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Con cuidado

José María del Rey Morató  

Belmirio Silva escribe cuentos muy bien y los personajes suyos se mueven como en el teatro.

Silva tiene poco más de treinta años. Trabaja en la biblioteca pública de Puerto de las Luces, balneario sobre el Río  de la Plata, en Uruguay.  Le gustan los cuentos. Uno a uno, leyó casi todos los libros de narrativa que encontró en los estantes.

Un día, sin tener claro por dónde empezar, dio el gran paso. Se lanzó a escribir a su aire, a la que te criaste y a lo que le saliera; escribiendo, no más.

Pero el Taller de Narrativa le cambió la vida.

El profesor del Taller se llama Benito Árraga. Es argentino, de Rosario de Santa Fe y en sus vacaciones vino al Puerto de las Luces. Por esas cuatro o cinco semanas que habrá de pasar en la playa se ofreció a tomar a su cargo un taller de Narrativa.

Árraga es un cincuentón que combina en su manera de ser rasgos europeos y rioplatenses. Por un lado, la cultura, el amor por las letras, la disciplina, y por el otro, una actitud condescendiente y el sentimentalismo tanguero. Le gusta el rock uruguayo, sobre todo el swing de los músicos de aquí. Escribe muy bien, eso sí. Sabe enseñar, y le gusta, además.

Belmirio se entusiasmó y se anotó.

Los participantes del taller -en su mayoría adultos, más dos muchachas que estudian profesorado-, se deslumbran con el profesor argentino. Les hace oír algunos CD de música instrumental celta.

–El sonido de las gaitas o bagpipes ayuda a encontrar el tema de un cuento.  

Las gaitas celtas... Todos son invadidos por su música. Sí, el rosarino tiene toda la razón.  

Toman mate hasta quedar prácticamente verdes. El vagaroso humo azul de una hierba que alguien quema por ahí suele visitar el salón.

Cuando Belmirio va para la clase o cuando vuelve en su bicicleta -hay unas veinticinco cuadras entre su casa y el club social donde se reúnen los del taller-, descubre que no anda concentrado en el manejo de su velocípedo, ni en los detalles del trayecto.

Su mente no funciona como antes. A veces está como entre paréntesis y la ve como si estuviera por fuera de su cabeza, suspendida y transparente, como flotando en otro estado de cosas.

Benito Árraga escucha a cada uno de los participantes, les explica lo que encuentra en los trabajos que le presentan; lo atienden como en misa. Los mira, apenas, cada uno de ellos sabe lo que tiene que hacer y todos trabajan contentos. Las horas de taller pasan como si anduvieran volando, una tras otra, y ninguno se queja de que sean unas cuantas.

El rosarino no les afloja. Los acosa.

–¡Cuiden las palabras!¡Salven los verbos y los nombres!

Cuando analiza un cuento lo destripa y saca, como de una galera todos los pros y todas las contras de ese texto. Entonces, los alumnos del taller sueñan. Sienten que tocan el cielo con las manos. Están con un mago de los buenos. 

Termina la clase. Belmirio Silva mira su reloj, son las diez y media de la noche.

–Bueno. Hasta el martes. Que pasen lindo.

Con la mano izquierda se acomoda el pelo para atrás. Toma su bicicleta, que dejó afuera amurada al costado de la puerta, monta y sale.

Pedalea a tientas. La niebla se extiende por todos lados, lo envuelve, le impide ver bien. Presiente las rayas amarillas del pavimento, el borde de la carretera, la

cuneta, las filas de árboles ,y un poco más allá, los alambrados.   

En el pueblo nunca se había visto un docente con preferencias tan personales y originales, algunas tan insistentes que resultaban un poco obsesivas. Por ejemplo, su preocupación por los libros viejos, su conservación y el cuidado de esos antiguos, insustituibles folios.

–Cuidado con los insectos… recuerden aquel libro -¡una joya!–,  que les mostré en el museo de Puerto de las Luces. Faltaban pedazos y hasta palabras, qué lástima… los insectos, ¿vieron? El “pececito de plata”, el lepisma… ¿recuerdan? ¡Tengan mucho cuidado! Bien.

Belmirio se desplaza en su bicicleta entre su casa y el club, siempre por el mismo recorrido.

Su mente, en parte, se evade y contempla las imágenes de los momentos compartidos en el taller.

Recuerda cada una de las intervenciones del profesor.

–¿Cómo va la cosa? No se coman las palabras.        

Belmirio se da cuenta de que está encima de la curva en la que no venía pensando, que no había recordado -menos mal que rodaba despacio- cuando de repente la tiene ahí, en la punta de su nariz, valga la expresión.  

Baja un poco más la velocidad, para aprovechar la buena suerte de no haberse comido esa curva. Su atención está otra vez centrada en el viaje en bicicleta.

Circula ahora más tranquilo. Va por la carretera, ajeno a la vivencia o a la sensación de cuántos minutos habrían pasado desde que salió del taller o de qué hora es en ese momento, o de cuánto le puede faltar para llegar a su casa.

Empieza a soplar un vientito húmedo, desde la costa del río, algo más liviano que la masa compacta de niebla que lo rodea.

–En todo caso, salven siempre los verbos y los nombres. Si perdemos la acción y los personajes, perdemos el cuento. No se gasten con tanto adjetivo, no se coman los verbos… no hagan como los insectos con los libros viejos…

Piensa que, en una de ésas, se va a abrir o a levantar el espeso muro de humedad, podrá ver mejor, pedalear con más confianza y llegar más temprano a su casa.

–Bueno: ¡atención! Un minuto. Redondeen y corrijan. ¡Vamos! Terminando y entregando… Bueno, está bien. ¡Tiempo! ¡Vamos! A ver, las hojas. Entreguen.

Se despreocupa, otra vez, del pedaleo, de las referencias, las distancias,  la velocidad. La visibilidad no es buena. Es como volar a ciegas.

Entonces ve algo.

No puede parar.

¿Pero qué fue?

Cuando Belmirio despertó en la enfermería, oyó la voz del rosarino.

–…sólo le pedí que salvara los verbos y los  personajes, lo importante en el cuento es la acción… Le recordaba siempre lo de los libros viejos, los textos antiguos… siempre le decía que tuviera cuidado con los insectos…

–Qué tendrá que ver –comenta el médico que toma el pulso a Belmirio y no le quita la vista de encima.

Sorprendido, oye la cantilena que sale de la boca del accidentado y que parece no va a terminar nunca.

–… cucaracha, alacrán -polilla-, pulga, escarabajo -polilla-, mamboretá, tábano -polilla-, mosquito, moscón -polilla-, piojo, mariposa -polilla-, garrapata, ciempiés…      

En medio del dolor y detrás del hueso de su frente, Belmirio los ve pasar como si fueran cantando, cada uno con un trozo de papel en la boca, el pico o la trompa. Piensa que la culpa es de él porque no tuvo cuidado. Sufre al ver que ellos le van sacando el cuento a pedacitos.

-–Porque hay un insecto americano, se llama Lepisma, que roe el papel, se come las palabras… es bien chiquito. Como de este tamaño,¿ve? Así, chatito… se mete entre las hojas, le dicen “pececito de plata”…  

El médico no quiere escuchar al profesor. Tiene toda la atención puesta en su paciente, Belmirio. Pulsa el timbre de urgencia.

–¡Ah! ¡Enfermero, enfermero, aquí!

-–¡Voy, voy! ¡Estoy con usted, voy para ahí, doctor, ya  estoy!

Llega una enfermera. Espera la indicación.

–La enfermera le va a inyectar -ahora- un tranquilizante, profesor. Dosis adultos, máxima. Sí, usted también se me queda aquí, por lo menos esta noche. Internado.

Menos mal que no está solo, piensa Belmirio. Su profesor rosarino lo acompaña.

–Lo que me está pasando es como para escribir  un cuento.

Todo va a salir bien.

Su cuento -imagina Belmirio-, va a tener bastante movimiento, un poco de acción física, otro tanto pero más interesante, de acción psicológica. Sí, más que nada

acción psicológica. Tiene que aprovechar todo lo que descubrió dentro de su cabeza gracias a este taller.

Los insectos no se lo van a comer. Este cuento, no; seguro que no.

Porque esta vez va hacer las cosas con cuidado, claro.  

José María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com

Seleccionado entre los treinta finalistas del XXXVIII Certamen Literario Internacional “Escritura Sin Frontera” y publicado por Ediciones Raíz Alternativa en la Antología 2009, pp. 7-12.

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