fiel confidente”. En los momentos de turbación o descorazonamiento, en las grandes sacudidas o los bruscos virajes de la existencia, cuando perdemos la brújula y avanzamos en la noche oscura, a quién acudir sino a ella? Es la única criatura a quien podemos abrirle por entero el alma, confesarle nuestros pecados, acaso nuestros crímenes, en la seguridad de que nos escuchará con interés y perdonará. Ella nos pone siempre en contacto con nosotros mismos, con nuestra propia alma, que muchas veces sólo conocemos de vista, ¡enorme desdicha!, o nos ayuda a buscarla y encontrarla cuando andamos, como acontece frecuentemente, con una prestada, lo cual es cosa muy triste. En una palabra, merced a nuestra inseparable compañera nos descubrimos y a veces gustamos, ¡gran bien! Conducidos de la mano por ella podemos descender a los subsuelos de nuestra personalidad, hablar con el yo profundo y obtener que nos revele el secreto de nuestro ser, o subir al teatro cerebral y aprender a deleitarnos con la tragicomedia que empezamos a representar al nacer y concluimos al morir. Allí está, hasta en sus menores detalles, toda nuestra vida.

La existencia es como una agria montaña que subimos penosamente, salvando abismos insondables, precipitándonos a veces en ellos, para descender a toda prisa luego de haber alcanzado a la cumbre..., si la alcanzamos. Pronto llega el invierno, caen las hojas y viene la tragedia de la vejez. Todo nos abandona, se van las golondrinas, se va la alegría de vivir, se va el amor; parten las ilusiones, los sueños, las esperanzas. La vasta tierra se hace cada vez más diminuta, más despoblada, hasta que quedamos solos frente a la soledad. Si la hemos cultivado, convertido en vida interior, fina sensibilidad, comprensión, ella sabrá sustituir lo que desaparece con la juventud por sus equivalentes espirituales. Cerrará la noche e irán alumbrándose las estrellas. Nos hará revivir intensamente lo vivido sin las angustias y los dolores de la vida; sabrá forjar los remedos de las ilusiones, los sueños y las esperanzas que nos hacen falta para ir viviendo; ‘‘convertirá los desencantos en las primeras sonrisas de la realidad”, hará que nuestro teatro trabaje activamente y que en las piezas que se representen nos veamos más hermosos, seductores y favorecidos por las damas que lo que fuimos, y que los encantos de éstas sean más deliciosos. Trocará en poemas las sonrisas. Nos dará fuerzas para rematar nuestra obra, luchará con el tiempo a brazo partido, intentando detenerlo para prolongar la vida y nos preparará para el trance final. Durante los últimos latidos de nuestra existencia no se separará un instante de nosotros. En la alcoba solitaria, a altas horas de la noche, mientras todos duermen velará junto a nuestro lecho, recibirá nuestro último suspiro y aún en la tumba será la única cosa de este mundo que no nos abandonará nunca, que permanecerá siempre, siempre a nuestro lado amorosa y fidelísima...

 

Carlos Reyles

"Ensayos" Tomo III ("Incitaciones")

Montevideo, 1965

Texto digitalizado, y editado, con el agregado de imágen, por el editor de Letras Uruguay

 

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