El mate y los papeles José María del Rey
Morató |
Los biguaes levantaron vuelo ni bien todos entendieron la orden. Habían estado flotando cerca de las rocas de la costa y el islote de los pescadores: se zambullían, nadaban bajo el agua hasta que, ¡zácate!, agarraban un pez. Muchos se paraban encima de las rocas. Después de mucha agitación y unas pocas fricciones, ocuparon su lugar en el aire: el más viejo adelante, en la punta, y todos los demás, cada cual en un puesto. El conjunto formaba la imagen de un ala delta con los brazos extendidos. En la línea izquierda de la formación cada pato batía su ala izquierda frente al pico del que venía atrás y su ala derecha detrás de la cola del que venía adelante. En la derecha, cada pato movía el ala derecha por delante del pico del que venía atrás y el ala izquierda detrás de la cola del que venía adelante. El viejo, que venía haciendo punta y había marcado el rumbo, al rato de volar pasó a otra ubicación más atrás y otro ocupó la punta de la bandada. Cada tanto repetían esos relevos, que permitían mantener el viaje del grupo sin que ninguno de los patos se cansara y el esfuerzo se repartiera entre todos. Volaban sobre el mar, cerca del agua, con toda desenvoltura y a lo lejos apenas se veían como una cinta negra que pasaba contra la línea del horizonte donde parecían juntarse los colores del mar y del cielo. Cuando los patos volaban sobre la tierra firme tomaban bastante altura, en especial, cuando pasaban por encima de alguna ciudad o pueblo. Los hombres con uniformes de color naranja quemaban la basura de la gente y el humo subía. Un hombre miraba fijo con un ojo y envió una perdigonada de escopeta y, desde una honda casera, otro lanzó una pequeña piedra. Los patos conocían los lugares porque todos los días pasaban por arriba de ellos cuando iban hacia sus refugios. Casi de noche llegaban a los pajonales, las lagunas, los bañados y los arroyos. Descansaban en las ramas de los árboles hasta la madrugada. Algunas personas admiran el brillo de las plumas sedosas de los biguaes y los reflejos blancos de sus cabezas y cuellos. «Qué cosa increíble: los patos hacen como un ala delta. Todas las tardes vuelan por arriba de mi casa.» A veces, algunos biguaes bajaban la cabeza y miraban por un instante a los humanos que los seguían con la vista. Un día vieron a un hombre sentado ante una mesa, en el jardín del fondo de su casa: tomaba mate y tenía unos papeles delante. Parecía que esperaba algo importante y no se movía. Algunos biguaes, cuando volvieron a sobrevolar ese lugar, miraron a ver si todo seguía igual: el hombre los vio, se puso de pie y, mientras no salieron de su vista, no les quitó los ojos de encima y otro día, también, se paró y los miró hasta que las últimas imágenes de los patos que venían a la cola del ala delta se borraron en la lejanía. A la mañana siguiente, los patos lo descubrieron escribiendo, sin levantar la vista de los papeles y, claro, el hombre estaba metido en lo suyo y no miró hacia arriba. Y así lo vieron -tomando mate y escribiendo-, varias otras mañanas: el bolígrafo corría sin cansarse sobre las hojas de papel blanco y la pila de papeles escritos crecía a la derecha de la mano del hombre. Sin perder el ritmo con el que batían las alas, sin salir de su puesto en la formación, sin perder altura, sin bajar mucho la cabeza para ver mejor, miraban a ese hombre… El biguá viejo que -desde cualquier puesto que ocupara en la formación, atendía el vuelo-, se dio cuenta de que tres o cuatro patos, cuando pasaban sobre la misma casa, se distraían: graznó dos veces. Levantaron la cabeza, alargaron el cuello en sentido horizontal y batieron sus alas al compás de sus compañeros. Tiempo después, el verano quedó atrás. El hombre del mate y los papeles entra en su casa, se sienta a la mesa del comedor y corrige un cuento que había terminado un mes atrás, cuando escribía sobre la mesa del jardín. |
José
María del Rey Morató
en
SALVANDO LOS SUEÑOS,
José María del Rey et al.,
Edición Escritores a la Rueda,
Montevideo, 2010, pp. 9-10.
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