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Los permisos de María Gorda |
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Durante varios años, Oscar Viera fue el encargado del puesto del Paso del Sauce del Queguay Grande. El puesto estaba en la entrada de los campos viniendo desde el Sur, de la estación Tres Árboles. El “puesto del paso” estaba frente al río, al costado del camino, en una loma vecina del Cerro Cambará. El Puesto vigilaba, además, el pastoreo público. Cruzado el río el camino entraba en un bajo amplio, en el cual las tropas podían pastar y descansar. En su límite norte, una portera atravesaba el camino: cuando una tropa entraba a pastorear, se cerraba. El puestero debía controlar que se mantuviera cerrada, para evitar que los animales salieran y se fueran por el camino, o para que otros animales que pudiera haber en la calle, entraran y se entreveraran con los de la tropa. Después de cada lluvia grande, el puestero del Paso del Sauce tenía que vigilar el río, porque si venía la creciente era un peligro para los animales, las personas y los vehículos. En estos casos, Oscar avisaba por teléfono interno a la estancia. Y desde allí, se daba aviso a los vecinos de otras estancias ubicadas más lejos, a la policía, a los comerciantes: “el río viene creciendo”, “la creciente se va retirando”, “en una de ésas a media tarde puede dar paso…” «El paso no da paso stop. Cuando el paso dé paso avisaré que el paso da paso stop», fue el texto del ansiado tele fonograma que dos personas recibieron a tiempo, en 1951. No dejaba dudas; quedó famoso. |
Durante varios años, Oscar Viera fue el encargado del puesto del Paso del Sauce del Queguay Grande. El puesto estaba en la entrada de los campos viniendo desde el Sur, de la estación Tres Árboles. El “puesto del paso” estaba frente al río, al costado del camino, en una loma vecina del Cerro Cambará. El Puesto vigilaba, además, el pastoreo público. Cruzado el río el camino entraba en un bajo amplio, en el cual las tropas podían pastar y descansar. En su límite norte, una portera atravesaba el camino: cuando una tropa entraba a pastorear, se cerraba. El puestero debía controlar que se mantuviera cerrada, para evitar que los animales salieran y se fueran por el camino, o para que otros animales que pudiera haber en la calle, entraran y se entreveraran con los de la tropa. Después de cada lluvia grande, el puestero del Paso del Sauce tenía que vigilar el río, porque si venía la creciente era un peligro para los animales, las personas y los vehículos. En estos casos, Oscar avisaba por teléfono interno a la estancia. Y desde allí, se daba aviso a los vecinos de otras estancias ubicadas más lejos, a la policía, a los comerciantes: “el río viene creciendo”, “la creciente se va retirando”, “en una de ésas a media tarde puede dar paso…” «El paso no da paso stop. Cuando el paso dé paso avisaré que el paso da paso stop», fue el texto del ansiado tele fonograma que dos personas recibieron a tiempo, en 1951. No dejaba dudas; quedó famoso. Oscar era responsable, también, de las llaves del candado del bote y de sus remos, porque cuando la creciente llegaba, había que usar el bote para cruzar de una costa a la otra, tareasólo autorizada a unos pocos. Por eso estaba en la ribera, amarrado con una cadena a un “muerto” de cemento que tenía en la parte superior una argolla por la que se pasaba la cadena y se aseguraba con un candado: las llaves y los remos quedaban en el puesto, “por cualquier cosa”. Todos los días, el Capataz llamaba por el interno y preguntaba las novedades: “a media tarde pasó fulano con el camioncito cargado con piques, más tarde zutano en un caballo gateado con un potrillo de tiro”; “de los pumas, por ahora sólo comentarios, recorrimos la ceja del monte, pero no hemos visto huella”; “don Máximo y el viejo Pedro están en el monte: entraron para ir a pescar…”; “No, por la mañana no hubo más nada, cualquier cosa le aviso…” Oscar contaba con la ayuda de su esposa –María–, una mujer de trabajo, fuerte, madre de varios hijos que, además, ayudaba a los ingresos de la casa lavando ropa para el personal de la estancia; incluidos los patrones, que los sábados se arrimaban al puesto con la ropa sucia y levantaban la limpia de la semana anterior. María no le hacía ascos al trabajo, que no otra cosa que trabajar era su vida: criar hijos, picar leña, cocinar, vigilar los alrededores de la casa, lavar ropa, tenderla en el alambre, atender el teléfono, coser, planchar…. ¿Cuál sería su segundo nombre, cuál su apellido? Nadie lo sabía, desde hacía mucho tiempo todos la llamaban simplemente “María Gorda”. Algunos aprovechaban la llevada de la ropa para ir a pescar. Pedían permiso a Oscar o a María para bajar al río: porque los puesteros debían saber todo lo que pasaba en la vuelta del puesto. Pero las cosas cambiaron en 1960, con la muerte repentina de Oscar: un ataque al corazón. Mientras los patrones construían una casa para la viuda y los hijos en el pueblito La Hilera, entre el camino y la vía del ferrocarril –cosa que llevó unos meses–, María Gorda siguió viviendo en el puesto y las cosas siguieron casi como antes. Ahora, los permisos se los pedían a ella. Uno de los que siguió viniendo al puesto, los sábados, era Máximo Tavares, peón de toda la vida.Primero eran visitas de duelo. María lo hacía pasar, lo invitaba a sentarse en un banco, le ofrecía mate…pero don Máximo no decía nada: miraba el fuego, tomaba mate un rato, preguntaba siempre por el pastoreo, por la lechera y por los gurises; y después de haber cumplido con el motivo de su visita, decía «gracias», se ponía de pie, la saludaba con seriedad y emprendía el regreso. Y en esos términos, don Máximo siguió visitando a María Gorda. Le aceptaba el banco y los mates. Cuando le pareció que había pasado la parte más dura del dolor, se animó a hacer algún comentario y hasta esbozaba una sonrisa tímida en la conversación; pero la visita no dejaba de ser formal, seria y –sobre todo– respetuosa. Una tarde, María Gorda le recordó que antes –en vida de su finado– don Máximo gustaba de ir a pescar al río, y que si él quería volver a pescar, supiera que el permiso seguía estando. Don Máximo, entonces, volvió a sus pescas habituales de los sábados, a veces con la compañía de “Pedro Malo”, otro peón viejo. Pero cuando entraba al puesto del finado y encaraba a María Gorda, lo único que mostraba don Máximo era seriedad y respeto. Lo que, supuestamente, nunca había pensado don Máximo eran otras cosas, por ejemplo: lo que pudiera sentir ahora María Gorda, pasados varios meses de su luto. Un sábado de tarde, ella abrió la puerta como siempre, lo invitó a sentarse en el banco, le ofreció mate… Cuando don Máximo le fue a devolver el mate y adelantó su mano hacia María Gorda, sin decirle nada, no se lo recibió. Sorprendido, dejó de mirar el fuego y la vio que de brazos cruzados, serena, lo miraba; y enseguida oyó que le dijo rapidito, sin aviso, todo de corrido: –¡Mire-don-Máximo-que-el hecho-de-que-yo-haya-quedado-viuda-no-quiere-decir-que-le-haya-pasado-llave…! Desde ese día, y habiéndose aclarado las distancias, don Máximo siguió viniendo al puesto. Un sábado o dos por mes el viejo Pedro lo acompañaba a pescar. |
José María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com
de "Cerro Cambará del
Queguay", 2012
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